Antes de comenzar a redactar este artículo, uno más de
los que con tanto cariño investigo primero y escribo después con la honesta
intención de que pueda llegar a ser del agrado de todos ustedes, quiero
manifestarles que el hecho que me ha obligado a dividir los artículos en «partes»,
es debido a la satisfactoria realidad de que el número de colaboradores que últimamente
refuerzan esta revista ha aumentado considerablemente. Es hora de compartir
espacio, de no sólo escuchar nuestras voces sino también las vuestras.
Pensad que esta revista no tiene
dueño, sabed que en ella todos somos lectores y escritores a la vez. Enviad,
pues, vuestros escritos, vuestras cartas, vuestras sugerencias, vuestras críticas...
Pues en lo que a mí personalmente concierne, vosotros sabéis de mí y yo
quiero saber de vosotros..., aprender de vosotros... Recordad lo que nos dice
Pedro en el Evangelio, 4. 10: «El don que cada uno haya recibido póngalo al
servicio de los otros, como buenos administradores de la gracia de Dios».
Dicho esto, quiero deciros que yo estoy dispuesto, por
tal de escuchar vuestras voces y saber de vosotros, no sólo a dividir mis
escritos, sino incluso a subdividirlos o a dejar de escribirlos si este extremo
fuese necesario, pues después de vivir muchos años en este mundo, uno llega 
a darse cuenta que la mejor, cuando no lo única forma de adquirir plena
sabiduría, es aprendiendo los unos de los otros, sin que nos pueda importar
mucho en si quien enseña es grande o pequeño, negro o blanco, mujer u hombre,
amarillo o cobrizo, de derechas o de izquierdas, de arriba o de abajo, pobre o
rico, simpático o antipático...
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INTRODUCCIÓN. Se llaman «religiones proféticas»
a aquellas que se consideran fundadas por Dios mismo valiéndose de un hombre:
el profeta. Quien habla y actúa en nombre y en representación de Dios.
Son varias las religiones proféticas. Vamos a dar a
conocer hoy sólo una de ellas: el «Judaísmo», ya que en el número uno de
esta revista, dimos a conocer el «Islamismo», religión ésta que también
pertenece a las religiones proféticas.
EL JUDAÍSMO. La religión judaica tiene una
prehistoria, los patriarcas; tiene un fundador: Moisés; tiene unos intérpretes:
los profetas; tiene un momento formal constitucional: la proclamación de
Esdras, después del destierro de Babilonia. Desglosemos, pues, estos apartados.
La religión de los patriarcas. Los autores
modernos comienzan la historia de la religión israelita con Abraham. Según la
tradición, Abraham fue elegido por Dios para que fuese el antepasado de todo el
pueblo de Israel y para que se posesionara de Canaán.
Lo que caracteriza el relato bíblico sobre Abraham es un
rasgo muy peculiar: sin haber sido previamente invocado, Dios se revela a un ser
humano y le plantea una serie de exigencias a las que siguen unas promesas
prodigiosas.
Según la tradición, Abraham fue obediente a Dios, del
mismo modo que más adelante volverá a obedecerle cuando se le exija que
sacrifique a su hijo Isaac. Nos hallamos aquí ante un tipo nuevo de experiencia
religiosa, la fe «abrahámica», que con el paso del tiempo se convertirá en
experiencia religiosa específica del judaísmo y del cristianismo.
La historia de Abraham y las aventuras de su hijo Isaac,
de su nieto Jacob y de José, constituyen el periodo llamado de los Patriarcas.
Prescindiendo del problema de la historicidad de estos relatos, a nosotros nos
basta constatar que existe cierto número de analogías entre las costumbres de
los patriarcas y las instituciones sociales y jurídicas del Próximo Oriente.
El Dios del Padre. La religión de los patriarcas
está relacionada con una divinidad anónima que recibe el nombre del jefe de la
tribu que se vincula con ella. Por eso, la denominación genérica de la
divinidad es «el Dios de mi/tu/su/padre» (Gn. 31. 5). Otras veces incluye el
nombre propio del jefe de la tribu, frecuentemente precedido de la palabra «padre».
Veamos: el Dios de Abraham; el Dios de Isaac, etc., hasta llegar así a «el
Dios de Abraham e Isaac» y «el Dios de Abraham, Isaac y Jacob», y,
finalmente, por un proceso de fusión, «el Dios de los Padres». Estas fórmulas
son muy comunes en el Oriente antiguo.
El Dios del Padre es un Dios personal. Abraham y
sus primeros descendientes fueron nómadas. Los grupos nómadas que se desplazan
por el desierto buscando pasto para los ganados están en malas condiciones para
acudir a santuarios locales y venerar allí a la divinidad. Por ello, Dios los
acompaña en la peregrinación, se pone en camino, vinculándose a las personas
sin circunscribir su poder a un espacio sacral determinado. Este Dios de
personas se presenta como un TÚ que se constituye en protector de quienes lo
invocan, garantiza su bienestar y asegura la defensa contra sus enemigos. Dios
está con su protegido, según se repite con frecuencia en las narraciones
patriarcales.
