LA PUERTA SECRETA DE LOS SACRAMENTOS DEL VERDADERO YOGA

Parte 4ª - LAS ESCRITURAS SAGRADAS

Para quienes como yo, hayan conocido, vivido, asimilando y practicado las religiones más importantes del mundo, como el cristianismo, el islamismo, el budismo, el hinduismo y el judaísmo, sabrán que es un deber aconsejar a quienes me estéis leyendo, que seáis muy cuidadosos a la lo hora de elegir o tener que cambiar de religión. Porque todas las religiones, sean las que sean, mediante sus escritos sagrados, exigen obediencia ciega hacia quienes se han arrogado el puesto de intermediarios de Dios. De forma y manera que quienes no se someten, son en el acto castigados por Dios.

Esta presentación de Dios no es verdadera; Dios no necesita de intermediarios entre Él y la persona. La revelación que Dios hace a la persona, es personal e intransferible. La única vía de comunicación que Dios necesita es a la propia persona. De esta forma es como todos podemos dialogar con Dios, conocerle, saber que es nuestro amigo... Los intermediarios suelen presentarnos a Dios como algo inasequible, adversario, y que, en la mayoría de los casos, inutiliza la acción y la decisión libre del hombre. Por ello, y eso está ocurriendo todos los días, una presentación falseada de Dios tiene como consecuencia una reacción de rebeldía contra el mismo Dios. Muchas formas de ateísmo son una comprensible reacción contra un falso concepto de Dios.

Es importante ponernos en guardia para que nadie meta en nuestro entendimiento un Dios ídolo. Los líderes religiosos tendrán que ser muy modestos a la hora de mostrarlo. Porque de Dios no se puede hablar como de algo que se ha visto y al verlo es poseído, sino como de alguien por quien uno se deja poseer.

La verdadera imagen de Dios la hemos de descubrir a través de la revelación que Él mismo hace personalmente en nosotros. En el cristianismo, por ejemplo, el Dios que anuncia Jesús es el Padre que acoge, sale al encuentro, perdona... Toda la vida de Jesús fue eso: hacer visible esta proximidad de Dios, ser «samaritano» próximo a cualquier hombre en necesidad, y a mayor necesidad mayor cercanía.

Ese Dios que, a lo largo de los siglos, se nos ha ido presentando en el cristianismo, no es el Dios que Jesús quiso mostrarnos. Me refiero a la visión de ese Dios que respalda ciertos tabúes morales, que nos impone caprichosamente lo que es molesto, y manda sistemáticamente lo que es desagradable. Un Dios de cuyo capricho dependen las lluvias, las catástrofes, las guerras...

Un Dios que debe estar pendiente del capricho del hombre, reparar los errores en su vida cotidiana, sustituirle siempre que éste no tome las decisiones que debe tomar. Si este Dios que nos presentan no cumple con el oficio que le ha sido asignado, el hombre reaccionará contra Él porque lo verá como un Dios servidor inútil...

El Dios que sirve para justificar las injusticias del orden constituido, que vigila con severidad las normas de una moralidad oprimente, que se caracteriza por una actitud de amenaza, de castigo vengador. El Dios que protege siempre a los de nuestro país, a los de mi partido, a los que profesan mis ideas y mira con ira a los perversos enemigos de mi patria, de mi partido, de mis ideas...

El Dios que ha hecho que unos pocos privilegiados posean la mayor parte de los bienes y a quienes les corresponde por voluntad divina administrarlos. El Dios que prohíbe a los pobres organizarse para reclamar con eficacia sus derechos...

El Dios relojero del universo que maneja como un técnico muy hábil la maquinaria de todas las cosas creadas. El Dios, en definitiva, objeto de todas las «ñoñerías» sentimentales de ciertas formas de piedad y beatería.

En la perspectiva religiosa, el hombre debe encontrar una nueva dimensión. Algo que le llene y le haga feliz. Porque, como dice Pascal: «El saber acerca de Dios, sin tener en cuenta nuestra miseria, engendra presunción. El saber de nuestra miseria, sin tener conocimiento de Dios, engendra desesperación. El saber acerca de Jesucristo crea el camino medio, porque en él encontramos tanto a Dios como a nuestra miseria».

Voy a traer aquí un cuento, sacado de mi libro titulado: «Cuentos terapéuticos», que dará una visión clásica de lo que pretendo haceros comprender, el cuento se titula: «El juicio particular».

—Que entre el primero  —ordenó el Sumo Hacedor, mientras tomaba asiento en un resplandeciente sitial creado con fragmentos de nubes de distintos matices, y engalanado con gotitas de rocío superpuestas que chispeaban hacia todas las direcciones como si fuesen exuberantes piedras preciosas.

El Príncipe de las milicias celestiales, el Arcángel San Miguel, auxiliado por cuatro espíritus puros con entendimiento y voluntad, hizo pasar al primero de los convocados.

