HISTORIA DE LA INQUISICIÓN
INTRODUCCIÓN
Suele ocurrir con mucha frecuencia que cuando
reflexionamos sobre algún descubrimiento, invento o publicación que
posteriormente haya podido ser dañino para la humanidad, tendemos a presuponer
que sus descubridores, inventores o difusores fueron plenamente culpables de sus
perjudiciales efectos, cuando en la mayoría de los casos no es así. Dos
ejemplos que valdrían para dar la razón a este alegato podrían ser con todo
derecho los de Alfred Nobel y Albert Hofmann.
Alfred Nobel no se percató de que su invento era
inhumano y cruel hasta que, después del descubrimiento de la dinamita en el año
1867, fue advirtiendo cómo el hombre incorporaba su hallazgo a las guerras,
produciendo con ello un notable acrecentamiento de víctimas: muertos, viudas,
huérfanos, ciegos y, sobre todo, inválidos que quedaban desde ese momento en
adelante a expensas de sus familiares. Y si su abatimiento de ánimo fue grande
y doloroso, observando estas guerras de poca importancia, tales como la del Pacífico
(1879-1884); la de Cuba, que comenzó en el año 1895, un año antes de su
muerte; la de la Triple Alianza (1865-1870); la Franco-Prusiana (1870); y la de
la independencia Hispanoamericana del año 1868, más conocida como «La
Gloriosa» y «La septembrina», que supuso el destronamiento de la
reina Isabel II de España..., cuánto no hubiese sufrido este ilustre científico,
si en vez de morir en el año 1896, hubiera llegado hasta 1914 —sólo 18 años
más tarde—, para ser testigo de la Primera Gran Guerra Europea, ya que
durante los cuatro años que duró, hubo diez millones de muertos identificados,
tres millones de desaparecidos y trece millones de víctimas entre la población
civil. El total de las víctimas ascendió a 26 millones, a las cuales hubo que
agregar ocho millones de inválidos y veinte millones de heridos, así como
ochocientos mil muertos de hambre, un número incalculable de enfermos, de
arruinados y de niños que quedaron huérfanos...
Albert Hofmann, descubridor por casualidad del LSD
(dietilamida del ácido lisérgico), tampoco se dio
cuenta de lo peligroso que era su hallazgo hasta que un día lo experimentó
accidentalmente en sí mismo. Cuando había encontrado el vigésimo quinto
compuesto de la sustancia que estaba investigando (los alcaloides del tizón del
centeno con el fin de crear un estimulante de la respiración y de la circulación
humana), cayeron sobre una de sus manos unas gotas del compuesto. Consciente o
inconscientemente, Hofmann se las limpió con la legua. Lo que ocurrió después,
lo cuenta el mismo científico en su libro titulado: «Historia del LSD».
En uno de sus párrafos dice el doctor:
El mareo y la sensación de desmayo que comencé a sufrir se volvieron tan
fuertes, que ya no podía mantenerme en pie y tuve que acostarme en un sofá. Mi
entorno se había transformado ahora de modo aterrador. Todo lo que había en la
habitación estaba girando, y los objetos y muebles familiares adoptaron formas
grotescas y amenazadoras. Se movían sin cesar, como animados, llenos de un
desasosiego interior. Apenas reconocí a la vecina que todos los días venía a
traerme leche. No era ya mi vecina,
sino una bruja malvada y tortuosa con una mueca de colores. Pero aún peores que
estas mudanzas del mundo exterior eran los cambios que sentía en mí mismo, en
mi íntima naturaleza. Todos los esfuerzos de mi voluntad de detener el derrumbe
del mundo externo y la disolución de mi parecían infructuosos. En mí había
penetrado un demonio y se había apoderado de mi cuerpo, mis sentidos y el alma.
