LA PUERTA SECRETA DE LOS SACRAMENTOS DEL VERDADERO YOGA

 

 

Parte 1ª. INTRODUCCIÓN

 

NOTA INICIAL. Pensando que tal vez haya entre vosotros lectores que estén interesados en conocer o, quizás, en practicar la paciente ciencia del yoga, y siguiendo los consejos de algunos amigos que me alentaron a escribir sobre ella, comienzo hoy con éste, una serie de doce artículos que durarán durante todo este año que recientemente acabamos de estrenar. El documento, al ser demasiado grande para publicarlo en un solo artículo, ha sido dividido en doce, cuyos títulos serán los siguientes:

 

01.   Parte 1ª.   INTRODUCCIÓN

02.   Parte 2ª.   LOS VEDAS

03.   Parte 3ª.   LA ENSEÑANZA DE LOS VEDAS

04.   Parte 4ª.   LAS ESCRITURAS SAGRADAS

05.   Parte 5ª.   INSPIRACIÓN DIVINA

06.   Parte 6ª.   EL VIAJE

07.   Parte 7ª.   LUGARES TELÚRICOS

08.   Parte 8ª.   EL YOGA

09.   Parte 9ª.   EL LOTO

10.   Parte 10ª. EL PEZ

11.   Parte 11ª. SALUDO AL SOL

12.   Parte 12ª. MEDITACIÓN

 

Cuando el hombre ama profundamente algo, lo guarda celosamente en su corazón, no habla inútilmente de ello y jamás cobra por enseñarlo. Estos tres principios han sido los que me han condicionado hasta hoy para guardar celosamente en mi corazón las enseñanzas que recibí sobre la práctica del yoga, el no hablar nunca vanamente de sus beneficiosos efectos y el de no cobrar jamás por transmitir su primitiva filosofía.

Son muchos hoy los dudosos guías que se están estableciendo en las diferentes ciudades del mundo con ánimo de enriquecerse enseñando una disciplina que desconocen porque, en su mayoría, no recibieron de maestros verdaderos. Todo lo más, quizás, hayan leído algunos libros o recibido las enseñanzas que imparten de boca de otros maestros que también cobraron por instruirlos. Quienes enseñan el yoga por lucro no son verdaderos yoguis. Todo debe ponerse al servicio del Señor. Cualquier cosa que hagamos dentro de las enseñanzas que vienen de Dios, como catequistas, como filósofos o como yoguis, debemos hacerlo siendo conscientes de que de Dios lo recibimos gratis y que por Dios tendremos que transmitirlo gratis. Cuando este mandato se hace realidad, el hombre puede ser verdadero maestro, verdadero filósofo y verdadero yogui. Y así nos lo hace saber Krishna, la deidad que alcanzó la felicidad y la alegría a través de la meditación trascendente:

 

Yam sannyâsam iti prâhur

yogam tarm viddhi pândava

na hy asannyasta-sânkalpo

yogí bhavati kascana...

 

Lo que se llama renunciación

es lo mismo que el YOGA,

o la vinculación con el Supremo;

porque nadie puede ser yogui

si no renuncia a los bienes materiales...

 

El mundo en que vivimos, estresante, competitivo, lleno de hambre, guerras y terrorismo, es propicio para que proliferen en él personas que ofrecen, previo pago de su importe, el milagroso camino que nos lleva a la paz del alma y al equilibrio del cuerpo. Por este motivo también el yoga se enfrenta hoy al comercialismo que oscurece su verdadero sentido. El supuesto maestro que nos ofrece, previo pago de su importe, la liberación total de nuestras almas y el completo control de nuestros cuerpos, ignora seguramente que es precisamente por este mundo egoísta por el que se nos hace necesario enseñar la ciencia del yoga y no aprovecharse de ella. Porque igual que hay que dar de comer al hambriento o de beber al sediento, hay que sanar al enfermo. Un enfermo que, aunque conoce el sufrimiento y la felicidad, vive más en la agonía del desconsuelo que en la cima de la felicidad. No es el sano el que necesita médico —dice Jesús en el Evangelio—, sino el enfermo. La ciencia del yoga no fue creada para quienes desconocen el sufrimiento, el frío, el hambre, el deshonor..., esta ciencia fue concebida para quienes estamos sometidos al calor del verano y al momento siguiente, al frío del invierno. Para quienes a veces nos sentimos felices y otras desdichados. Para quienes unas veces somos ensalzados y otras denigrados. Esta dualidad es necesaria para llegar a ser un verdadero poseedor de los secretos del yoga, porque nadie puede hallar la liberación sin haber conocido antes la opresión. No es posible comprender lo que es el honor si nunca se ha conocido el deshonor; ni comprender lo que es la felicidad si nunca se ha conocido la desdicha. Y para ir comprendiendo lo que trato de haceros entender, iré alumbrándoos el camino, tal como hace la filosofía oriental, con cuentos, parábolas o teorías. Leer con mucha atención este cuento que ha sido extraído de un libro que yo escribí titulado «Cuentos terapéuticos», cuyo título es EL ÁTOMO PARLANTE:

