Habiéndome preocupado durante más de cuarenta años de ir coleccionando datos de todas las órdenes militares y religiosas que existieron en el mundo, y teniendo ya verificadas unas 370 —cuando no más—, me he tropezado muchas veces con personas que se han interesado por la orden que a continuación damos a conocer. Todas coincidieron en dar esta orden como existida y cierta, pero, ignorando, quizás, que esta es una orden de leyenda, es decir, que ha existido en la tradición histórica pero no en la historia real.
En el año de la Encarnación del Señor de MCLXXVIII fue donado por el rey de León el castillo de Ponferrada a la milicia del Templo de Salomón.
Cuando los frailes del Templo llegaron al castillo para hacerse cargo de su administración y gobierno, encontraron en su interior a un grupo de cereros (recolectores de cera) que, al carecer de local adecuado donde poder llevar a cabo la fabricación de las velas que ellos mismos manufacturaban, se habían instalado en una de las salas del castillo.
Los frailes del Templo de Salomón, en vez de decirles que abandonaran la estancia que ilícitamente habían ocupado, llegaron a un acuerdo con este grupo de artesanos.
El acuerdo fue el siguiente: los artesanos podrían seguir ocupando la sala que para ese menester habían ocupado, pero a cambio proveerían a los soldados del Templo de cuantas velas necesitaran para proporcionar a los peregrinos que por allí pasaran hacia Santiago de Compostela.
Las velas que los monjes templarios proporcionaban gratuitamente a los peregrinos, sirvieron, durante todo el tiempo que duró su estancia en el castillo de Ponferrada, para comunicarse continuamente con el Apóstol. Era como decir: «Apóstol santiago, esta vela que el peregrino pone ante tu altar le ha sido proporcionada por nosotros, para que sepas que el peregrino fue alimentado, curado y proveído por nuestros hermanos para mayor gloria de Nuestro Señor Jesucristo y para que por ello nunca te falten fieles agradecidos que vengan a festejarte y a darte eternidad mediante la LUZ».
Cuando los Templarios fueron extinguidos y desposeídos de todas sus propiedades, los artesanos, que habían convivido durante muchas generaciones con estos monjes, siguieron haciendo las mismas obras de caridad que en vida de los templarios hacían. Daban velas a los peregrinos, los alimentaban, los curaban y los proveían de algunas necesidades. Y puede que incluso se autonombraran como orden para seguir haciendo la piadosa labor que sus benefactores habían estado llevando a cabo en toda la zona, es decir, en Ponferrada, Bembibre, Valdecañas, y otros lugares vecinos.
Esta leyenda puede haber dado lugar a creer que hubo un día una Orden llamada de la Vela y que, además, fuese una orden que hubiese pertenecido a los hermanos del Templo de Salomón.
Hay veces que la leyenda, aunque haya mucha fantasía en ella, nos da a conocer un hecho real. Esta que traemos aquí, por ejemplo, se basa en un hecho real. Y la escribimos porque nos consta que hay muchas personas que ignoran que verdaderamente don Juan de Austria poseyó un león, que le fue regalado por el rey árabe Hamiza, cuando don Juan estuvo en Túnez.
El historiador don Luis Zapata de Calatayud, que vivió en aquella época, da fe de ello cuando escribe en su Miscelania, lo siguiente:
«Dióle don Juan a este león su mismo nombre de Austria, y de día y de noche no se quitaba de su presencia, como fiel capitán de su guardia. Siempre estaba echado ante él y con la barba en tierra, le ponía el pie encima y, como un lebrel, agradecido a tal favor, coleaba; estaba a su comer a la mesa, y comía de lo que el señor don Juan le daba. Y en la galería el esquife de ella era su morada, y cuando iba a caballo iba a su estribo como un lacayo, y si a pie, detrás como un paje. Y tal vez si se enojaba con alguno e iba a arremeter contra él, una voz de don Juan, diciéndole «¡Austria, tate; para aquí!», se ponía en paz y se iba a echar a su misma cama.
»Este hermoso y raro animal, partido el señor don Juan hacia Flandes, fueron tantos los gemidos y aullidos que dio, que puso a todos los de este reino gran maravilla y espanto, hasta que de pura tristeza de la ausencia de su amo, vino a acabarse».
En la Alcazaba sucedió a don Juan un muy extraño caso: Era este Alcázar muy espacioso y fuerte; tenía dentro de sus muros anchos patios claustrados, huertas, jardines y muy cómodas habitaciones, ricamente alhajadas a usanza morisca, con pavimentos y fuentes de mármol blanco. Eran estas habitaciones las de Muley Hamida, y allí se aposentó don Juan. Había en ellas una escalera de caracol que bajaba a un jardincillo muy fresco, con callecillas de arrayán y preciosos arriates de flores y naranjos, limoneros, membrillos y granados; más allá estaban los baños y tras ellos la parte vieja y ruinosa de la Alcazaba. El día después de su llegada bajó don Juan a ese jardín a la hora de la siesta en busca de fresco; acompañábale Gabriel Cervelloni, capitán general de la artillería y Juan Soto, y sentáronse en una especie de bancos de azulejos moriscos que a la sombra de unas espesas enredaderas había; el calor, la hora, el suave sosiego de aquel delicioso sitio y el rumor del agua que corría, tornaron pronto la plática desmayada, y sumiéroles en ese dulce embeleso que precede al sueño.