Me levanté y grité para liberarme de él, pero luego volví a hundirme
impotente en el sofá. La sustancia con la que había querido experimentar me
había vencido. Ella era el demonio que triunfaba haciendo escarnio de mi
voluntad. Me cogió un miedo terrible de haber enloquecido. Me había metido en
otro mundo, en otro cuarto con otro tiempo. Mi cuerpo me parecía insensible,
sin vida, extraño. ¿Estaba muriendo? ¿Era el tránsito de la muerte? Por
momentos creía estar fuera de mi cuerpo y reconocía claramente, como un
observador externo, toda la tragedia de mi situación. Creí con toda mi alma
que moriría sin despedirme de mi familia...
Sirvan los dos ejemplos mostrados, para llegar a
la conclusión de que el papa Gregorio IX, igual que los anteriores, no tenía más
intención cuando publicó la bula de institución de la Inquisición oficial de
la Iglesia, que la de combatir a los innumerables herejes que estaban
proliferando y extendiéndose en Francia desde hacía ya más de noventa y seis
años de una forma bastante alarmante. Aquellos eran otros tiempos. Infinidad de
escritos papales y concilios afirmaban que fuera de la Iglesia Católica no había
salvación. Y las palabras que san Pablo pronuncia en 1Timoteo, 1, 9, pesaban en
las mentes de los católicos como una losa: La ley no ha sido puesta para el
justo, sino para los rebeldes e insubordinados, para los herejes y pecadores,
para los irreverentes y profanos, para los parricidas y matricidas, para los
homicidas...
En
el Concilio de Tours, que fue celebrado en el año 1163 y presidido por el papa
Alejandro III, ya se vieron obligados los prelados asistentes a redactar un
Canon que decía lo siguiente:
ASV. Registro de los romanos pontífices. Concilio de Tours. Alejandro III.
Legajo 4, número 10
Que todos
eviten la comunicación con los herejes albigenses.
Hace algún tiempo surgió en la
región de Toulouse una herejía que, extendiéndose como una mala enfermedad
por los lugares cercanos, ha contagiado a muchas personas de gasconia y de otras
provincias. La mencionada herejía, imitando a la serpiente que se oculta entre
sus propios anillos, cuanto más ocultamente serpentea tanto más gravemente
destroza la viña del Señor entre los sencillos.
Por todo lo escrito,
ordenamos que los obispo, y cuantos sacerdotes del Señor habitan en aquellas
partes, permanezcan vigilantes frente a esos herejes, y prohíban bajo amenaza
de anatema que nadie, una vez identificados los seguidores de aquella herejía,
se atrevan a ofrecerles refugio en su tierra o a prestarles apoyo.
Y que no se tenga
con ellos trato alguno de compra o venta, para que al menos, privados de esta
forma del consuelo de las relaciones humanas, se vean presionados a abandonar su
camino equivocado.
Y, si alguno osare
contravenir lo que aquí disponemos, sea fulminado con el anatema, como partícipe
de la iniquidad de aquellos mismos herejes.
Si estos herejes
fueran apresados, sean castigados por los príncipes católicos con prisión y
confiscación de todos sus bienes.
Y porque con
frecuencia se reúnen desde diversos lugares en algún escondite y viven en una
misma casa, sin que exista ninguna causa para esa cohabitación, salvo la
coincidencia en el error, sean investigados esos grupos con mayor atención y,
si se comprobare la sospecha, prohibidos con todo el rigor canónico.
Este
Canon, que como vemos está fechado en el año 1136 —noventa y seis años
antes de ser publicada por el papa Gregorio IX la bula de instauración de la
Inquisición—, nos deja bien claro que los herejes albigenses existían en
Francia desde mucho antes de que se celebrase el mencionado Concilio y que, como
se puede observar por el escrito, no sólo estaban bien organizados sino también
bastante extendidos.
LOS ESCRITOS PONTIFICIOS NO PUEDEN CON LA HEREJÍA
En
el año 1184, veintiún años después de haberse celebrado el Concilio de
Tours, el papa Lucio III se ve forzado a celebrar otro Concilio en Verona con la
intención de endurecer las disposiciones apostólicas contra los herejes. Había
ocurrido que éstos, en vez de menguar, crecían y se propagaban más y más por
toda Francia. Predicaban descaradamente en las plazas de las ciudades y pueblos
por donde pasaban, llegando a ser tan persuasiva su doctrina, que frailes y
curas diocesanos comenzaron a simpatizar con ellos.
