LA ÚLTIMA CENA

 

Tal vez llegados a este punto surja en ustedes una pregunta: ¿si la cena de Jesús con sus discípulos fue celebrada en Jerusalén, cómo llegó este santo Cáliz al monasterio de San Juan de la Peña?

La última cena se celebró en casa de María, una viuda que era madre del joven Juan Marcos, el que más tarde se convirtió en el primer evangelista. La mujer era muy amiga de los discípulos de Jesús, y de Jesús mismo. Incluso se dice que, aunque en secreto, era del grupo. Tan amigos eran, que cuando el grupo tenía que realizar una reunión, siempre terminaban celebrándola en la casa de la viuda María. Y esto no sólo antes de la muerte del maestro, sino también después de ella.

Por los Hechos de los Apóstoles sabemos que cuando Pedro estuvo preso en Jerusalén, se refugió en esta casa al verse liberado milagrosamente de la cárcel. En la segunda obra que fue escrita por san Lucas, titulada «Hechos o Actas de los Apóstoles», Dice: «...reflexionando, se fue a la casa de María la madre de Juan, por sobrenombre Marcos, donde estaban muchos reunidos y orando. Golpeó la puerta del vestíbulo y salió una sierva llamada Rode, que, luego que conoció la voz de Pedro, fuera de sí de alegría, sin abrir la puerta, corrió a anunciar que Pedro estaba en el vestíbulo...»

Por lo que hemos podido advertir la viuda era bastante rica, ya que tenía siervos a su servicio. El vaso, conociendo la austeridad de Jesús, no debió de ser pedido por éste de ágata ni de otro material caro, pero sí sería convenido que fuera económico y con la forma mamiforme que ya hemos detallado antes.

La viuda, aprovechando aquella ocasión para hacerle un valioso regalo a su maestro amado, lo encargaría de ágata y de color fuego porque, tal como decía Pedro, la palabra de nuestro maestro es como el fuego que todo lo purifica...

Llegados a este punto, quizás surja en nosotros otra duda: ¿no resultaba en aquellos tiempos un poco deshonesto, o cuanto menos un poco extraño que una mujer que vivía sola diera cobijo en su casa a Jesús y a sus discípulos?

De ninguna forma. Al contrario. Según nos dice san Jerónimo, había una costumbre judía, según la cual las mujeres piadosas podían servir con sus bienes, y ocuparse del alimento y de los vestidos de los rabinos. Y esto es precisamente lo que hizo la madre de Marcos.

En esta casa, y bajo los argumentos descritos, se celebró la última cena. Testigo de excepción, aunque demasiado joven todavía, fue Juan Marcos, el primer evangelista, que podría tener por aquellos tiempos unos doce o trece años de edad, ya que, años más tarde lo vemos nuevamente acompañando a Pedro en sus viajes apostólicos, y éste, debido a su juventud, a la considerable amistad que le unía a su madre o, tal vez porque le conocía desde muy pequeño, le llama con mucha frecuencia: hijo.

Tan unidos anduvieron el veterano Pedro y el joven Marcos, que Papías, obispo de la diócesis de Hierápolis, dice que Marcos, interprete de Pedro, puso por escrito cuantas cosas recordaba de lo que Cristo había dicho y hecho, con exactitud, pero no con orden. No es que él hubiese oído al Señor, pero siguió a Pedro, el cual hacía sus instrucciones según las necesidades de los oyentes; pero no narraba ordenadamente los discursos del Señor. Aunque de una cosa tenía cuidado: de no omitir nada de lo que había oído o de fingir cosa falsa... Tal vez por ello san Justiniano llame al evangelio de Marcos «las memorias de Pedro».

De lo dicho podemos deducir, sin temor a equivocarnos, que el evangelio de Marcos fue el primero y el más antiguo de los evangelios canónicos, más conocidos como sinópticos. Éste, sin duda, fue la base desde donde partieron los otros. Aunque los otros dos, es decir, Mateo y Lucas, usaran además de la base de este evangelio, también fuentes especiales, escritos distintos o tradiciones orales.