De repente saltó Cervelloni de su asiento echando mano a la daga, y otro tanto hizo don Juan Soto. Veían que por las callecitas de arrayán se adelantaba pausadamente un enorme león. Pareció el animal extrañarse a la vista de los tres personajes, y se detuvo un momento, mirándolos como sorprendido, con una pata en alto; mas prosiguiendo mansamente su camino, llegó a don Juan de Austria, que se había adelantado, y frotándose contra sus piernas como un perro, echóse humilde a sus pies.
Apareció entonces por el lado de los baños un esclavo nubiano, y explicóles con pintoresca mímica que aquel hermoso animal era un león domesticado para solaz del rey Hamida. Y que vivía familiarmente en la Alcazaba.
Acaricióle entonces don Juan. Y tal corriente de simpatía se estableció desde aquel momento entre el león de Austria y el león del desierto, que vino a ser éste el más fiel servidor de aquél.
A veces las leyendas son puestas en circulación para catequizar con sus ejemplos a los lectores. Para darnos cuenta de ello, les voy a narrar ahora la historia de un albacetense que hacía muchas locuras y todas ellas en contra de la Ley de Dios.
Para este mortal no valían razones ni autoridades. Su antojo era la única ley. Encerraba en su ser todas cuantas maldades hay en el mundo.
Don Juan de Mesa traía todas las cosas a contrapelo y violentadas. Tiraba a daño y no a provecho. ¿Cuándo dejaría don Juan de Mesa de hacer tamañas locuras y de caer continuamente en el pecado? —se preguntaba la gente—. Pero nada de todo lo que hacía parecía tener fin. Tenía una inicua facilidad para encadenar los daños, siempre apartándose del bien.
Su alma era un lóbrego secarral, batido por las constantes inclemencias de un viento de pasión; no cabía en él ni la leve alegría de una flor; todo eran matas de cardos punzantes, malas hierbas espinosas que servían para adornar al demonio. No había música de agua en su alma; un alma sin vigor ni lozanía, erizada sólo de pinchos agresivos, de pedregales picudos.
Sus palabras eran crueles, ásperas, maldiciones furibundas... Sólo eso era lo que arrastraba por el aire su reseca soledad, aridez pedregosa, sin agua, sin flores, sin pájaros.
Hombre malo y bárbaro era, pues, este don Juan. Lo que era justicia, lo que era perdón, lo que era misericordia y ternura, lo ignoraba. Entre los brazos de los siete vicios capitales se reclinaba satisfecho, sin atajarse los regalos y gustos.
Siempre estaba vertiendo ponzoña por la boca. No había basilisco que se le pareciera. Tanta era la ferocidad que mostraba en los ojos, que andaba como revestido del demonio. Pasaba muy a menudo los límites del furor y llegaba a los de la locura. Con sus desvergüenzas traía una gran alteración en la ciudad.
Sus amigos, sus groseros amigachos, no podían sino ser gente de la peor, cenagal pestilente de maldades y putrefacción, rufianes de toda laya y toda broza. Con ellos andaba constantemente en sus juergas. Muy a menudo se hallaba toda esta gentuza traspasada por la lujuria del vino.
Cuando se emborrachaban don Juan y los pelafustanes, sus constantes seguidores, eran como un volcán en erupción. La barrera de ningún respeto los contenía. Tenían ciego el entendimiento y saltaban sobre cualquier cosa respetable y santa para desbordarse impetuosamente en sus perversidades, con las que, a menudo, llegaban hasta el sacrilegio.
Las personas de vivir apacible, que tenían un concepto sereno de la existencia, encendían cirios a los santos para que les preservaran de ellos; rociaban agua bendita sobre los zaguanes de sus casas; enredaban rosarios y escapularios en las fallebas de las ventanas y en los cerrojos de las puertas.
En el silencio de las calles dormidas se oía noche tras noche ruidos de espadas en contienda; bruscos estampidos de caballos que salían al galope; largos gritos anhelantes de doncellas raptadas; carreras veloces de corchetes y belleguines; voces pidiendo socorro y favor a la justicia.
La gente vivía en una constante alarma. Esos hombres, de los que era cabeza el calvatrueno don Juan, andaban por Albacete con desenfrenada insolencia; no dejaban sosegar de día ni respirar de noche a las buenas gentes de la ciudad.
A la cola de los perros grandes le gustaba atar hachones embreados que encendían, y luego echar a esos animales empavorecidos a través de los trigos maduros con el fruto ya logrado, y así iban produciendo incendios, y con ellos causando miserias. Y a don Juan y a su perversa carpanta de bribones, ese fuego que arruinaba a muchos seres humildes, les producía grandísimo regocijo.
A la luz vaga del atardecer encontraron en una ocasión a un viejecillo sentado a la orilla del río Júcar, que en sosegada calma veía correr el agua. Le hablaron con soez grosería, y él les dio las buenas tardes con voz lenta y serena, y les miró con una bondad que encadenó a una amable sonrisa que descubría la paz de su alma de aldeano y, después, tornó a posar su vista en la corriente. Don Juan le tiró un lazo, luciendo su destreza de lazador, y apretando el nudo corredizo, echó la otra punta sobre el brazo de un árbol y, entre las risotadas festivas, subía y bajaba al desventurado viejo para que entrase y saliese del agua. Por fin soltó la cuerda que se deslizó rápida por la rama, y la corriente se llevó al viejo, dándole vueltas entre su ímpetu espumoso, sin que se pudiese valer de los brazos que estaban inmovilizados por un fuerte nudo. Y así llegó el infeliz hasta la muerte.
