LA PUERTA SECRETA DE LOS SACRAMENTOS DEL VERDADERO YOGA

Parte 5ª - INSPIRACIÓN DIVINA

Los escritos sagrados de las diversas religiones que pueblan el mundo, o bien fueron escritos por algún dios, o bien fueron inspirados por él. Con ello se suspende la discusión: «Esto es así porque así lo dijo dios». Sin embargo, esto no es así. Los escritos sagrados, como cualquier otro escrito, fueron escritos por hombres. Por ello, lo bueno y santo que hay en esos escritos, podemos decir que fueron inspirados por dios; lo malo, no. Lo malo que hay en esos escritos, podemos pasarlo por alto. Y aquí es donde entra el raciocinio de la criatura creada por Dios. Aquí, en este discernimiento, es donde el hombre saca la semejanza que tiene con Dios para diferenciar el grano de la paja. Si esta razón no se tiene en cuenta, la persona podría terminar matando o matándose en nombre de Dios.

Quienes se decidan a leer cualquier texto sagrado, lo primero que tendrán que hacer es interpretar y descubrir en las palabras escritas el sentido literal que el autor sagrado quiso expresar. Para esto no basta conocer el significado material de las palabras utilizadas. Conocer el sentido literal no quiere decir que haya que leerlo y cumplirlo al pie de la letra. Para darnos cuenta de ello, leamos este cuento anónimo hindú, escrito hace ya muchos años:

El gurú y el discípulo estaban departiendo sobre cuestiones místicas. El maestro concluyó con la entrevista diciéndole:

—Todo lo que existe es Dios.

El discípulo, creyendo haber entendido al pie de la letra las palabras de su maestro. Salió de la casa y comenzó a caminar por una callejuela. De súbito, vio frente a él un elefante que venía en dirección contraria, ocupando toda la calle. El joven que conducía al animal gritó avisando:

—¡Eh, oiga, apártese, déjenos pasar!

Pero el discípulo, sin inmutarse, se dijo: «Yo soy Dios y el elefante es Dios, así que ¿cómo puede tener miedo Dios de sí mismo?»

Razonando de este modo no se apartó del camino del elefante. El elefante, sin embargo, llegó hasta él, lo agarró con la trompa y lo lanzó al tejado de una casa, rompiéndole varios huesos.

Semanas después, repuesto de sus heridas, el discípulo acudió a la casa de su maestro y se lamentó ante él de lo sucedido.

El gurú replicó:

—De acuerdo, tú eres Dios y el elefante es Dios. Pero Dios, en la forma del muchacho que conducía el elefante, te avisó para que dejaras el paso libre. ¿Por qué no hiciste caso de la advertencia de Dios?

Como hemos visto, es necesario conocer los géneros literarios, las distintas maneras de expresarse, propias de la época en que fueron escritas, y el estilo empleado en el libro. Por poner un ejemplo, es muy distinto el modo de afirmar y el grado de enseñanza en la historia, la novela o el teatro. En la historia se trata de afirmar directamente lo ocurrido: tendrá mayor valor cuanto mayor sea el número de documentos que se citen para apoyar lo que se afirma. En una novela de fondo histórico, el autor expone un hecho histórico, pero con libertad para vestirlo con su imaginación. En una obra de teatro —lo mismo que en una novela— el autor no se hace responsable de lo que dice cada uno de los personajes, sino sólo de la enseñanza global. Por ejemplo, Cervantes, no afirma personalmente cuanto dicen don Quijo y Sancho. Para hablar de los libros de caballería, trata de interpretar lo que los «quijotes» y «sanchopanzas» dirían en cada circunstancia determinada. Puede considerarse como obra de teatro, por ejemplo, el libro de Job en la Biblia.

Y ya que hemos mencionada la Biblia, vemos como en ella tienen cabida todas las formas humanas de hablar. En cuestiones relacionadas con la ciencia habla según las apariencias de los sentidos de los hagiógrafos, por ejemplo «el sol sale y se pone». La historia que narra el Génesis, por ejemplo, es popular y a la vez religiosa.