La recién entrada era una mujer de unos 78 años de edad más o menos. Alta, encorvada y de pocas carnes. Tenía los ojos menudos, ardientes y bastante hundidos en sus congestionadas órbitas. Sus cabellos, recogidos en un minúsculo moño por un gran lazo de terciopelo negro, eran canos, insuficientes, enfermizos y desmedrados. Y un rostro escuálido de sonrisa amarga y grumosa, que asomaba perennemente en sus labios, revestía sus facciones de una expresión de velada tristeza.

—Bienvenida al lugar  donde todos los seres humano viven eternamente felices haciéndome compañía —manifestó con ternura el Sumo Hacedor.

—¿Has dicho todos los seres humanos? —Preguntó la mujer un tanto desconcertada.

  —Sí, eso he dicho.

  —¿Justos y pecadores?

  —Sí.

  —¿Estoy en el cielo?

  —Sí.

   —¿Y tú eres Dios?

   —Sí.

  —¿Cómo es que todos los seres humanos, justos y pecadores, viven aquí eternamente juntos? ¿Acaso no han sido juzgados?

—¿Juzgar?, no; aquí no se juzga a nadie. Aquí no se atribuyen cargos contra las personas. Son las mismas personas quienes, con todo lucidez, reflexionan sobre sus anteriores hechos.¿Por qué lo preguntas?

  —Porque yo tenía entendido que Dios premiaba a los buenos dándoles el cielo, y castigaba a los injustos condenándolos al infierno.

  —Aclárame una cosa, mujer: ¿quiénes son los buenos?

 —Los buenos son los que aman a Dios sobre todas las cosas.

  —¿Y por qué no amar la obra de Dios en tu persona? ¿Acaso amándote a ti misma no estás amando a Dios sobre todas las cosas?

—Yo sólo sé lo que me dijeron.

—¿Quiénes son los injustos?

—Injustos son los que desvían su corazón de lo visible y lo traspasan a lo invisible, porque quien quiere alargar su vida para disfrutar más de ella no es merecedor del cielo.

  —¿Por qué?

  —Porque la larga vida no nos enmienda, añade pecado.

—¿Qué es el infierno?

—El infierno es el lugar donde los malos, apartados de Dios, sufren penas eternas.

—Si el infierno es algo tan perverso como la que tú me describes, hija mía, quiero que sepas que aquí no hay infierno.

—¿Ni siquiera purgatorio?

—Tampoco conozco ese título, ¿qué es el purgatorio?

—El purgatorio, Señor, es el lugar de sufrimiento donde se purifican, antes de entrar en el cielo, los que mueren en gracia de Dios sin haber satisfecho sus pecados.

—Siento defraudarte, mujer, pero aquí tampoco existe ese poder.

—Pues, entonces..., ¿qué hago yo ahora? —interpeló la mujer con signos de estar enojada.

  —No te entiendo, mujer, ¿qué quieres decir?

  —¿Qué quiero decir? Quiero decir que por conseguir la felicidad de estar en el cielo, hice grandes sacrificios mientras estuve viva en la tierra. Para no ser condenada a las penas del infierno fui pura desde que nací hasta el día de mi muerte. No besé nunca a ningún hombre, ni dejé que ninguno de ellos pusiera una mano sobre mí. Esta actitud me costó quedarme soltera, pero lo sufrí valerosamente para no pecar contra la pureza. Aprendí a rezar como me enseñó la Iglesia, acepté los sacramentos y admití todos los dogmas... Si ahora, tal como tú dices, Señor, aquí no hay juicio, ¿de qué me ha servido hacer tantos y tan grandes sacrificios?

—Estás en el cielo ¿no? Si esto era lo que tú querías debes de estar muy contenta —observó apaciblemente el Señor.

—¡Pues no estoy contenta, Señor, no estoy contenta!

—¿Por qué?

—Porque no era esta la idea de salvación que a mí me habían hecho concebir en la tierra. Si mandas a la gloria a todo el mundo sin ser juzgado, ¿qué valor puede tener ir a ella? Yo me preparé para ser juzgada, y lo hice todo con tanto sacrificio y con tanta severidad, que si ahora no me juzgas me sentiré decepcionada.

—Veo que confías más en mi indulto que en mi misericordia. Y entiendo que sacrificaste tu vida más por miedo a mí que por amor. Es lamentable, pero no ha sido por tu culpa... ¿Quieres ser juzgada?

—Sí —contestó convincentemente la mujer.

—¿Cómo te llamas?

—Virtudes.

—Pues como aquí somos condescendientes y devotos con todo el mundo, vamos a satisfacer tus deseos. Te vamos a juzgar... Pero antes dime, Virtudes, ¿por qué nunca besaste a un hombre ni dejaste que ninguno te besara?

  —Porque es malo.

  —¿Malo? ¿Un beso? ¿Cómo podías saber tú que un beso era malo si nunca habías besado ni te habías dejado besar?

—Me dijeron que era malo.

—Bien, pues entonces vayamos al juicio. ¿De qué te acusas? —preguntó el Señor, ya convertido en Supremo.