Lucio III, ante el peligro en que se veía la propia integridad de la
Iglesia, establece lo siguiente:
ASV. Registro de los romanos pontífices. Concilio de Verona. Lucio III.
Legajo, 12, número 219
Para erradicar
la corrupción de las diversas herejías.
Por la presente ordenación
mandamos que cualquiera que fuese sorprendido claramente en herejía, si se
tratara de un clérigo o de alguien revestido al menos con aparente pertenencia
a una orden religiosa, sea privado de todas las prerrogativas del orden
clerical, despojado así mismo de todo oficio y beneficio eclesiástico y
entregado al arbitrio del poder secular para ser castigado con la pena debida,
salvo que inmediatamente después de haberse descubierto su error, espontáneamente
se reintegre a la unidad de la fe católica y consienta en abjurar públicamente
su error, según le pareciese al obispo de la diócesis, y ofrezca
suficiente reparación.
Pero el laico que se
hubiere contaminado con alguna de las culpas antedichas secreta o notoriamente,
sea entregado a la decisión del juez secular para que reciba el debido castigo
según la categoría de su crimen, salvo que, abjurada la herejía y prestada
suficiente satisfacción, como queda dicho, se reintegre de inmediato a la fe
ortodoxa.
Idéntica pena
sufrirán quienes aparezcan ante la Iglesia como meramente sospechosos, a no ser
que demostrasen su propia inocencia con pruebas suficientes a juicio del obispo,
según la importancia de la sospecha y la clase de la persona en cuestión.
Pero si aquellos que
tras abjurar de su error o haber quedado justificados a juicio del propio
obispo, como hemos dicho, fueren convictos de haber recaído en la herejía que
abjuraron, ordenamos que los tales sean entregados a la jurisdicción secular
sin necesidad de audiencia judicial alguna, entregándose los bienes de los clérigos
condenados a la iglesia en la que ejercían su ministerio, conforme a las normas
canónicas.
Así, pues, por
consejo de los obispos y a sugerencia de sus majestades los príncipes católicos,
añadimos a lo antedicho, que todo arzobispo u obispo, ya sea por sí
personalmente o ya por medio de su arcediano o de otras personas honestas e idóneas,
visite dos veces al año o al menos una, la parroquia de la cual se dice ser
morada de herejía, y que allí obligue a tres o más hombres de buena reputación,
o si le pareciere conveniente, incluso a toda la vecindad, a prestar juramento
de que, si alguno de ellos supiera que algún hereje celebraba sus ritos
secretamente con concurrencia de su comunidad y predicaban sobre la vida y la
muerte, el obispo o el archidiácono estudien el caso.
El
problema no se atajaba. La herejía seguía creciendo, y los papas decretando
nuevas disposiciones.
Metidos
ya en el año 1198, y tal vez aprovechándose de la debilidad de la Iglesia Católica,
ya que las autoridades seculares no parecían ser muy rigurosos con ellos, un
grupo bastante importante de estos individuos se refugiaron en la ciudad de Metz,
y comenzaron a interpretar las Sagradas Escrituras motu proprio y a
enfrentarse a los sacerdotes declarando que Dios no les había dado a ellos el
poder absoluto para gobernar a los creyentes a su antojo y necesidad. El papa
Inocencio III (1198-1216), ante un brote tal de apostasía, recordando aquellas
palabras que están escritas en el libro del Deuteronomio 29; 18, que dicen: «No
sea que haya entre vosotros hombre o mujer, familia o tribu, cuyo corazón se
aparte hoy de Dios para ir a rendir culto a los demonios...», publicó una
bula con carácter de mucha urgencia, que es la siguiente:
HAERETICUS
Inocencio III ~ 24 de
junio de 1199
ASV. Registro
de bulas pontificias. Inocencio III. Libro 5. Folio, 19
I N
O C
E N
C I
O
Obispo, siervo de los siervos de Dios a todos los
fieles de Cristo, que viven en la ciudad y diócesis de Metz.
