LA PUERTA SECRETA DE LOS SACRAMENTOS DEL VERDADERO YOGA

Parte 7ª - LUGARES TELÚRICOS

Se cree, generalmente, por lo menos en el mundo occidental, que con sólo sentarse en un lugar que esté dirigido por una persona que nos diga que la paz se alcanza meditando sin más, llegaremos alguna vez a conseguirlo. Sin embargo, quienes conocemos las escrituras védicas, sabemos que éstas nos aconsejan que no debemos de meditar en vacío. En muchos de estos sitios mencionados solemos ver a las personas sentadas, con las piernas cruzadas, el cuerpo muy derecho y los ojos cerrados para meditar. Y así, en vacío, es decir sin saber qué hacer, más del cincuenta por cierto de los alumnos se quedan dormidos, porque cuando cerramos los ojos y no tenemos un plan establecido a base de las experiencias de yoguis que a través de los tiempos nos las fueron transmitiendo para ir mejorando el método y alcanzar de esta forma la plenitud absoluta, el tedio nos hace dormir, bostezar o, sencillamente, volver a recordar las contrariedades y los problemas que nos llevaron allí.

Lo ideal sería que cada uno tuviera un lugar apartado y propicio donde meditar en soledad. Pero en el caso de nosotros los occidentales es un problema dejar el hogar. En esta parte del mundo superpoblada no siempre es posible encontrar un lugar retirado, y menos santo, o sea telúrico. Sin embargo, sí que podemos encontrar esos lugares con un mínimo de conocimientos. Los terrenos telúricos existen en todo el mundo, en cualquier lugar donde tú vivas, en los montes, en los bosques o en las selvas podrás encontrar estos lugares privilegiados.  Sólo debes saber que en la tierra existen estos lugares favorecidos que, por su naturaleza particular, disponen de unas fuerzas ocultas y extrañas que son beneficiosas para la salud humana. De hecho, muchos médicos antiguos alcanzaban a saber que la salud de sus pacientes dependía en buena parte del sitio donde viviera, del calor, del frío, del viento, de la lluvia y de otros muchos elementos a los que conocían, pero que les era imposible describir y darles nombre. El «Corpus Hippocraticum», un tratado de medicina que se hizo muy famoso en siglo IV antes de Jesucristo, y que era, asimismo, referencia casi bíblica para cualquier médico que viviera en aquella época, comienza diciendo:

«Todo el que quiera aprender bien el ejercicio de la medicina debe hacer lo que sigue: primeramente, considerar las estaciones del año y lo que puede dar de sí cada una, pues no se parecen en nada ni tampoco se parecen en mudanzas; en seguida considerar los vientos, cuáles son los calientes y cuáles los fríos; primero los que son comunes a todos los países y luego los que son propios de cada región. Debe también considerarse las virtudes de las aguas, porque así como difieren éstas en el sabor y en el peso, así también difiere mucho la virtud de cada una. De modo que, cuando un médico llega a una ciudad de la cual no tiene experiencia, debe considerar su situación y en qué disposición está respecto de los vientos y del oriente del sol; pues no tienen las mismas cualidades la que mira al Norte y la que mira al Mediodía, que la que mira al Oriente y la que mira al Occidente...»

Más adelante, y ya refiriéndose a las fuerzas telúricas, dice:

«Lo mismo debe saber de la tierra: si está desnuda de árboles y seca o con arboleda y húmeda, si es un valle de calor sofocante y si es elevada y fría...»

La búsqueda de estas fuerzas es muy antigua. Mucho antes de que naciera Jesús de Nazaret, ya eran buscados estos lugares por eremitas y monjes de todo el mundo para quedarse a vivir, en el caso de los primeros, o para fundar comunidad, en el caso de los segundos.

Los esenios fueron verdaderos expertos en la dominación de esta técnica. Esta hermandad fue fundada allá por el año 160, antes de Jesucristo, por un grupo de anacoretas que tenían ideas contrarias a las doctrinas que se derivaban de las Santas Escrituras. En el tiempo en que Jesús de Nazaret nació sus miembros eran más de seis mil repartidos por todas las tierras de Israel.

En todas las ciudades, pueblos, aldeas y lugares, los esenios eran queridos y admirados por todas las gentes que los conocían. Los miembros liberados de la comunidad andaban los caminos ayudando al enfermo a salir de su enfermedad, dando el pan que ellos pedían por amor de Dios a los necesitados y a los hambrientos, ayudando a los desvalidos, predicando su doctrina entre las gentes que voluntariamente los quería escuchar... Eran, sin lugar a dudas, unos hombres santos. De ahí que la gente, a través del tiempo, los fuera conociendo como: «los esenios», del griego Esshnoí (santidad) y del hebreo Hásayyá (hombres santos).

Los esenios llegaron a hacerse tan populares y tan queridos de todas las gentes que los fueron conociendo, que incluso una de las puertas de acceso a la ciudad santa de Jerusalén fue bautizada con el nombre de: «Puerta de los Esenios», en honor de estos santos varones y en recuerdo de su continuo paso por el umbral de la misma.