Una mañana iban de comilona esos terribles hombres a un célebre mesón que hay en Chinchilla de Monte Aragón, que está a unas pocas leguas de Albacete, llevaban ya dentro de la barriga el alma de muchas botellas. Cantaban a coro un loco romance, en cuyos versos bárbaros se hacia burla de cosas sagradas y santas.
El limpio azul de la mañana comenzó a enturbiarse con nubes que presagiaban lluvia. La pelafustanería de don Juan entró junto con él en una ermita muy famosa que hay justo a las puertas de Chinchilla para librarse del aguacero. La capillita, blanca y pobre, tenía en su altar la figura de santa María del Salvador y, junto a ella, un crucifijo amoratado donde la imagen de su hijo estaba crucificada. La cruz, negra, robusta, sostenía con grandes clavos al Salvador, desmelenado, con luengas barbas y muchas heridas que ofrecían el tremendo espectáculo del martirio. En las piernas y en los brazos se abrían lívidas llagas y corrían mil hilos de sangre que iban a enrojecer las manos enclavijadas y los pies, también contraídos de dolor en el postrer sacudimiento de la agonía.
Don Juan comenzó a alabar, por mofa y risa, a la imagen de santa María del Salvador y, luego, todos tomaron el crucifijo como entretenimiento. Uno de ellos, para aumentar la sangre, tomó unas flores de pétalos colorados, y después de dejarlas en un charco, le dio unas groseras chafarrinadas a la santa imagen; otro le echó lodo para que pareciese —según dijo— que acababa de llegar de un camino largo; otro, le colocó unos ridículos lazos verdes en las barbas y entre los pelos, y así, los más, fueron poniendo sus manos crueles en la dolorosa imagen del Señor.
Don Juan de Mesa tomó la ballesta que uno de sus amigos llevaba para cazar palomas, y plantándose muy abierto de piernas ante el altar, tomó bien la puntería y atirantando la cuerda del arco lo más que dio de sí, soltó la flecha hacia la encendida llaga del costado, pero en el acto don Juan dio un grito de angustia y de dolor que fue súbitamente ahogado por el eco de la ermita. Don Juan, de pronto, se desplomó de espaldas, muy ruidosamente. En su pecho estaba vibrando la saeta, bien clavada en su corazón.
Todos aquellos rufianes mostraban en sus rostros palidez y turbación de ánimo; sus ojos, que estaban agrandados por el miedo, iban de la imagen de santa María del Salvador a la de Cristo crucificado, y de la de Cristo crucificado al cadáver de don Juan de Mesa, que sangraba abundantemente. Las carnes de todos ellos temblaban de espanto.
Mientras tanto, afuera, el aguacero era grande, llovía con fuerza. Parecía que Dios descargaba todas sus aguas sobre la tierra.
Otras veces las leyendas se presentan en forma de crítica, y es sólo en estos casos, cuando vienen firmadas por el autor. El autor es una autoridad eclesiástica que riñe a las mujeres desobedientes y crítica su actitud del todo contraria a las normas morales de aquellos tiempos. Era creencia entonces que la mujer había nacido para ser fiel y obediente al marido, tener hijos, criarlos y educarlos.
Este relato está escrito por Alonso Martínez de Toledo (1398-1470), que fue Arcipreste de Talavera.
No es duda que la mujer es desobediente, por cuando si tú a la mujer algo le dijeres o mandases, piensa que ha de hacer todo lo contrario. Esto es ya regla cierta, y, por ende, el dicho del sabio Tolomeo es verdadero, que dijo, hablando de la mujer: «Si a la mujer le es mandado cosa vedada, ella hará cosa negada».
Pero por venir más en conocimiento de ello, he de ponerte aquí algunos ejemplos.
Un hombre muy sabio vivía en una ciudad muy grande. Éste tenía una hermosa mujer y de gran linaje, y ensoberbecida de su hermosura, como mal pecado hacen algunas, cometió contra el marido adulterio, siendo de muchos amada y aun deseada, tanto que del fuego hecho hubo de salir humo. El buen hombre sintió su mal, y obrando sabiamente, mejor que algunos que se dan con la cabeza en la pared, dejó pasar un día, y diez y veinte, y pensó cómo pondría remedio a dicho mal. Pensó: «Si la mato, soy perdido, que tiene dos cosas por sí: parientes que procederán contra mí; nadie debe tomar la justicia por sí sin conocimiento de derecho y legítimos testigos, dignos de fe y buenas probanzas, con instrumentos y otras escrituras auténticas, y esto delante de aquel que es por la justicia del rey presidente o gobernador, corregidor o regidor, y ninguno por sí debe tomar venganza ni punir a otro ninguno. Y, según esto, pues yo por mí, sin probanzas, no lo puedo
hacer; ítem más: los parientes dirán que se lo levanté por matarla y quererme con otra de nuevo unir, he de tenerlos por enemigos.» Pues visto todo lo susodicho y los males y daños que de ello pudieran venir, no la quiso matar por su mano, por no ser destruido; no la quiso matar por vía de justicia, que sería difamado. Fue sabio y usó de artes, según el mundo, y aunque, según Dios, escogió lo peor; pero pensó acabar con ella por otro camino, que él sin culpa estuviese en el mundo, aunque no en Dios, según dije. Por cuanto el que da culpa al daño y por su razón se hace, tenido es el daño; pero él quiso que pareciera ella ser causa de su propia muerte. Y, por tanto, tomó ponzoñas confeccionadas y mezclólas con el mejor y más odorífero vino que pudo hallar; por cuanto a ella no le amargaba el buen vino, y púsolo en una ampolla de vidrio y dijo: «Si yo pongo esta ampolla donde ella la vea, aunque yo le mande cuidar de no beber esto, ella, como es mujer, hará lo que yo le vedaré y no dejará de beber de ello, y así morirá». Dicho y hecho. El buen hombre sabio tomó la ampolla y púsola en una ventana donde ella la viese. Y luego dijo ella. «¿Qué pones ahí marido?». Respondió él: «Mujer, esta ampolla; pero mándote y ruego que no gustes de lo que dentro tiene, que si lo gustas morirás».