Nos corresponde ser solícitos por la salvación de
todos. Debido a nuestro oficio, dice el Apóstol, nos debemos tanto a los sabios
como a los ignorantes. Quisiéramos apartar a los malvados de sus vicios y
secundar a los buenos en sus virtudes, pero en estos días nos es necesaria una
discreción suplementaria, dado que los vicios se infiltran bajo apariencia de
virtud y el ángel Satanás se disfraza con la máscara del ángel de la Luz.
Prudentemente, nuestro hermano, el obispo de Metz, nos comunicó que, tanto
en la diócesis como en la ciudad de Metz, un no pequeño número de laicos y de
mujeres, fascinados por el deseo de las Escrituras, se hicieron traducir en
lengua gálica los Evangelios, las Epístolas de Pablo, el Salterio, Job, y
muchos otros libros.
Los mentados laicos y mujeres utilizan esas traducciones en sus reuniones
secretas. Allí las estudian y luego se predican unos a otros, lo que hacen con
gusto, y ellos piensan que hasta con buen tino.
No admiten en sus reuniones a quienes no les prestan oídos ni se adhieren a
sus enseñanzas considerándolos como extraños, no les permiten inmiscuirse en
sus asuntos internos.
Si algunos de los sacerdotes de sus parroquias intentan corregirlos, se les
resisten abiertamente. Aduciendo razones de la Escritura demuestran que no les
asiste derecho a prohibirles cosa alguna.
Se muestran fastidiados a causa de la simpleza de sus sacerdotes, y cuando
éstos les proponen las palabras de salvación, murmuran por detrás que el
mensaje está mucho mejor en sus propios escritos y que ellos mismos pueden
predicar sobre el asunto con más acierto.
Ante esto dejamos claro que, de por sí, no es reprensible el deseo de
conocer la Sagrada Escritura y querer predicarla a los demás. Más aún, tal
cosa es recomendable.
Pero deben ser merecidamente denunciados aquellos que celebran reuniones
ocultas, reclamando para sí el oficio de la predicación, rechazando la
simpleza de sus sacerdotes, y apartándose de la comunión de quienes no
comparten sus doctrinas.
Dios, luz verdadera que ilumina a todo hombre de este mundo, odia las
tinieblas, enseñó abiertamente a sus discípulos, quienes consecuentemente
predicaron en todo el mundo. A éstos les dijo que lo que hoy os digo en
tinieblas, decidlo a plena luz, y lo que os digo a los oídos, gritadlo sobre
los tejados.
La advertencia es clara, la predicación evangélica no puede ser propuesta
en reuniones secretas, como lo hacen los herejes, sino públicamente en la
Iglesia, según la costumbre católica. La Verdad testimonia que quien obra el
mal odia la luz, y no se le acerca, para evitar que sus hechos sean
descubiertos. Pero el que obra la verdad se aproxima a la luz, para que sus
obras, hechas por Dios, sean puestas de manifiesto.
Cuando el Pontífice interrogó a Jesús sobre sus discípulos y doctrina,
éste respondió: Hablé abiertamente al mundo, siempre enseñé en las
sinagogas y en el Templo, donde se reúnen todos los judíos, y nada dije
ocultamente.
Les proponemos estos dos argumentos, que el Señor manda no dar lo santo a
los perros ni echar las perlas a los puercos; y que Cristo le dijo sólo a los
apóstoles y no a todos sin distinción, a vosotros os ha sido dado conocer el
misterio del Reino de Dios, a los demás en parábolas.
Ellos contestan que no se consideran perros, porque bien agradecidos reciben
lo santo, y gustosamente aceptan las perlas.
