UNGOLINO DE SEGUI ES ELEGIDO PAPA

Ungolino de Segui, que años antes había sido nombrado cardenal por su tío el papa Inocencio III, fue elegido Papa el día 21 de marzo de 1227 y murió el día 22 de agosto de 1241.

Con el nombre de Gregorio IX, durante su gobierno instituyó la «Santa Inquisición». Aprobó la colección de actos divinos que llamó «Breviario» y fue el impulsor de la sexta Cruzada.

Siguiendo las actuaciones de sus antecesores, y sobre todo las de su tío Inocencio III, comenzó su pontificado dando prioridad en sus asuntos al problema de los herejes. Para no fracasar en tan complicado propósito, como ya había fracaso todos sus antecesores, se hizo aconsejar de todos sus cardenales y de cuantos hombres ilustres y sabios le rodeaban. Tenía un miedo cerval al fracaso, y tal vez por ello fuese por lo que estuviera dos años considerando la forma de proceder sin caer, como ya habían caído sus predecesores, en el fracaso. Los días iban pasando y el Santo Padre no daba el definitivo paso.

No pudiendo ya hacer oídos sordos a quienes todos los días y a todas horas le aconsejaban que atajase de una vez por todas este acuciante problema, antes de que la herejía se extendiese más y acabase con la Iglesia, no tuvo más remedio que reunir a su Consejo Apostólico e instituir la Santa Inquisición, cuyos miembros se dedicarían a interrogar a los herejes y determinarían cuál era su grado de culpa.

Al publicar la bula de creación, Gregorio IX no lo hizo solamente para terminar con los cátaros o albigenses, sino para acabar de una vez por todas con una serie de sectas que se habían ido constituyendo al observar que la Iglesia era demasiado blanda. Si él hubiese intuido, aunque hubiese sido muy remotamente, que este santo instituto iba a terminar como terminó, con toda seguridad no lo hubiera creado. Pero las circunstancias de la época lo forzaron a ello. Desde hacía ya más de un siglo la herejía crecía en Francia de una forma muy alarmante.

La bula fundacional es la siguiente:

 

Gregorio IX ~ 20 de agosto de 1229

 

ASV. Registro de bulas pontificias. Gregorio IX. Libro 15. Número 42

G  R  E  G  O  R  I  O

 

Episcopus, servus servorum Dei, ad perpetuam Rei memoriam.

Excomulgamos y anatemizamos a todos los herejes, Cátaros, Patarenos, Pobres de Lión, Pasaginos, Josefinos, Arnaldinos, Esperonistas, y otros, cualquiera que sea el nombre por el cual son conocidos, ya que tienen de hecho diferentes rostros, pero están unidos por sus mismos rabos y se reúnen en los mismos sitios, llevados por su vanidad.

Condenados por la Iglesia sean relajados al brazo secular, con la advertencia obligatoria de que sean castigados, habiendo sido previamente degradados de sus órdenes sagradas, si son clérigos. Si algunos de ellos, después de que fueran descubiertos, se negaran a hacer una digna penitencia, sean recluidos en la cárcel a perpetuidad.

Juzgamos igualmente herejes a todos los que aceptan y creen sus errores. Así mismo decretamos que están sujetos a la misma sentencia de excomunión los que acogen, los defensores y los promotores de herejes, estableciendo firmemente que, si después de que alguno de los tales fuera declarado como excomulgado y no se arrepintiese de su posición, por la misma ley sea declarado infame y no sea admitido ni a cargos  y consejos públicos, ni en las elecciones para tales cargos, ni en las deposiciones testificales. Sea igualmente declarado como inhábil de testar, de modo que ni tenga facultad para hacer testamento ni tampoco para recibir herencia sucesoria alguna. En cualquier litigio nadie debe ser obligado a dar cuenta al susodicho, mientras que él sí debe responder a los demás. Y si por ventura fuera juez, sus sentencias carecerán de firmeza y no deben llevarse causas a su tribunal. Si fuera abogado, en modo alguno sea admitida su defensa. Y si fuera escribano, los instrumentos jurídicos hechos por el mismo carezcan de validez, y sean condenados con el mismo autor condenado. Y mandamos que así se cumpla en todos los casos similares. Si fuera clérigo, sea depuesto de todos sus cargos y beneficios. Y si alguno descuidare evitar el trato con los tales, una vez que hayan sido señalados como herejes por la Iglesia, sea igualmente castigado con la sentencia de excomunión, además de la obligada advertencia de ser castigado. Y a cuantos sean señalados únicamente como sospechosos, si, atendida la gravedad de la sospecha y la dignidad de la persona, no hubieran hecho plena demostración de su inocencia, sean heridos con la espada de la excomunión; y en tanto no dieren completa satisfacción, sean evitados por todos, de tal manera que, si persistiesen en la excomunión durante un año, a partir de esta fecha sean condenados como herejes.