Marcos, pues, escribe lo que vio hacer a Pedro o lo que Pedro predicaba sobre el maestro. Pero de lo que no hay absolutamente ninguna duda es que Marcos, aunque joven todavía, fue testigo de la última cena de Jesús. Por ello hemos de tomar este pasaje como el más fiable, y, a la vez, como el más auténtico cuando dice: «Mientras comían, tomó pan, y bendiciéndolo, lo partió, se lo dio y dijo: Tomad, este es mi cuerpo. Tomando el cáliz, después de dar gracias, se lo entregó, y bebieron de él todos, mientras él les decía: esta es mi sangre, sangre de la alianza, que será derrama por todos...»

Las palabras que Jesús pronunció en su casa, debieron de producir en el alma del joven Marcos tal curiosidad que, a pesar de ser enviado a la cama por su madre, cuando el maestro abandonó la casa debió salir tras de él. El mismo Marcos, encubriéndose tras el anonimato, lo narra cuando en su evangelio nos dice: «El traidor les había dado esta señal: a quien besaré yo esta noche, ése será» —esto no lo podía saber el joven Marcos. Le fue revelado por Pedro—. «Al instante llegó y se le acercó, diciendo maestro, y le besó. Ellos le echaron mano y se apoderaron de él. Pero uno de los presentes, sacando la espada, hirió a un siervo del pontífice y le quitó una oreja...»

Este presente que saca la espada y quita de un certero tajo la oreja de un siervo del pontífice es Pedro, pero el joven Marcos, tal vez para preservar la identidad de un ser muy querido, lo enmascara escribiendo que era uno de los presentes. De la misma forma hacen Mateo y Lucas, es decir, se limitan a transcribir lo que ya había dicho Marcos de que uno de los presentes, sacando la espada, hirió al siervo del pontífice y le quitó una oreja. Es Juan, el evangelista, el que por haber sido testigo ocular de este incidente nos dice con toda claridad que Simón Pedro, que tenía una espada, la sacó e hirió a un siervo del pontífice cortándole la oreja derecha...

Los fundamentos que nos llevan a pensar que el joven Marcos dejó la cama, donde su madre le habían mando ir, para seguir luego a Jesús y ser de esta forma testigo de excepción de lo que allí aconteció, son los siguientes: cuando hacen preso a Jesús, dice el mismo Marcos en su evangelio: «Todos lo abandonaron y huyeron. Solamente quedó allí un cierto joven que le seguía envuelto en una sábana sobre el cuerpo desnudo. Y cuando trataron de apoderarse de él, dejando la sábana huyó desnudo». Si todos huyeron, ¿quién que no fuese el joven de la sábana puede narrar este hecho? Y si iba envuelto en una sábana para tapar con ella su desnudez, no sería porque se había levantado precipitadamente de la cama para seguir al maestro.

No es ningún secreto que Pedro y Marcos anduvieron la mayor parte del tiempo juntos. Y que, como es natural, el vaso con que Jesús instituyó la santa Eucaristía viajaría siempre con ellos, no por el valor económico que la piedra tenía en sí, sino por el valor que representaba para ellos llevar siempre consigo el símbolo del misterio eucarístico que habría de alimentar y dar vida a la comunidad cristiana.

Cuando Pedro se hizo cargo de la dirección de la Iglesia de Jesucristo con el cargo de primer Papa, se llevó con él el Cáliz que su maestro había usado para instituir la primera Eucaristía, y como es natural, Marcos, al que Pedro consideraba como a su propio hijo, y en quien había depositado toda su confianza, fue nombrado por el recién estrenado Papa administrador de los bienes de la Iglesia, entre los cuales, estaba, como es natural, el santo Grial.