—De nada. No me puedo acusar de nada porque siempre hice todo aquello que la religión demandó de mí —contestó la encausada, forzando extremadamente su sonrisa y haciendo que  pareciera ésta aún más amarga y enfermiza.

—Muy segura estás de ti misma —argumentó el Sumo Hacedor reposadamente mientras se mesaba con mucho cuidado las luengas barbas—. No obstante —prosiguió—, nuestro deber es hablar de cuanto te aconteció en la vida. Después, cuando hayamos analizado el movimiento que has tenido en ella a lo largo de tu existencia, seremos Nos quienes, con mucha generosidad y desprendimiento, daremos resolución a los diversos hechos que llevaste a cabo en la tierra. Dime, Virtudes, ¿por qué estás tan segura de ti misma?

—Porque siempre me resistí a las tentaciones y desprecié las vanidades del mundo.

  —¿Qué medios hay para no caer en las tentaciones?

  —Huir de los enemigos del alma.

 —¿Cuántos son los enemigos del alma?

  —Tres.

  —¿Cuáles son?

  —Mundo, demonio y carne.

  —¿Quién es el demonio?

  —Pero, ¿acaso no lo sabes?

  —No, no lo sé. ¿Quién es?

  —Es un ángel que te desobedeció, y fue condenado al infierno.

   —¿Por qué el demonio, el mundo y la carne son enemigos del alma?

   —Porque con sus tentaciones nos inducen al pecado.

   —Y para huir de las vanidades del mundo ¿qué remedios hay?

   —Guardar la pureza y disciplinar los sentidos.

   —¿Cómo se guarda la pureza?

  —Huyendo de las ocasiones peligrosas como conversaciones, miradas, lecturas, amistades, espectáculos...

 —¿Y cómo se disciplinan los sentidos?

  —Despreciando la ciencia que no se funda en el temor de Dios y en la práctica de la virtud.

  —¿Cuál es entonces la verdadera ciencia?

  —La verdadera ciencia consiste en el bajo aprecio de sí mismo.

  —¿Por que razón no puedes apreciarte?

 —Porque eso fue lo que me enseñaron. Alguien me dijo un día que el verdadero conocimiento y desprecio de sí mismo es altísima y doctísima perfección.

  —¿Constantemente fuiste obediente a las exhortaciones de los demás?

  —Hice siempre ciegamente lo que me aconsejaron las personas religiosas. Mi vida estuvo perpetuamente en sus manos. Tuve director espiritual, sacerdote, confesor, pastor y capellán. Participé en oraciones, rosarios, catequesis y retiros...

  —¿Por qué hay que obedecer y someterse?

 —No lo sé. Unos me dijeron que gran virtud es vivir en obediencia, vivir debajo de un superior y no tener voluntad propia; otros que ellos eran los únicos maestros, que quienes les escuchaban a ellos a Dios escuchaban.

  —¿Por qué no hablaste directamente conmigo?

  —Nadie me dijo que eso fuese posible. ¿Dónde estabas tú?

 —Estuve siempre dentro de ti.

  —¿Qué hacías allí?

  —Estuve esperándote. Me revelé dentro de ti, pero nadie me escuchó.

   —¿Revelar? ¿Qué es revelar?

  —Revelar es desvelar, levantar el velo, descubrir lo oculto, encontrar a Dios, comunicarse con él personalmente...

   —¿Te estuviste revelando dentro de mí y no te escuché?

   —Sí. Lo hice todos los días y a todas horas.

   —¡Qué gran ocasión me perdí por no intentar encontrarte!

   —¿Fuiste feliz en la tierra, Virtudes?

   —No; no fui feliz. Viví muy sacrificada. Y para poder sobrevivir y conllevar todas mis frustraciones, tuve que tomar más de tres clases de medicamentos, todos ellos recetados por médicos y psiquiatras.

  —¿Para qué tomabas los medicamentos?

  —Para los nervios, la ansiedad, para conciliar el sueño... En fin, para conseguir el cielo tuve que hacer muchos sacrificios... Pero todo ello lo hice por amor a Dios...

—Nadie ama más a Dios que aquél que se ama a sí mismo. El que se ama a sí mismo y comparte ese amor con los demás, ama a Dios infinitamente. Porque cuando tuviste bajo aprecio de ti misma, no eras tú quien te despreciabas, me despreciabas a mí; cuando te cerraste al amor y no dejaste que ningún hombre se acercara tierna y cariñosamente a ti, no era al hombre a quien impedías acercarse sino a mí...

—Espero tu veredicto —concluyó la mujer.

—Después de haber oído tu declaración, consideramos que no eres culpable. Tuviste buena voluntad... No obstante, creemos que aún no estás dispuesta para entrar en el cielo. Hemos decidido mandarte nuevamente a la tierra para que tengas otra oportunidad. Es nuestro deseo que en tu nueva vida intentes disfrutar de todo aquello que los hombres te robaron en mi nombre.

 

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