Del mismo modo ningún juez, abogado o notario ejerza su oficio a favor de esos excomulgados; en caso contrario, sean privados de su oficio a perpetuidad.

         Igualmente, los clérigos no administren a estos pestilentes los sacramentos de la Iglesia, ni reciban sus oblaciones o limosnas. De modo similar deben de conducirse los Hospitalarios y los Templarios o cualesquiera otros regulares: En caso contrario, se privará a éstos de su oficio, al cual nunca podrán ser restituidos, salvo especial indulto de la Sede Apostólica.

         Igualmente, los que osaren dar a los tales excomulgados sepultura eclesiástica, sepan que incurren a su vez en sentencia de excomunión, hasta que presten satisfacción suficiente; y no alcanzarán el beneficio de la absolución, a no ser que con sus propias manos desentierren a los tales y arrojen fuera los cuerpos de esos condenados; y que aquel lugar nunca jamás vuelva a ser utilizado como sepultura.

         Igualmente prohibimos con firmeza, que se permita a un seglar disputar pública o privadamente acerca de la fe católica. El infractor incurrirá en excomunión.

         Del mismo modo, si alguien conociese a algunos herejes, o a algunos de los que celebran ocultas reuniones, o a los que se aparten del común trato y de las costumbres de los fieles, sea diligente en denunciarlos a su confesor o a otra persona, que él crea que hará llegar la noticia a su prelado. Aquel que esto no cumpliere, incurrirá en sentencia de excomunión.

         Los hijos de los herejes, de sus encubridores y de sus favorecedores hasta la segunda generación, no serán admitidos a ningún oficio o beneficio eclesiástico. Y lo que se haga en contra de este precepto, decretamos que sea inválido o nulo.

        

Dado en Perusia, el día 20 de agosto del año de la Encarnación de Nuestros Señor Jesucristo de 1229, segundo año de nuestro pontificado

 

Para llevar a cabo este santo propósito, el papa necesitaba una orden religiosa que lo ejecutara honrada y ecuánimemente. Y tal vez porque un año antes él mismo había canonizado a San Francisco de Asís y a San Antonio de Padua, fue por lo que el Pontífice dio facultades especiales a los padres franciscanos para que se hiciesen cargo de la Inquisición. Sin embargo, estos frailes, teniendo como tenían adquiridas otras obligaciones religiosas que a través de los años se habían convertido ya en cotidianas, no prestaron el debido interés a su nueva función. Los herejes no eran perseguidos ni castigados debidamente.

Pensó el Papa entonces en otra orden que fuese más reciente y que, por esa cusa, no tuviese todavía demasiadas obligaciones. Él también había canonizado el mismo día y año a Santo Domingo de Guzmán. Esta era una Orden que había sido fundado por el papa Honorio III en el año 1216, hacía solamente trece años. Los padres Predicadores de Santo Domingo, eran los idóneos para llevar a cabo esta sagrada misión. Esta es la bula de fundación:

 

RELIGIOSAM VITAM

Honorio III ~ 22 de diciembre de 1216

 

ASV. Registro de bulas pontificias. Honorio III. Libro I. folio, 193.

H  O  N  O  R  I  O

Obispo, siervo de los siervos de Dios.

A los amados hijos Domingo, prior de San Román de Toulouse, y a sus frailes tanto presentes como venideros, profesos en la vida regular, a perpetuidad.

Conviene que a los que han elegido la vida religiosa se les dé la protección y amparo apostólico, no sea que la incursión temeraria de algunos los aparte de su propósito regular de portarse como religiosos o debilite, Dios no lo quiera, la ener­gía o vigor de la sagrada religión.