Así como nuestro Señor dijo a Eva. Y esto lo dijo en presencia de todos los de su casa, porque fuesen testigos. Y luego hizo que se iba. Y aún no estuvo en la puerta, cuando ella tomó la ampolla y dijo: «Quemada me vea si no veo qué es». Y olió la ampolla y vio que era vino muy fino, y dijo: «Tómate allá, que marido y que solaz. De esto dijo no gustase yo. Pascua mala me dé Dios si quedo con esta manzanilla. No quiera Dios que él solo la beba, que las buenas cosas no son todas para boca de rey.»
Dio con ella en la boca y bebió un poco, y luego cayó muerta.
Cuando el marido sintió las voces, dijo: «Dentro yace la matrona».
Luego entró corriendo el marido mesándose las barbas, diciendo en altas voces: «¡Ay, mezquino de mí». Pero por bajo decía: «¡Qué tarde lo comencé». Y en altas voces seguía diciendo: «Cautivo, ¿qué será de mí?». Y en su corazón decía: «Si no muere esta traidora».
Luego tiraba de ella, pensando que se levantaría; pero acabó allí sus días.
Pues ved aquí como la mujer, por no querer ser obediente, hizo primero lo que le vedaron, y murió como otras por esta guisa mueren.
Otra mujer era muy porfiada, y con sus porfías no daba vida a su marido. Un día imaginó cómo con toda su porfía le daría mala postrimería el marido, y dijo: «Mujer, mañana tengo convidados a cenar: ponnos la mesa en el huerto, en la ribera del río, debajo del peral grande, para estar cómodos.
Y la mujer así lo hizo. Puso la mesa y compuso una buena cena y sentáronse a cenar. Y traídas las gallinas asadas, dijo el marido: «Mujer, dame ahora ese cañinueto (cuchillo pequeño) que en la cinta tienes, que este mío no corta más que marzo.
Respondió la mujer: «¡Huy! Amigo, ¿dónde estáis? No es cañinueto que son tijeras».
Dijo el marido: «Ahora en mal punto, ¿del cañinueto me haces tijeras?»
La mujer dijo: «Amigo ¿qué es de vos, que tijeras son, tijeras?»
Cuando el marido vio que su mujer porfiaba y que su porfía era por demás, dijo: «¡Líbreme Dios de esta mala hembra! Aún en mi solaz porfía conmigo.»
Púsole el pie y echóla al río, y luego comenzó a zambullirse bajo el agua y vínosele a las mientes que no dejaría su porfía aunque fuese ahogada; muerta, sí, pero no vencida. Comenzó a alzar los dos dedos fuera del agua, meneándolos en forma de tijeras, dando a entender aún que eran tijeras, y se fue ahogando río abajo.
Los convidados tuvieron de ella gran pena y pesar, y comenzaron a correr río abajo, por ir a socorrerla, y el marido dióles voces: «Amigos, volved, volved, ¿dónde vais y cómo no pensáis que, como es porfiada, aún porfiará contra el río y tornará sobre él, agua arriba, contra voluntad o curso del río?»
Y mientras que ellos se volvieron río arriba, pensando que lo decía de verdad, la porfiada con su negra porfía, porfiando mal acabó.
Esta clase de literatura se redactaba principalmente, como ya dije antes, para educar a la mujer en la obediencia ciega hacia su cónyuge, de tal forma que, como hemos podido comprobar, si el hombre decía que lo que la mujer llevaba en la cinta era un cuchillo pequeño y no unas tijeras, aunque el marido estuviese equivocado, era un cuchillo pequeño y no unas tijeras. La mujer siempre tenía que dar la razón al varón. Si no lo hacía, era una hembra porfiada y desobediente.
Desde estas páginas alabamos el coraje de aquella mujer que, aunque no podía hablar porque se estaba ahogando, defendía su razonamiento sacando los dedos fuera del agua y moviéndolos como si fueran tijeras.
En el año del Señor de 1212 fue creada la orden de los hermanos hospitalarios de Burgos por el rey de Castilla don Alfonso VIII, llamado el Bueno. Y dicen que la fundó para dar gracias a Dios por haber vencido en la batalla de las Navas de Tolosa —gracias al milagro que el Todopoderoso tuvo a bien obrar en favor de los cristianos—, y en recuerdo de la milagrosa aparición de Nosa Señora da Barca al apóstol Santiago, que tanta semejanza guardaba con el milagro que se había obrado en la mencionada batalla.
Dice la leyenda, y toda leyenda tiene siempre algo de verdad tras de sí, que en la batalla de las Navas de Tolosa los musulmanes triplicaban en hombres a los ejércitos cristianos. Y que este suceso provocó un gran temor entre los soldados que luchaban bajo las órdenes de los reyes españoles. Miedo que estaba fundamentado, además de por el gran número de soldados árabes, porque los cristianos se hallaban en un lugar desprotegido, poco estratégico militarmente y muy difícil de defender.