Eran estudiosos de las raíces y plantas medicinales, y observaban con detenimiento las propiedades útiles de las piedras. Tenían más de cien variedades distintas de raíces y plantas medicinales meticulosamente envasadas y catalogadas con el sello de la enfermedad que curaban, que mitigaban o que prevenían. Conocían, asimismo, plantas que producían extraños sueños, hongos que volvían dichosos a los infelices y cactus mediante los cuales se podían ver y explicar visiones celestes.

Practicaban la imposición de manos porque creían que, mediante este rito, la energía del sano pasaba al enfermo, y si no lo sanaba, le daba vigor y fuerzas para vivir; la fortaleza del fuerte pasaba al débil; la sabiduría del sabio o del viejo pasaba al ignorante o al inculto; la alegría del jovial pasaba al triste; la bondad del apacible pasaba al malo; la dulzura del manso pasaba al colérico...

Más tarde, la búsqueda de estos lugares privilegiados, fueron también cultivadas por los monjes españoles, que encontraron la revelación de estos secretos en los diferentes libros sagrados que traducían: «Donde sientas tu alma tranquilizada, y haya lucidez en tu discernimiento» —decía uno de los libros que los monjes tradujeron directamente del hindú, cuyo texto guardaron en secreto, transmitiéndose sólo de obispos a abades y de abades a priores bajo el más estricto secreto—; «donde el silencio se mezcle con el rumor del agua, el trinar dulce de los pájaros y el tenue volar de los insectos, allí será donde deberás quedarte si ambicionas alcanzar la sabiduría, la salud o la santidad. Hay pocos sitios sobre la tierra que respondan a esta profusión de dones, pero si alguna vez lo encuentras, habrás hallado el punto donde la tierra está concebida para facilitar al hombre el dialogo directo con Dios...»

Bajo la tierra de estos especiales lugares, brotan aguas subterráneas que, más tarde o más temprano, terminan formando fuentes. De ahí que en la mayor parte de las leyendas de los eremitas que luego terminaron siendo santos, haya siempre una fuente. Estas impetuosos corrientes de agua que nadie advierte por estar bajo tierra, se hallan siempre acompañadas de potentes torbellinos de aire que, al juntarse con el vaho que el agua forma, se elevan ambos, aire y vapor, hacia el exterior dando, con sus medicinal naturaleza, regocijo a los animales, vida a las plantas y salud a las personas que viven o visitan estos lugares.

Si alguna vez, mi apreciado lector, pasas por algún lugar donde, de pronto y sin explicación alguna, se te erice el vello del cuerpo, haz averiguaciones porque estoy seguro que te habrás encontrado con uno de estos lugares. Y allí podrás meditar.

El libro santo de los vedas nos aconseja que busquemos estos lugares para meditar en solitario:

Yogí yunñjíta satatam
ârmaânam rahasi sthtah
ekäkí yata-cittâmâ
nirâsír aparigrahah
 

El yogui debe buscar un lugar sagrado
debe estar solo,
debe controlar su mente
y debe estar libre de deseos.

El hombre que encontré meditando en medio de un tupido y solitario bosque, se llamaba Kandapalli Panjaj Ruddunga. Después de pedirle el preceptivo permiso para quedarme de aprendiz con él, estuve once meses recibiendo sus enseñanzas. Enseñanzas que, por supuesto, tuve que prometer aprender para mi bien, y sin ánimo de lucro.

El hombre santo me insinuó además, que en el futuro, ya fuese yo rico, pobre o estuviese hambriento, compartiese lo poco o mucho que tuviese con quienes a mi se acercasen en demanda de comida, agua o enseñanza, ya que en el mundo no faltan personas que están necesitadas: los pobres de comida y de abrigo; los ricos de enseñanza y de caridad. Y que esto que él me aconsejaba hacer, no lo hiciese nunca por interés o por beneficiarme del ayudado. Y para que comprendiese mejor lo que él me quería transmitir con sus palabras, me contó el siguiente cuento:

Un día un pobre hombre que vivía en la miseria y mendigaba de puerta en puerta, observó un carro de oro que entraba en el pueblo llevando un rey sonriente y radiante. El pobre se dijo de inmediato:

—Se ha acabado mi sufrimiento, se ha acabado mi vida de pobre. Este rey de rostro dorado ha venido aquí por mí. Me cubrirá de su riqueza y viviré tranquilo.

En efecto, el rey, como si hubiese venido a ver al pobre hombre, hizo detener el carro a su lado.

El mendigo, que se había postrado en el suelo, se levantó y miró al rey, convencido de que había llegado la hora de su suerte. Entonces, el rey extendió su mano hacia el pobre hombre y le dijo:

—¿Qué tienes para darme?

El pobre, muy desilusionado y sorprendido, no supo qué decir. ¿Es un juego lo que el rey me propone, sin duda? ¿Se burla de mí? ¿Es una diversión suya? Pero al ver la persistente sonrisa del rey, su luminosa mirada y su mano tendida, el pobre metió su mano en la alforja, que contenía unos puñados de arroz. Cogió un grano de arroz y se lo dio al rey, que le dio las gracias y se fue enseguida, llevado por unos caballos sorprendentemente rápidos y un suntuoso ejército.

Al final del día, al vaciar su alforja, el pobre encontró un grano de oro entre los demás granos de arroz. Y entonces, se puso a llorar diciendo: «Porque no le habré dado todo mi arroz al rey».    

 

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