Atendiendo a esto, amados hijos en el Señor, Nos asen­timos con clemencia a vuestras justas súplicas y recibimos bajo la protección de san Pedro y nuestra iglesia de San Román, en la que estáis entregados totalmente al servicio divino y lo corroboramos con el privilegio del presente escrito.

Y en primer lugar ciertamente establecemos que la Orden Canónica, que está allí instituida según Dios y según la Re­gla de San Agustín, se mantenga y guarde en el mismo lugar en todos los tiempos de manera inviolable.

Mandarnos, además, que se conserven firmes y en su inte­gridad en favor vuestro y de vuestros sucesores, todas las po­sesiones o cualquiera de los bienes que dicha iglesia posee en la actualidad justa y canónicamente, y del mismo modo los que en el futuro podáis recibir bien sea a través de conce­siones pontificias, bien sea de donaciones de los reyes o de los príncipes, o de las oblaciones de los fieles o de cualquier otro justo modo. Y entre ellos, Nos queremos hacer mención ex­presa del lugar donde está asentada la susodicha iglesia con todas sus pertenencias, de la iglesia de Prulla con sus perte­nencias, de la villa de Casseneuil con todas sus pertenencias y de la iglesia de Santa María de Lescure, con todas su pertenencias, del hospital llamado Arnaud Bernard, con sus perte­nencias, de la iglesia de la Santísima Trinidad de Loubens, con sus pertenencias, y los diezmos concedidos a vosotros piadosa y providamente, por el venerable hermano nuestro Fulco, obispo de Toulouse, con el consentimiento de su capítulo, conforme se contiene en sus letras de una manera plena.

Nadie presuma exigir de vosotros o quitar a la fuerza diezmos de los frutos nuevos de vuestros huertos, cultivados con vuestras propias manos y a vuestra costa, ni de los pastos de vuestros animales.

Os está permitido ciertamente recibir clérigos y laicos li­bres y sin obligación que, huyendo del mundo, desean ingre­sar en la vida religiosa y también retenerlos entre vosotros sin ninguna contradicción.

Prohibimos, además, que ninguno de vuestros frailes, hecha la profesión en vuestra iglesia, se atreva a dejar vuestro grupo sin licencia de su prior, a no ser que se trate de ingre­sar en una religión más austera. Nadie, sin embargo, se atreva a retener al que se separa de vosotros sin la previsión de vuestras letras dimisorias.

En las iglesias parroquiales que tenéis os está permitido elegir sacerdotes y presentarlos al obispo diocesano, y si son considerados idóneos el obispo les encomendará el cuidado de las almas, para que éstas respondan ante él de las cosas espirituales y ante vosotros de las temporales.

Confirmamos también las libertades e inmunidades antiguas y las costumbres razonables concedidas a vuestra iglesia y observadas hasta hoy; las tenemos como buenas y sancio­namos que deben observarse en su integridad en todos los tiempos.

Decretamos que nadie, sea la persona que fuere, se per­mita perturbar la susodicha iglesia de modo temerario o se atreva a usurpar sus posesiones o retener lo usurpado, a me­noscabarlas o a fatigarlas con cualquier clase de gravámenes o vejaciones.

Se conservarán todas estas cosas y se encomendará el cuidado de las almas, para que éstas respondan ante él de las cosas espirituales y ante vosotros de las temporales.

Establecemos además que nadie pueda imponer nuevos e injustos impuestos o contribuciones a vuestra iglesia o pro­mulgar sobre vosotros o la mencionada iglesia sentencias de excomunión o entredicho, a no ser que se dé una causa razonable y manifiesta.

Cuando se diere un entredicho general, se os permite celebrar los divinos oficios a puerta cerrada, sin tocar las campanas y en voz baja, pero estarán excluidos los exco­mulgados y los sujetos al entredicho.

Pero el crisma, el óleo sagrado, la consagración de los al­tares o de las basílicas, las ordenaciones de los clérigos promovidos a las órdenes sagradas, los recibiréis del obispo dio­cesano, si éste fuere ciertamente católico y tuviere la comu­nión y gracia de la Sede Romana, y si quisiere ofrecérosla sin malicia alguna. De lo contrario, tenéis licencia para acudir cuando quisiereis a cualquier obispo católico que tenga la gracia y comunión de la Sede Apostólica y éste os dará lo que se le pide contando ya con nuestra autoridad.