Parece ser que cuando las tropas españolas estaban dispuestas a retirarse, apareció un pastor que nadie pudo explicar de dónde había salido, que dirigiéndose directamente al rey don Alfonso VIII, le dijo que él los guiaría hacia un lugar desde donde las fuerzas allí reunidas podrían atacar al enemigo con toda clase de garantías. El pastor —según dicen unos—, o el labrador —según otros—, guió a las tropas hacia un paraje tan solitario y difícil de sorprender, que atacando desde allí, cogieron por sorpresa a las huestes musulmanas, que ya se habían relajado por creer que los cristianos se habían marchado, y sin apenas esfuerzo ni bajas importantes, vencieron al enemigo.
Cuando el monarca, una vez terminada y ganada la batalla, quiso encontrar al labrador para darle las gracias, éste había desaparecido. Y por más que preguntó el Rey a sus soldados y oficiales, nadie pudo darle razón de dónde estaba o por dónde se había ido.
De allí se dirigió el Rey a la parroquia de San Andrés para dar gracias a Dios por tan portentosa e incomprensible victoria. Y dicen que una vez dentro del templo, al observar el cuerpo incorrupto de san Isidro Labrador, pudo reconocer en la faz de este santo madrileño al pastor que los había guiado hacia la victoria. Y en agradecimiento a tan enorme favor, el monarca regaló a la parroquia un arca labrada en madera, como recuerdo de este memorable hecho.
Desde entonces mucha gente se ha venido preguntando por qué el Rey regaló un arca y no otro objeto más sagrado, y la respuesta es porque el arca simbolizaba en aquel momento todo lo que a las tropas españolas les había acontecido. Es decir, el arca simboliza la morada protegida por Dios, el santuario que garantiza la pervivencia del hombre: el pastor los llevó a un lugar protegido, y todos ellos fueron preservados de la muerte.
Este Rey, que accedió al trono en el año 1158 con sólo tres años de edad recién cumplidos, era un ferviente devoto del apóstol Santiago.
Muchas fueron las leyendas que durante su vida le acontecieron, pero fueron aún más las que en su niñez oyó de boca de sus guías y de sus maestros el joven Rey. Muchas fueron, como digo. Pero las que quedaron siempre en su memoria, las que durante toda su vida le acompañaron, y a cuyos recuerdos debemos, como ya se ha dicho, la creación de la orden de los hermanos hospitalarios de Burgos, fueron las que recordaban la aparición de Nosa Señora da Barca, en Muxia, Galicia, y la asombrosa presencia en España del Apóstol Santiago.
Junto a la mesa de su maestro, quizás de todos, el que más influyera en él, el joven Rey oiría extasiado aquella sagrada leyenda que andaba de boca en boca, de cómo estando un día el apóstol Santiago sentado junto al embravecido mar gallego, afligido porque le era muy difícil cristianizar aquellas tierras espaciosas y de ciudades y pueblos tan distantes entre sí, vio venir hacia él a la Madre de Nuestro Señor Jesucristo, de pie sobre una barca de piedra, que le dijo:
«Hijo mío, debes hacer que este lugar sea para mí consagrado. Yo haré que a él asistan hijos de todos los lugares del mundo para que sean cristianizados. Y protegeré además a los marineros de los peligros del mar y de los males de la tierra.»
Y dicho esto, la Virgen desapareció en el aire dejando la barca de piedra sobre la playa como garantía de su promesa.
De boca de algún otro maestro oiría también el joven Rey de qué forma tan extraña fue traído a España el cuerpo del apóstol Santiago por sus discípulos, en una barca de piedra; siendo después transportado a un seguro escondite que había sido preparado ex profeso para ocultar el cuerpo y preservarlo así de las grandes persecuciones a las que estaban sometidos los seguidores de Cristo por aquellos tiempos.
¡Piedra! ¡Piedras! Siempre la piedra en la mayoría de las historias y leyendas del apóstol Santiago, así como en todos sus milagros. Quizás por ello fuesen elegidos para albergar la orden de los hermanos hospitalarios de Burgos, maestros canteros de indiscutible experiencia en el mármol y en la piedra, y destacados terapeutas que conocían las propiedades curativas de las hierbas y de las piedras.
Antes de la Edad Medía, el culto a las piedras estaba muy enraizado con la cultura Celta, pero para las personas que habitaron en la Edad Media, las piedras eran el símbolo del fin de la tierra conocida, y por ello fue llamado así el Finis Terrae, que como todo el mundo sabe fue tomado por el fin de la tierra conocida. Y algo de cierto debe haber en todo esto porque, aunque este historiador no lo comparta, hay quienes sitúan las aras sextianas, que Plinio cita en sus escritos, precisamente en el Cabo Finisterre.
Diremos aquí, para aquellos que no lo sepan o lo hayan olvidado, que las aras sextianas eran tres rocas, en las que algún tallista antiguo había grabado extrañas figuras, con el fin de que por ellas se rindiera culto al emperador romano en lugares alejados.
Y también diremos que estas aras eran construidas solamente en zonas conocidas como telúricas.
Deben saber ustedes que hay lugares en la tierra que, por su naturaleza particular, disponen de unas fuerzas ocultas y extrañas que son beneficiosas para la salud humana. De hecho, muchos médicos antiguos alcanzaban a saber que la salud de sus pacientes dependía en buena parte del sitio donde vivieran, del calor, del frío, del viento, de la lluvia y de otros muchos elementos a los que conocían, pero que les era imposible describir y darles nombre.
El «Corpus Hippocraticum», un tratado de medicina que se hizo muy famoso en siglo IV antes de Jesucristo, y que era, asimismo, referencia casi bíblica para cualquier médico que viviera en aquella época, habla, aunque de una forma velada, en muchas ocasiones de estas fuerzas telúricas, diciendo que son considerablemente beneficiosas para sanar todas las enfermedades, y con mayor eficacia las que afectan directamente a los entresijos profundos del alma.