Yo sólo estoy aconsejando que en cuando se lean escritos sagrados, se intente averiguar, no lo que se dice al pie de la letra, sino lo que los autores «quieren decir exactamente». En el Levítico, capítulo 26, versículo 21, vemos como el escritor, arrogándose la autoridad de Dios, amenaza a los creyentes, diciéndoles: «Y si continuáis siéndome hostiles y no me queréis obedecer, yo aumentaré la plaga sobre vosotros siete veces más». Ante esta amenaza, prometida además por Dios, el creyente no tiene más remedio que terminar obedeciendo. Sin caer en la cuenta de que antes de estar obedeciendo la voluntad de Dios, está obedeciendo los intereses del hombre. Porque como también podemos leer en Romanos, capítulo 6, versículo 16: «¿No sabéis que cuando os ofrecéis a alguien para obedecerle, sois esclavos del que obedecéis?

Todo lo que se dice en los escritos sagrados, sean de la religión que sean, si es para coartar la libertad del hombre, responden a intereses personales del autor sagrado; y todo lo que se dice para ensalzar y hacer libre a la persona, puede estar inspirado por Dios. A la luz de estos dos ejemplos, podría decir que la inspiración pudo hacerse realidad en el autor sagrado. Podría decir que el autor humano actúa en este caso con todas sus facultades y con todos sus cualidades y defectos. Que siendo el autor sagrado un ente inteligente y libre, puede, incluso, no tener conciencia de estar inspirado por Dios. En este caso, el autor sagrado escribe, no sólo para enseñarnos unas verdades que ensalzan al hombre, sino para presentarnos a Dios como un amigo, nunca como un monstruo vengador.

Los escritos sagrados son la revelación que los hombres han hecho, a través de los tiempos, de Dios. Decir que no tienen error resulta pobre y negativo. Y ante esos errores, que pueden llevar a esclavizar al hombre, tendremos que estar alerta.  De lo contrario podríamos terminar, en vez de sirviendo las generosidades de Dios, sirviendo los intereses de algunos hombres.

En un cuento que encontramos «En el Evangelio del Tao», se cuenta lo siguiente:

Cuentan que en China había un hombre llamado Yuang Chin Mu, que emprendió un día un largo viaje y, terminado su dinero, cayó desvanecido de hambre junto a un camino.

Cierto ladrón de la ciudad de Hu Fu, llamado Ch’iu, le vio y le llevó un plato de arroz. Satisfecho su apetito, abrió los ojos y dijo:

         —¿Quién eres?

         —Soy Ch’iu.

         —Pero, ¡Dios mío! Serás de verdad el ladrón Ch’iu; yo soy un hombre religioso y honrado y mi religión me prohíbe probar las provisiones de un ladrón.

Entonces, el hombre, empezó a hacer por devolver lo que había comido, y tanto esfuerzo hizo que murió.

Aunque el hombre hubiera sido un ladrón, el alimento no estaba contaminado por su dueño. El rehusar el alimento porque el que te lo da es un ladrón, es menospreciar la bondad de corazón de aquella persona que, aún siendo un ladrón, se compadece de alguien que está necesitado.

Después de todo lo dicho me falta esclarecer otro punto, y éste es que para que exista efectivamente la religiosidad en el hombre, éste tiene que dar una respuesta a la realidad sagrada que se le presenta. Si la respuesta fuera la huida, la indiferencia o la rebeldía, no se produciría la religiosidad. Cuando la respuesta personal es de acogida, entonces aparece la denominada «actitud religiosa», es decir, una disposición fundamental y permanente, provocada en el sujeto por la presencia del Misterio.