Determinamos también que sea libre la sepultura en dicho lugar, a fin de que nadie ponga obstáculos a quienes hayan resuelto ser allí enterrados, movidos por devoción o lo haya expresado en su última voluntad. No se podrán enterrar allí los excomulgados o sujetos a entredicho.

 A vuestra muerte como prior de ese lugar o a la muerte de vuestros sucesores, nadie sea nombrado superior a no ser que sea la persona que los frailes, de común acuerdo o al menos con el consenti­miento de la mayoría o de la parte más sana, hayan elegido según Dios y según la Regla de san Agustín.

Se conservarán todas estas cosas en su integridad entre aquellos a quienes fueron concedidas para su gobierno o sustento y dadas para su uso, pero se tendrán en cuenta la autoridad apostólica o la justicia según el derecho canónico del obispo.

Así, pues, si en lo venidero alguna persona, eclesiástica o se­glar teniendo conocimiento de esta página de nuestra consti­tución, atentara temerariamente contra la misma, sea amonestada por segunda y tercera vez, y si no corrigiese su delito de manera satisfactoria, incurrirá en la pérdida de su potestad y de su honor, se reconocerá reo del juicio divino y será privado del sacratísimo cuerpo y sangre de Dios y de nuestro Señor y Redentor nuestro y estará sujeto al castigo en el último juicio.

La paz de nuestro Señor Jesucristo sea, pues, para todos los que guarden los derechos del susodicho lugar, y perciban ya en la tierra el fruto de la buena acción y ante el juez supremo hallen los premios de la paz eterna. Amén. Amén. Amén.

 

Dado en Roma por mano de Rainiero, prior de San Fri­diano de Lucca, vicecanciller de la Santa Iglesia Romana, el día 22 de diciembre, en el año de la Encar­nación de Nuestro Señor de 1216, año primero del pontificado del Señor Papa Honorio III

 

UN INSTRUMENTO QUE TODOS QUIEREN

 

Una vez instituida la Inquisición, unos países comenzaron a servirse de sus funciones desde el mismo momento de haber sido constituida, y otros después. En España, por ejemplo, la Inquisición no se estableció plenamente hasta el año 1478, aunque mucho antes de esta fecha, en 1232, ya era aprovechada por la Corona de Aragón. Francia, sin embargo, ante la acuciante necesidad de librarse de los múltiples herejes que campaban a sus anchas por sus ciudades, comenzó a beneficiarse de sus servicios desde el principio, ya que fue instituida precisamente para contener y castigar a los herejes franceses.

 

LOS HEREJES HUYEN DE LA QUEMA

 

Más tarde, apreciando el gran crecimiento de herejes que comenzaron a expandirse por Aragón, por estar este reino cerca de la frontera y ser por ello refugio de albigenses y valdenses que huían de la justicia francesa, la Inquisición fue introducida en este reino por el papa Gregorio IX el día 26 de mayo de 1232.

Mediante la bula que fue conocida como «Corrupti seculi», cuya reseña es: Archivo Histórico Nacional de Madrid. Inquisición, Cod. 123, fol. 547S, este papa facultaba al arzobispo de Tarragona para establecer la Santa Inquisición, y le alentaba, además, para que castigase a los herejes mediante las leyes establecidas.

 

Muerto el papa Gregorio IX, fue sustituido por el papa Celestino IV, que no tuvo tiempo de hacer absolutamente nada, pues fue elegido el día 28 de octubre del año 1241 y murió el día 10 de noviembre del mismo año, es decir, a los catorce días de haber sido elegido para ocupar la silla de Pedro.

Fue sucedido por el papa Inocencio IV, quien, comprendió que la institución recién creada era un instrumento bajado del cielo para hacerse cargo de la Santa Inquisición como una de sus primeras prioridades. Así pues, en su bula «Cordis Nostri», que fue publicada el día 20 de octubre de 1249, teniendo necesidad de un mejor y más alto castigo a la herejía, el papa daba órdenes expresas a su querido hijo el prior en España el Hermano Raimundo de Peñafort, religioso dominico y confesor del rey Alfonso I de Aragón, y le facultaba para nombrar inquisidores eficaces que pudieran cumplir con la mayor firmeza su oficio conforme a las leyes establecidas.