La búsqueda de estas fuerzas es muy antigua. Mucho antes de que naciera Jesús de Nazaret, ya eran buscados estos lugares por eremitas y monjes para quedarse a vivir, en el caso de los primeros, o para fundar comunidad, en el caso de los segundos.
Los esenios fueron verdaderos expertos en la dominación de esta técnica. Esta hermandad fue fundada allá por el año 160, antes de Jesucristo, por un grupo de anacoretas que tenían ideas contrarias a las doctrinas que se derivaban de las santas escrituras. En el tiempo en que Jesús de Nazaret nació, sus miembros eran más de seis mil repartidos por todas las tierras de Israel.
Más tarde, la búsqueda de estos lugares privilegiados, fueron también cultivadas por los monjes españoles, que encontraron la revelación de estos secretos en los diferentes libros sagrados que traducían.
El Neviim, el libro de los profetas hebreos, como Josué, Isaías, Jeremías, Amós, Nahum, Oseas, Malaquías... Que trata de anunciar al pueblo y a los reyes mensajes en nombre de Dios, que podía tratar sobre la observancia de la ley, de las normas de comportamiento, del provecho de los consejos y de los anuncios de paz y salvación, que fue traducido por los monjes directamente del arameo, y cuyo texto guardaron en secreto, transmitiéndose sólo de obispos a abades y de abades a priores bajo el más estricto secreto, encontraron los monjes el siguiente texto:
«Donde sientas tu alma tranquilizada, y haya lucidez en tu discernimiento, donde el silencio se mezcle con el rumor del agua, el trinar dulce de los pájaros y el tenue volar de los insectos, allí será donde deberás quedarte si ambicionas alcanzar la sabiduría, la salud o la santidad. Hay pocos sitios sobre la tierra que respondan a esta profusión de dones, pero si alguna vez lo encuentras, habrás hallado el punto donde la tierra está concebida para facilitar al hombre el dialogo directo con Dios...»
Bajo la tierra de estos especiales lugares brotan aguas subterráneas que, más tarde o más temprano, terminan formando fuentes. De ahí que en la mayor parte de las leyendas de los eremitas que luego terminaron siendo santos, haya siempre una fuente. Estas impetuosos corrientes de agua que nadie advierte por estar bajo tierra, se hallan siempre acompañadas de potentes torbellinos de aire que, al juntarse con el rocío que el agua forma, se elevan ambos —aire y vapor—, hacia el exterior dando, con su medicinal naturaleza, regocijo a los animales, vida a las plantas y salud a las personas que viven o visitan estos lugares.
Si alguna vez, mi apreciado lector, pasas por algún lugar donde, de pronto y sin explicación alguna, se te erice el vello del cuerpo, haz averiguaciones porque estamos seguros que te habrás encontrado con uno de estos lugares.
Sobre la base de estas leyendas que al rey Alfonso VIII gustaron tanto y tanta devoción tenía por ellas, fue creada la orden de los hermanos hospitalarios de Burgos. Y fue fundada con las misiones siguientes: cuidar, socorrer y defender a los peregrinos que se dirigían hacía el sepulcro del santo apóstol Santiago y, asimismo, cuidar, socorrer y defender a los peregrinos que se dirigían hacia el templo de Nosa Señora da Barca, para luego llegar hasta el fin del mundo.
Las dos bases de estos caritativos caballeros estaban, una en Burgos, donde había un hospital para atender a los enfermos, una cocina para dar de comer a los hambrientos, un dispensario para curar a los heridos y a los dañados por mordeduras de perro, y una patrulla de soldados constante en el camino para defender a los peregrinos de los ataques de los ladrones; el otro hospital se encontraba en Corcubión, una pequeño localidad que pertenece al partido judicial de Finisterre, cuyo territorio, mágico y paradisíaco, se encuentra adornado por la ría de Corcubión. Y en este entorno apacible y silencioso, se hallaba, como ya hemos dicho antes, el otro hospital que era atendido también por estos caballeros, con los mismos auxilios y prestaciones que solían ofrecer en el dispensario de Burgos.
Como muestra de la certeza de lo que aquí estamos afirmando, valgan pues los múltiples documentos, minutas, cartas y oficios que sobre los informes de las excavaciones que se están llevando a cabo desde el año 1800 en las minas de Limeiro, cerca del dolmen de San Martín de Meano, que es partido de Corcubión, obran en poder de la Real Academia de la Historia. Allí se han encontrado desde entonces hasta ahora, objetos tan dispares en cultura y tiempo, como pequeñas hachas de bronce del año 700 aJC., y espadas de acero del siglo XIII.
La divisa de esta orden era una cruz esmaltada en rojo, muy parecida a la de Calatrava, con un castillo almenado esmaltado de oro, mazonado de sable y aclarado en azur. O sea, ¡fíjense ustedes qué casualidad!, igual que el escudo heráldico de Castrojeriz.
No es de extrañar pues, que el castillo que mostraban estos caballeros con tanto orgullo en el centro de su divisa, fuese el castillo de Castrojeriz, que se encuentra en el camino de Santiago, y donde tomaron parte en su reconstrucción los mejores constructores y ensambladores de piedra de la orden de los hermanos hospitalarios de Burgos. Decimos reconstrucción porque el lugar donde hoy se levanta tan maravilloso castillo, fue antes morada de celtas; después, fuerte de romanos; y más tarde, defensa de árabes.