Hay muchos historiadores religiosos que afirman que Marcos no se encontraba por aquel tiempo en Roma, sin embargo, hay escritos que afirman lo contrario. Por ejemplo, en la primera Epístola que Pedro escribe en Roma, y que todos nosotros podemos leer en el Nuevo Testamento, se dice lo siguiente: «Os saluda la Iglesia que está en Roma, elegida por vosotros, así como mi hijo Marcos...». Más tarde, en otros documentos que fueron escritos, uno por el obispo Papias y otro por Clemente de Alejandría, el primero dice: «que los cristianos romanos le pidieron a Marcos que escribiera su evangelio porque deseaban tener un memorial escrito de la doctrina y predicaciones de Pedro», y el segundo que: «después que Pedro hubo anunciado la Palabra de Dios en Roma y predicado el Evangelio en el espíritu de Dios, la multitud de los oyentes pidió a Marcos, que había acompañado extensamente a Pedro en todos su viajes, que escribiera lo que los Apóstoles habían predicado».

Llegado a este punto, mis apreciados lectores, he de decir que desde Pedro, que fue el primer papa de la Iglesia, hasta el Sixto II, por cuya determinación el santo Cáliz llegó e España, hubo 23 papas. Todos ellos tuvieron el santo Cáliz en su poder y con él consumaron el sacrificio de la santa Misa. También os he de decir que, excepto unos pocos que no pasaron de cuatro, incluyendo entre ellos a Pedro, murieron martirizados.

Los que tuvieron el honor de poseer entre los tesoros de la Iglesia el santo Cáliz, fueron los siguientes: Lino, Anacleto, Clemente, Evaristo, Alejandro, Sixto, Telesforo, Higinio, Pío, Aniceto, Sotero, Eleuterio, Víctor, Ceferino, Calixto, Urbano, Poncio, Anterus, Fabián, Cornelio, Lucio, Estebán y Sixto II.

Hay varios indicios que nos hacen suponer que el sagrado vaso estuvo en poder de los papas descritos. Son los siguientes:

El papa Clemente, que rigió la sede episcopal desde el año 88 hasta el 97, estableció que cada vez que un cristiano recibiese la comunión, cuando el sacerdote se la entregase diciendo: «Este es el cuerpo de Cristo», él dijese amen, es decir, traducido del latín: «Así es».

El papa Alejandro, cuyo pontificado duró desde el año 105 hasta el 115, dispuso que la hostia fuera hecha exclusivamente con pan ácimo, tal y como había sido comido por los apóstoles en la primera Eucaristía, celebrada con el Cáliz que él tenía bajo custodia.

El papa Sixto, sucesor del anterior, que rigió los destinos de la Iglesia desde el año 115 hasta el 125, prescribió que el retazo del cáliz fuese de lino, tal que había sido el mantel y las servilletas usadas en la última cena de Jesús y sus discípulos, y ordenó además que el cáliz y revestimientos sagrados fuesen tocados solamente por los sacerdotes. Con ello estaba dando a entender que ese Cáliz que él tenía bajo custodia, y que era el símbolo de todos los que se hallaban en otros templos, debía ser considerado como el objeto más sagrado de todos los que existían en la Iglesia.

El papa Ceferino, que murió martirizado, y rigió la Iglesia desde el año 199 hasta el 217, estableció que hasta que no se hubiese cumplido la edad de catorce años no se diese la comunión a ningún cristiano. Esto lo hizo porque creyó que a esa edad ya tenían los jóvenes la suficiente conciencia como para comprender que aquel acto los ponía en comunicación con Jesús, es decir, que recibían la Víctima divina y que, al mismo tiempo, se ofrecían ellos para entrar de lleno en la celebración eucarística... Y además de esto, enterado de que los sacerdotes estaban introduciendo en sus iglesias cálices de oro para consagrar, dio órdenes estrictas de que los cálices fueran criptocristalinos, esto es de ágata, cuarzo o sílice, tal que lo era el cáliz que obraba en su poder usado por Jesús en su última cena..., y además, para que ningún trozo ni miga de pan convertido en cuerpo de Nuestro Señor Jesucristo cayera al suelo, donde podía profanarse, dio orden de que se usara una patena.