Esta es la bula:

 

CORDIS NOSTRI

Inocencio IV ~ 20 de octubre de 1249

 

Archivo Histórico Nacional de Madrid. Inquisición. Cód. 123, fol. 551S

I  N  O  C  E  N  C  I  O

 

Obispo, siervo de los siervos de Dios, a los amados hijos el Prior Provincial de España y fray Raimundo de Peñafort de la Orden de Predicadores, salud y bendiciones apostólicas.

         Entre otras aspiraciones de nuestro corazón, ésta constituye nuestro especial deseo y hacia ella orientamos toda la fuerza de nuestra intención, es decir, contribuir a la salvación de las almas y a que el glorioso nombre del Señor sea alabado plenamente.

         Y puesto que no resulta aceptable al Señor el servicio sin la fe, para propagación y robustecimiento de esa misma fe y aumento de la religión cristiana, debemos vigilar y procurar incesantemente con toda la solicitud que podamos, de palabra o de obra, tanto personal como por medio de otros, que se propague por el universo más ampliamente el culto a Dios, porque multiplicada la mies del campo del Señor, se acarree su fruto a los graneros celestiales.

         En estos cosos quiso el Señor que los frailes de vuestra Orden fueran para Nos especiales cooperadores, los cuales, despreciando las delicias del mundo disoluto bajo el rigor de una severa religión y viviendo en Cristo voluntariamente en todo, se esfuerzan con diligencia incansable en arrancar del campo de los fieles las plantas dañinas e implantar en él las saludables; en liberar, provistos de armadura espiritual para defender la fe, a los que han sido atrapados entre los lazos del error, y en reintegrar a la unidad de la Madre Iglesia a los que viven en la discrepancia; diligencia que les aprovecha a ellos por su vida meritoria, y a los demás tanto por sus palabras como por su ejemplo.

         Por lo cual, y porque conocimos muchas veces la atinada habilidad de los mismos frailes en la práctica de la Inquisición contra los herejes, dispusimos encomendarles especialmente este negocio.

         Y por lo mismo ponemos en conocimiento de vuestra Devoción, y os exhortamos en el nombre de Nuestro Señor Jesucristo, ordenándoos por este escrito apostólico que, atendiendo solícitamente a la persecución de tal cometido, procuréis designar con nuestra autoridad Inquisidores que vigilen la depravación herética en la provincia Narbonense, solamente en los dominios de nuestro querido hijo en Cristo Jaime, ilustre rey de Aragón, a frailes del reino de Aragón de la misma para que estos hermanos procedan y dictaminen órdenes en esa provincia, según está establecido, contra la herejía y contra quienes la ayuden, la reciban o la defiendan en esos lugares, castigando en nombre de Dios a esta clase de sacrílegos en cuantas partes fueren encontrados, eficazmente y procediendo sin escrúpulos.

         Para lo cual cuentan con nuestra aprobación en ese reino, para que sean nombrados inquisidores revestidos de nuestra autoridad, que actúen sin precipitación, pero sin remisión.

 

Dado en Lion, siendo el día 20 de octubre del año de la Encarnación de Nuestro Señor Jesucristo de 1249, sexto año de nuestro pontificado.

EPÍLOGO

La Inquisición nació ausente de torturas. Pero en un espacio de tiempo muy corto, se fueron introduciendo aparatos con los cuales los reos confesaban sus herejías en cuanto les eran aplicadas, incluso sin haberlas cometido.

Las torturas que se practicaban en las dependencias que estaban en poder de la Santa Inquisición eran diversas, pero las más populares por su eficacia fueron «la garrucha, la toca, y el potro».

         La garrucha, era un aparato de tortura bastante desagradable. En él el reo era colgado, sujetado por las muñecas y con grandes pesos atados a los pies. Luego era alzado hasta el tope de la altura y se le dejaba caer de golpe. El efecto era terrible y doloroso. Las articulaciones de los brazos y de las piernas se les dislocaban sin llegar a romperse y un gran dolor recorría todo su cuerpo.

Repitiendo este brutal acto, una y otra vez, los duros verdugos solían hacer confesar a los detenidos.