La romería que en aquellos tiempos se celebraba para festejar la aparición de Nosa Señora da Barca, era la más popular y concurrida que se conmemoraba en la hoy conocida como Costa de la Muerte. Y era vigilada, protegida y asistida sanitariamente, durante todo su recorrido, por los hermanos hospitalarios de Burgos.
Según nos dicen algunas epístolas de la época, que nosotros hemos estudiado y que proceden de diversas fuentes, predominando en ellas el archivo histórico de la catedral de Burgos, estos piadosos hermanos tuvieron que trabajar mucho para mantener el orden público durante el largo recorrido que la procesión cumplía, ya que a ella acudían peregrinos enfermos de todas las provincias de España, la mayoría de las veces acompañados de familiares afectados también de alguna enfermedad. Pues era creencia generalizada en aquellos tiempos, y creo que en estos también, que los afectados de la locura se volvían cuerdos, que los malos de garganta se restablecían, que los que tenían verrugas se les caían en el acto y que los endemoniados quedaban libres de su diabólico huésped en un instante si asistían a la romería primero y cumplían con el ritual de la piedra después.
La gente acudía en aquellos tiempos con más fe a buscar estas clases de cura que a los médicos. En primer lugar, porque los médicos cobraban muy caro; y en segundo lugar, porque los enfermos, sobre todo los que se creían locos, eran metidos en hondos agujeros que se excavaban en la tierra para que no pudieran salir. Desde arriba, un sanitario o funcionario del Rey, le echaba la comida y les llenaba los depósitos de agua.
Ante esta cruel forma de atención, unos ciudadanos valencianos, haciendo mucho hincapié en que en la cofradía que ellos querían fundar no serían admitidos caballeros, clérigos, monjes o juristas, pues bastantes hospitales habían ya atendidos por esta clase de señores privilegiados, solicitaron del Rey les fuese concedida licencia para construir un hospital para atender a esta clase de enfermos. El documento de solicitud, es el siguiente, y está sacado del «Fragmento del Real Privilegio de Constitución otorgado por Martín el Humano», que se encuentra en el archivo histórico provincial de Valencia:
Por ser obra de misericordia y muy pía atender a los que tienen de ello necesidad, no solamente corporal, por atrofia, debilidad, falta de miembros o enfermedad, y más aún si es mental, por debilidad de juicio o discreción, por ignoscencia, locura u oradura, ya que estos seres ni pueden ni saben subvenir a su vida aunque sea robusta y fuerte en su cuerpo, pues están constituidos en tal ignoscencia, locura u oradura, su libre trato con las gentes origina daños, peligros y otros inconvenientes, pensando en estos enfermos, diez ciudadanos de Valencia, llamados Fernando García, Juan Armenguez, Francisco Barceló, Pedro Zaplana, Jaime Domínguez, Esteban Valenza, Sancho Calvo, Bernardo Andréu, Pedro Pedrera y Pedro de Bonia, de acuerdo los diez en atender su necesidad, quieren construir una casa en la mencionada ciudad con tal fin, si por su Alteza el Rey le son acordadas graciosamente los siguientes capítulos:
Principalmente que los mantenedores de tal benéfica institución sean diez ciudadanos, mercaderes o de similar condición, pero que no puedan serlo presbíteros, caballeros, dignificados por generosidad o paratge, juristas o notarios. Y no porque cada uno de estas clases no merezcan las mayores preeminencias y honores, sino porque dicha obra debe ser totalmente laica y de hombres llenos en lo tocante a la categoría, jurisdicción y toda clase de actos, y no de los mencionados estamentos. Por ello les parece razonable y quieren que así sea perpetuamente, sin admisión ni comisión de los antes mencionados, y ajustándose a este sentido, si alguien después de admitido fuese armado caballero, ordenado presbítero, investido de hábito religioso, privilegiado con generosidad o paratge, o hecho jurista o notario, sea ipso facto excluido de la cofradía y no pueda en adelante volver a ser admitido.
Asimismo que cada uno de los diez que actualmente entienden y quieren construir dicha casa y Beneficencia, y cada uno de los que a la muerte de algunos de los cofrades le subrogue o sea admitido, tenga a bien dar y de hecho dé, en su recepción 500 sueldos reales de Valencia, o menos si así se convino, y no pueda ser antes recibido. Mas si de hecho lo hubiese sido ya, sea como no admitido aún mientras no haya entregado dicha cantidad al contado, cuyas monedas serán libradas al Mayordomo de la casa y servirán para los usos y necesidades de los ignoscentes, locos y orates del hospital solamente y no para otros fines.
Como decíamos antes, los peregrinos que acudían a la romería de Nosa Señora da Barca, estaban afectados de diversas enfermedades, mayormente de la enfermedad de la locura, e iban con la sola idea de acompañar a la Virgen primero y de someterse al ritual de la piedra después. Este ritual consistía, y todavía sigue consistiendo, en ir a la piedra adecuada, según la enfermedad padecida, y cumplir con el precepto apropiado. Por ejemplo, quienes sufrían de los huesos o del riñón tenían que pasar un número de veces, nunca inferior a tres, por debajo de la «Pedra dos Cadrís», que según la leyenda pertenece a la barca de la Virgen; los que padecían del mal de la posesión o locura, tenían que subirse sobre el borde de «a Pedra de Avalar», e intentar que se balanceara o, como mínimo, que emitiera su característico chirrido, pues tanto el balanceo como el chirrido se producía solamente para comunicar al público en general y a los familiares que el enfermo había quedado libre de todo su mal. Según la leyenda, esta piedra corresponde a la vela de la barca de la Virgen, y queremos hacer constar que mide nueve metros de largo y tiene más de treinta centímetros de grosor. Y, además, es la que avisa a los marineros de los temporales para preservarlos de los peligros del mar, tal como la Virgen le prometió al apóstol, o sea, cuando la piedra se desplaza de su lugar, el pescador sabe que ha sido avisado para ponerse a salvo.