Esta actitud religiosa se compone de dos rasgos aparentemente opuestos: reconocimiento del Misterio y búsqueda de la propia salvación. El primero de estos rasgos responde al carácter trascendental del Misterios. El segundo, a su condición de realidad que interviene en la vida del hombre, afectándole de manera incondicional. El reconocimiento del Misterio como suprema realidad lleva consigo un centramiento de toda la vida en él, y por lo tanto, un descentramiento propio. Es decir, el hombre se comporta con las realidades de este mundo de manera tal que éstas son objetos de sus diferentes facultades y acciones. Todas le están ordenadas, giran en su órbita y existen en función de él. El hombre es el centro de la realidad mundana. Pero, desde el momento en que el hombre acepta el Misterio, como realidad suprema, debe salir de sí mismo, descentrarse, para poder entregarse confiadamente en las manos de Dios, reconociéndolo como centro de su vida, como su amigo íntimo. Pero, ¿significa esto que ser religioso significa abdicar de sí mismo? ¿Es incompatible la libertad del hombre, su autonomía, su autocreación, con la actitud religiosa? ¿Se plantea el reconocimiento de Dios en disyuntiva con la identidad del hombre? No. El reconocimiento de Dios y el descentramiento del hombre no deben interpretarse como anulación del hombre, sino como potenciación del hombre. En lugar de quedar recluido el hombre en la finitud del mundo inmanente del que es centro; en lugar de limitar su acción y su desarrollo a los objetivos finitos de este mundo, se abren las ventanas que le permiten vislumbrar ese más allá de sí mismo que se anuncia en la aparición del Misterio religioso; liberar al máximo sus energías al proponerles un propósito que supera todos los objetivos mundanos; derribar todas las barreras que supone el carácter del mundo para trascender a sí mismo y conseguir la máxima libertad. Esta es la experiencia del hombre religioso. Para entenderlo mejor, leamos este otro cuento:

El aspirante a maestro se arrodilló ante su mentor para ser iniciado en el camino de la enseñanza, y el gurú le susurró al oído el sagrado mantra, advirtiéndole después que no se lo revelara a nadie bajo ningún concepto.

—¿Y qué ocurrirá si lo hago? —preguntó el aspirante.

—Aquel a quien reveles el mantra —le dijo el gurú con mucho misterio y en voz muy baja—, quedará libre en el acto de la esclavitud, de la ignorancia y del sufrimiento. Pero tú quedarás excluido de todos estos bienes y te condenarás.

Tan pronto hubo escuchado aquellas palabras, el devoto salió corriendo hacia la plaza del mercado, congregó a una gran multitud en torno a él, y repitió a voz en grito el sagrado mantra para que lo oyeran todos.

Los discípulos se lo contaron más tarde al gurú y pidieron que aquel individuo fuera expulsado del monasterio, por desobediente.

El gurú sonrió y dijo:

—Éste no necesita nada de cuanto yo pueda enseñarle. Con su acción ha demostrado ser un verdadero maestro, un amante de su prójimo y un gran creyente.

La segunda nota, o sea la búsqueda de la propia salvación, es inseparable de la actitud religiosa. Esto lo expresa vivamente el célebre texto budista que dice: «Como el mar inmenso está todo él penetrado de un solo sabor, el sabor de la sal, así el sistema religioso está penetrado de un solo sabor, el sabor de la salvación».

La idea religiosa de la salvación implica tres elementos: liberación de una situación de mal radical (cada religión cuenta a su manera distintas representaciones del mal); perfección plena y definitiva del hombre, no es el sentido de tener más sino el de ser mejor; gracias, por cuanto la salvación no es exclusiva de la conquista humana, sino obra principal del Ser superior.

La relación del hombre con el Misterio, que late en todas las religiones, les confiere «el aire común de familia», la semejanza estructural que nos permite reconocer a todas como religiones, como manifestaciones de un mismo hecho religioso. Esto no significa que sean igualmente verdaderas, pues su condición humano e histórico lo impide, pero todas contienen verdaderos fenómenos religiosos, todas manifiestan una misma estructura del hecho religioso. Podemos decir que todas, en definitiva, cuando hacen libre al hombre, están hablando del mismo Dios; y que, por el contrario, cuando lo esclavizan, están hablando de hombres que se han arrogado a sí mismos la potestad de Dios en provecho propio.

 

IMPRIMIR EL TEXTO                             IMPRIMIR LA PÁGINA