Sin embargo, ellos desgarran las cosas santas, y desprecian las perlas, que
son las palabras del Evangelio y los sacramentos de la Iglesia. Por eso no han
de ser honrados como católicos. Al contrario, serán tratados como herejes, de
esos que siempre andan ladrando y blasfemando. De ellos dice el apóstol Pablo
que han de ser evitados luego de la primera y segunda amonestación.
Por otra parte, los misterios arcanos de la fe no deben ser expuestos a
todos, sin discriminación, porque no pueden ser entendidos por todo el mundo
indiscriminadamente. Sólo quienes poseen un intelecto fiel están capacitados
para comprenderlos.
Dice el Apóstol: Como a niños en Cristo les puedo dar leche, pero no
comida, porque el alimento sólido es para los mayores. Y en otro pasaje leemos:
Hablaré de sabiduría con los perfectos, pero vosotros no necesitaréis conocer
nada más que a Jesucristo, solamente crucificado.
La profundidad de la Sagrada Escritura es de tal naturaleza que no solamente
los simples e indoctos, sino tampoco los prudentes y doctos llegan a penetrarla.
Es por eso que la misma Escritura dice que muchos desfallecieron al intentar un
examen más atento.
Fue determinado correctamente en la Antigua Ley que la Bestia que tocase el
monte debía ser lapidada. Del mismo modo decimos que ningún simple o indocto
presuma allegarse a la sublimidad de la Sagrada Escritura, menos aún predicarla
a los demás. Así está escrito: No presumas por encima de tus fuerzas. Y dice
el Apóstol: No quieras saber más de lo que conviene saber, al contrario, sé
sobrio en tu búsqueda.
Son muchos los miembros del cuerpo, y no todos tienen la misma función.
Igualmente, en la iglesia existen diversos órdenes y no todos ejercen el mismo
oficio. Porque el apóstol dice que a unos el Señor les concedió ser apóstoles,
a otros profetas, a otros doctores, a otros evangelistas, y a otros pastores y
maestros.
Y el Orden de los Doctores es casi el principal en la Iglesia. Y no puede
cualquiera apropiarse para sí, indiscriminadamente, el Orden de la Predicación.
Porque según el apóstol, ¿cómo predicarán si no son enviados? Lo mismo se
enseña cuando se pide que hay que orar al Señor de la mies para que envíe
obreros a sus campos.
Es factible argumentar diciendo agudamente que existe la posibilidad de que
alguien sea enviado de modo invisible, y no sólo visiblemente mediando una
intervención humana. Y hay que reconocer que la misión invisible es mucho más
digna que la visible, y la misión divina, de lejos, es mejor que la humana. Así
leemos que Juan Bautista no fue enviado por hombre alguno, sino por Dios. Así
lo atestigua el Evangelista: Hubo un hombre, enviado por Dios, llamado Juan.
Podemos y debemos responder afirmativamente: sí, la misión de Juan fue
interior y oculta. Pero también es cierto que no es suficiente afirmar que
alguien es enviado por Dios, dado que eso lo afirman todos los herejes. Se deben
presentar las evidencias de la pretendida misión invisible. O bien por la
ejecución de un milagro, sea por un específico testimonio de la Escritura.
Cuando el Señor se dispuso a enviar a Moisés a los hijos de Israel en
Egipto, para que creyeran que era él mismo quien los enviaba, le dio el signo
de convertir el bastón en serpiente y de nuevo la serpiente en bastón.
Juan Bautista presentó un específico testimonio de la Escritura para
confirmar su misión. Así respondió a los sacerdotes y levitas enviados para
investigar qué razones aducía para arrogarse el oficio de bautizar, yo soy la
voz que clama en el desierto, enderezad el camino del Señor, como dijo el
profeta Isaías.
No tenemos por qué creer a quien afirma ser enviado por Dios y no enviado
por los hombres, a no ser que presente a su respecto un específico testimonio
de la Escritura, o que obre un evidente milagro.
De los que fueron enviados por Dios dice el Evangelista: Marcharon y
predicaron, por todas partes con la ayuda del Señor, confirmando sus palabras
con los signos que los acompañaban.