Los que tenían verrugas o algún mal en las manos o en la garganta, podían curarse frotándolas con la «Pedra do Timón», que corresponde al timón de la barca de la Virgen.
Durante el tiempo que duró esta orden, se originaron a su alrededor muchos mitos y leyendas, una de ellas, por venir a darnos la razón sobre lo dicho, dice lo siguiente:
Las elecciones de maestres que mandaban los conventos o encomiendas, durante la Edad Media, y en todas las órdenes de caballería, se convertían en grandes acontecimientos, ya que no sólo era de interés entre los miembros de la colectividad, sino además del Papa, del Rey y de los números curiosos que vivían por los alrededores.
Ocurrió que un día se celebró entre los hermanos hospitalarios de Burgos un capítulo general para elegir maestre provincial, en el que resultó elegido el hermano Lázaro de Oscha, hombre de reconocidos méritos y todos le dieron la obediencia sin mayores protestas.
Pero el candidato perdedor, fray Domingo de Benavente, no aceptó su derrota y envió al Rey a su escudero para que fuera a darle cuenta de las irregularidades que estaban sucediendo.
Fray Domingo de Benavente tenía mucha influencia con el Rey, pues ya había librado varias batallas en su defensa. Por ello, el Rey en una orden que fue mandada al convento, anulaba las elecciones realizadas y ordenaba efectuar unas nuevas. Y para este menester nombró a un conde primo suyo como juez en comisión especial y presidente del capítulo que se iba a realizar.
En cuanto fray Domingo de Benavente tuvo en sus manos estos pliegos, aprovechando que el provincial elegido andaba visitando los conventos del sur, se fue directo a Santiago de Compostela, a donde se encontraba el arzobispo, que en esos momentos tenía la máxima autoridad sobre la orden, y luego de notificarle las disposiciones del Rey, le exigió que le reconociera como máxima autoridad de la orden de los hermanos hospitalarios de Burgos.
El arzobispo, con muy buen criterio, fue a visitar al adelantado del Reino, y a los miembros de la Real Audiencia, quienes le aconsejaron que mientras no se aclarase el asunto, que no entregara el cargo.
Hasta el caballero fray Lázaro de Oscha llegaron noticias de lo que estaba ocurriendo en Santiago, por lo que agarró su caballo y partió hacia la capital, no sin antes avisar a todos los caballeros y superiores de los otros conventos de que se viniesen a Santiago, porque correspondía realizar un nuevo capítulo.
Cuando estuvieron reunidos en el refectorio para celebrar el nuevo capítulo, fray Lázaro de Oscha, manifestó a las autoridades que si lo veían bien, ya que la nueva elección era un tanto irregular, que en vez de ser nuevamente votados los candidatos por los presentes, fueran elegidos por el mismo Dios. Para ello, propuso fray Lázaro de hacer la prueba en a pedra de avalar, ya que esa nueva elección era cosa de locos y no de cuerdos. Quien de los dos candidatos lograra hacer mover la piedra o consiguiera que emitiera su característico chirrido, sería el elegido.
Tanto a los juristas como a los eclesiásticos que estaban representando al Rey y a la Iglesia, les pareció una idea muy buena la de fray Lázaro. Pues, llevándola a efecto, no serían ellos quienes se pronunciaran por uno u otro candidato, con el consiguiente peligro de echarse encima la enemistad del que no fuese elegido. Si la elección la hacía Dios, todos la acatarían.
Fray Lázaro de Oscha había propuesto este modo de elección pensando —con mucho juicio—, que la enorme piedra no se movería ni con él ni con su adversario, por mucho esfuerzo que ambos hiciesen para ello.
Con este insólito plan, el buen fraile quería conseguir que ni fray Domingo de Benavente ni él fuesen elegidos. De esta forma, el jurado allí congregado por orden del Rey, tendría que tomar la decisión de elegir otro candidato de entre los hermanos presentes. Pues, tal como decía el refrán y fray Lázaro aceptaba: «Favorecer a un bellaco, es como echar agua en un saco».
Cuentan que el primero a quien le cupo la suerte de subir a la piedra fue a fray Domingo de Benavente. Y dicen también que, aunque otras veces se había subido muy fácilmente, no podía ésta encaramarse al loma de la gran piedra. Una vez y otra lo estuvo intentando, pero todas las pruebas fueron inútiles.
Tocado el turno a fray Lázaro de Oscha, dicen los testigos que de un salto, sin hacer ningún esfuerzo, como si un ángel invisible lo hubiera tomado en sus brazos, se encontró de pronto sobre la húmeda superficie de la enorme piedra. Y siguen diciendo después que, una vez arriba, la piedra comenzó a balancearse como nadie nunca la había visto oscilar antes, al mismo tiempo que salía de su interior una voz que, durante todo el tiempo que el caballero fray Lázaro estuvo encima de ella, repetía sin cesar:
Sólo me mueve la fe, el amor y la honestidad.
Al ver y oír tal prodigio, los presentes cayeron de rodillas y, como si todos hubieran sido movidos por el hilo de una misma ballesta, comenzaron a rezar y a dar gracias a Dios.