El Dios del Padre hace promesas. Otro rasgo
característico del «Dios del Padre» es hacer promesas. Dios promete
descendencia numerosa y tierras de anchos límites, los bienes más codiciados
por un nómada. Dios promete cosas, bienes tangibles. Posteriormente la tradición
sacerdotal subrayará la presencia divina como sustitutiva de la promesa: «Yo
seré vuestro Dios». La promesa se dirige al futuro. Una religión de promesas
es una religión abierta esencialmente al futuro, a lo nuevo... Es una religión
de fe, confianza y esperanza.
El Dios del Padre adquiere carácter cósmico.
Cuando los patriarcas en su nomadismo penetraron en Canaán, se encontraron con
un culto muy extendido, tributado a la divinidad fenicia denominada «EL». El
dios El era el dios supremo del panteón de Ugarit. Se le consideraba «el padre
de los dioses», dueño del mundo, poderoso, sabio y bienhechor. Debía de darse
alguna semejanza estructural entre «el Dios del Padre» y el dios Ugarítico
porque se produjo una asimilación de EL por parte del «Dios de los padres»,
adquiriendo éste la dimensión cósmica de EL, de que antes carecía, por ser
el Dios de una familia o de unos clanes. Hay que tener en cuenta que los
patriarcas designan, desde entonces, a su Dios con el nombre de EL, acompañado
de diferentes epítetos: El Elyon (el altísimo); El Roi (el de la
visión); El Shaddai (el de la montaña); El OLAM (el de la
eternidad), etc.
Este es el primer ejemplo atestiguado históricamente de
una síntesis que enriqueció la herencia patriarcal.
Además, la religión patriarcal integró otros muchos
elementos de las culturas pastoriles y de la cultura cananea. Tal es el caso de
los sacrificios cruentos de tipo pascual, sin sacerdotes, ante una piedra
levantada, al uso religioso de Arabia Central, o la creación de piedras como
recuerdo de teofanías, o la designación de árboles sagrados, como la encina
de Moré (Gn. 12.6), o la encina de Mambré (Gn. 13.8). Estas eran costumbres
cananeas.
Posteriormente, tanto el uso cúltico de las piedras,
como el de los áboles sagrados, serán condenados por el yahvismo al prohibirse
los lugares de culto en lo alto de los montes, sobre las colinas y bajo
cualquier árbol frondoso (Dt. 12.2).
Ritos religiosos de la religión Patriarcal. Los
dos ritos que mayor importancia tuvieron en la época de los patriarcas fueron
el sacrificio de la alianza de Dios con Abraham y el sacrificio de Isaac.
El primero fue prescrito directamente por Dios a Abraham.
Implicaba partir en dos una novilla, una cabra y un carnero, rito que tiene
analogías en otros ambientes, como por ejemplo en los hititas. Pero el elemento
decisivo lo constituye la teofanía nocturna: «El sol se puso y vino la
oscuridad; una humareda de horno y una antorcha ardiendo pasaban entre los
miembros descuartizados» (Gn. 15.17). «Aquel día Yavé hizo alianza con
Abraham». No se trata de un contrato. Dios no impone a Abraham ninguna obligación,
sólo Yavé se compromete.
Un solo sacrificio se describe detalladamente en el Génesis,
el de Isaac. Dios había pedido a Abraham que le ofreciera a su propio hijo en
holocausto, pero fue sustituido por un carnero. Este episodio ha dado lugar a
innumerables controversias. A nosotros sólo nos interesa resaltar la
significación profunda de la fe «abrahámica» en el Antiguo Testamento.
Abraham no se disponía a sacrificar a su hijo con vistas a obtener un resultado
preciso; no fue el suyo un caso como el de Mesá, Rey de los mohabitas, que
sacrificó a su hijo primogénito para forzar mágicamente la victoria (2 Re. 3.
27). Abraham no buscaba nada ni comprendía el significado del acto que le pedía
Dios. Tenía todos los visos de un infanticidio, pero para Abraham no lo era,
porque creía en la santidad, la perfección y la omnipotencia de Dios. Su fe le
aseguraba que no cometía ningún crimen, pero le resultaba imposible entender
el sentido de aquel acto. Sólo la fe le impulsaba a realizarlo, porque Abraham
se sentía atado a su Dios por la fe.
Esta fe o confianza en Dios, frente a la fuerza natural
de las cosas, marcó la fe de Israel para siempre. La certidumbre de que para
Dios todo es posible no hace sino traducir, simplificándola, la experiencia de
Abraham.