LEYENDA DE LAS PALOMAS MENSAJERAS
Cuentan que cuando los templarios comenzaron a estudiar la posibilidad de prepararse para extenderse por todas las tierras cristianas, lo primero que hicieron fue empezar a investigar ciertos secretos que el enemigo utilizaba con mucha utilidad y que ellos desconocían. El maestre, en aquellos tiempos Hugo de Payns, envió en comisión de servicio secreto al caballero André de Montbard durante unos meses a la ciudad de Bagdag, que era entonces la capital del imperio islámico, para que, disfrazado de comerciante, pudiera espiar la forma que el enemigo tenía de comunicarse entre sí a largas distancias.
Cuando el caballero André de Montbard regresó, el maestre apremió al recién llegado para que comenzara a relatarle los pormenores de su viaje, si había tenido éxito o había fracasado.
—Aunque en ello poco me va la vida, he podido hacerme con el secreto de las comunicaciones a larga distancia, señor —manifestó el caballero.
—¿Cuál es? —apremió el maestre.
—Algo que tenemos en Jerusalén en abundancia. La paloma.
—¿Cómo es posible? Explicaos —demandó el maestre.
—A la paloma se le coloca en la pata mediante una pequeña anilla de metal un mensaje, y ella lo lleva al lugar donde sea mandada.
—¿Cómo es posible? ¿De dónde saca la paloma esa habilidad?
—La habilidad de la paloma como recadera se debe a su instinto para detectar el palomar donde haya sido criada. Es decir, allí tienen varias jaulas y en cada una de ellas varias palomas que pertenecen a lugares diferentes. Lugares donde ellos tienen tropas que puedan ser informadas de cualquier peligro. La paloma posee un sentido de orientación que la impulsa a retornar siempre a su palomar de origen. Y no importa el tiempo. El animal puede estar volando incluso años, pero siempre llega de forma segura a su destino.
—¿Y cómo se orienta? —preguntó el maestre.
—Eso nadie lo sabe. Lo que sí os puedo decir es que después de ser echada al aire para que emprenda su viaje, la paloma da tres, cuatro o cinco vueltas, después toma el camino y ya no para hasta llegar a su destino.
—Extraño misterio. Contadnos ahora por qué habéis dicho que por poco no os va la vida en esta misión —solicitó el maestre.
—La cosa quedó luego en una broma, pero estuve a punto de ser apresado y muerto por espía.
—¿Qué ocurrió?
—Teniendo bajo mi poder la información que ya os he transmitido y estando preparado para regresar, vi venir a lo lejos una escuadra enemiga hacia donde teníamos el campamento. Presintiendo los tres árabes renegados que yo había contratado que aquellos soldados venían a por mí porque yo me había mostrado como un comerciante que no compraba ni vendía nada, y eso era muy sospechoso, comenzaron a temer por mi vida, pero como eran hombres de recursos dijeron que me esparara que ellos lo solucionarían. Mas la dificultad principal para mí era cómo poder escapar, teniendo que pasar por tantos pueblos enemigos que ya estarían prevenidos de mi presencia. A las dificultades que yo objetaba respondían que me dejase guiar, que ellos pensarían un medio para llevarme a un sitio seguro desde donde pudiera regresar a mi lugar de origen.
Y efectivamente, a los pocos minutos, dos de los tres árabes renegados que me acompañaban, después de pedirme una suma de dinero, se fueron y volvieron al poco con una carreta tirada por un buey y un ataúd encima de ella.
—Señor —me dijeron—, es preciso que os metáis en el ataúd, pues pensamos que sólo de esta forma podréis salvaros.
Subí para ver si cabía, y resultó estar bien proporcionado para mi estatura. Ya que además de ser suficientemente ancho, tenía bastantes agujeros para poder respirar.
Después de hablar entre ellos de cómo debía avanzar y comportarse el fúnebre cortejo, pusieron sobre la carreta todos los víveres que teníamos en el campamento y salimos sin ser molestados por nadie.
Allí, en aquel lugar del mundo, existe la costumbre de que si un hombre muere lejos de su hogar pueden los amigos trasladarlo hacia su casa, llevando para ello comida suficiente para el camino. Y, además, observan tanta veneración hacia los muertos que nadie se atreve a tocarlos, ni a detener su cortejo. Antes bien, todo el mundo, sea gobernador o soldado, deben abrir camino y mostrarse muy respetuosos al paso del fúnebre cortejo.
No siempre tenía que hacer de muerto. Pues cuando estábamos lejos de los ojos de nuestros enemigos, resucitaba y comía alguna cosa. Riéndome cada vez que me acordaba de los gritos desesperados que daban mis acompañantes por su fingido muerto sobre todo cuando había presencia de soldados delante de la carreta. Uno era el que guiaba la carreta y dos los que iban llorando y gritando detrás de ella.
Esta comedia de morir y resucitar duró tres días, justo hasta que llegamos a un lugar seguro para que yo pudiera seguir mi viaje sin ninguna dificultad ni peligro…