No negamos que la ciencia sea necesaria a los sacerdotes para que puedan
exponer la doctrina. Según la palabra profética, los labios de los sacerdotes
velan por la ciencia, y sus bocas examinan la ley. A pesar de lo cual, los escolásticos
no deben despreciar a los sacerdotes simples, que en ellos debemos honrar al
sagrado ministerio.
Así mandó el mismo Señor en la Ley; No juzgar a los sacerdotes muy
diferentes que los dioses. La excelencia de su ministerio y la dignidad de su
oficio hace que sean llamados con el mismo nombre de «dioses». Tanto, que en
otro pasaje se dice que el siervo que quiera permanecer con su dueño será
presentado por éste a los «dioses».
El siervo, se encuentre de pie o caído, siempre pertenece a su Señor. El
sacerdote, por lo tanto, sólo puede ser castigado, y con espíritu de
mansedumbre, por su obispo propio, ya que ha sido puesto bajo su corrección.
Pero nunca el pueblo podrá juzgarlo con espíritu de soberbia, ya que el
sacerdote ha sido puesto para corrección del pueblo.
El precepto del Señor no sólo ordena no maldecir ni al padre ni a la
madre, sino que también obliga a honrarlos. Y lo que se afirma del padre carnal
ha de aplicarse con mayor razón al padre espiritual.
Nadie tendrá la pretensión de justificar su osadía con el ejemplo de la
burra que, según la Escritura, reprendió al profeta. O arguyendo el dicho del
Señor: ¿Quién de vosotros me culpará de pecador? Si dije algo malo, entonces
den testimonio de ese mal.
Porque cuando un hermano peca, ha de ser corregido ocultamente, y nadie
puede sustraerse a tal regla evangélica. Y si bien hasta podemos admitir que
correctamente Balaam fue corregido por una burra, es muy distinto llamar
delincuente en público a su propio padre.
Y según la verdad evangélica menos aún será lícito llamar fatuo al que
apenas es simple. Porque quien llamare fatuo a su hermano será reo de la
gehenna.
Uno es el caso de un prelado que, convencido de su inocencia, se somete al
juicio de sus súbditos, en este sentido han de ser entendidas las palabras del
Señor. Y muy otro es el del súbdito que no sólo se atreve a corregir, sino
también a rechazar y levantarse temerariamente contra su prelado, siendo que su
principal obligación es la de obedecer.
Si por acaso fuere necesario pedir que un sacerdote inútil o indigno sea
removido del cuidado de su grey habrá de proceder ordenadamente recurriendo al
obispo, al cual sabemos le pertenece el oficio tanto de instituir como de
deponer a los sacerdotes.
Tales actitudes han de ser rechazadas como provenientes del orgullo de los
fariseos. Ellos obran como si fueran los únicos justos, y todos los demás
despreciables. Desde los albores de la Iglesia contamos con hombres santos que
no vivieron como ellos, ni compartieron sus ideas. ¡Cómo vamos a pensar que
aquéllos ahora han renacido en esta gente!
El Señor amonesta a quienes no se contentan con aprender y quieren enseñar,
no pretendan muchos convertirse en maestros.
Hijos, os amamos con afecto paterno, y no queremos favorecer el error que se
disfraza de verdad, para evitar que caigáis en vicios con apariencia de virtud,
y para que obtengáis la remisión de todos los pecados. Por eso, maduramente
rogamos y amonestamos:
·
Que se arrepientan de todas las
cosas reprochables que han sido mencionadas.
·
Que observen la fe católica y
las normas eclesiásticas.
·
Y que no se les ocurra caer en
la trampa de las palabras engañosas, tanto en el presente como en el futuro.
Si no reciben humilde y devotamente nuestra corrección y amonestación
paternal, derramaremos sobre ellos el aceite y el vino, aplicándoles la
severidad eclesiástica.
Si no quieren obedecer, deben ser sometidos, aunque no quieran.
Dado en Letrán, el día 24 de junio del año de la Encarnación de Nuestros Señor de 1199, primer año de nuestro pontificado