 

Quizá a ustedes les parezca extraño que yo, un cuerpo casi vacío que tiene como corazón un núcleo excesivamente pequeño, sea el encargado de contarles la siguiente historia. Pero he de decir, no para justificarme sino para que ustedes lo entiendan, que soy el único que puede rememorarla con demostrada originalidad y credibilidad verdadera, porque habito en las profundidades del organismo y del entendimiento de las personas.           

Yo he vivido íntimamente con la humanidad desde que el mundo fue mundo... Pero, un momento, todavía no me he presentado...        

Soy un átomo de carbono. Es decir, soy una pequeñísima partícula de materia que entra en la composición de las moléculas de su cuerpo y es característica de cada uno de los 92 elementos químicos que hacen posible que la vida fluya en él. Fui creado hace 800 millones de años. De mí obtienen ustedes la energía suficiente para vivir y perpetuarse. De manera que mientras viven, yo estoy en ustedes, y cuando mueren, yo me transformo. Gracias a esta transformación, he pasado por cuerpos de personas que han vivido antes que ustedes y pasaré, cuando ustedes dejen de existir, a cuerpos de personas que habrán nacido después que ustedes.

Así que puedo decir, sin temor a equivocarme, que soy inmortal. Y recemos ambos para que así sea porque el día que yo deje de existir, el mundo que nos rodea también desaparecerá.         

Hasta ahora, el hombre, a cuya composición me honra pertenecer, ha tratado por todos los medios de demostrar científicamente el origen de mi existencia. Y a la única conclusión que han llegado unánimemente es: que yo soy la vida. Después han querido seguir ahondando en mis profundidades y todo ha sido inútil, porque yo, llámenme ustedes átomo o llámenme vida, no soy un archivero que me haya dedicado a observar y estudiar los acontecimientos evolutivos para después anotarlos. La vida es..., eso: sencillamente vida. De ahí que el hombre, al no tener historia donde informarse, haya tenido que reducir su ciencia a pura hipótesis, y construir imaginariamente su historia de la vida... Pero no es de la historia del devenir de la vida ni de la evolución del hombre de lo que yo quiero hablarles hoy, no. Quiero contarles una pequeña historia que sucedió hace ya muchos, muchísimos años. Es una historia de la existencia humana, una narración sencilla. Un relato que puede ayudarnos a caminar sin muletas por la ruta incierta de nuestro vivir cotidiano.

Allá por los tiempos de «Maricastaña», vivía en una ciudad que se llamaba Pompaelo (actualmente Pamplona), un hombre que estaba casado con una mujer que, según manifestaba ella, no conocía ni había conocido nunca la felicidad.

Nicasio, que así se llamaba el hombre, amaba profundamente a su mujer. Quería que conociera la felicidad, y para alentarla a ello le hacía miles de proposiciones al día:

—¿Quieres que vayamos de excursión al campo? —Invitaba el hombre, muy cariñoso.

—No —contestaba ella—, allí no seré feliz porque me picarán las moscas.

—¿Quieres que plantemos rosales en el jardín? —Insistía él.

—No —volvía a contestar ella—. Plantar flores es muy cansado y muy difícil, y la felicidad no se consigue con la dificultad.

—¿Quieres que tengamos un hijo?

—No; los hijos dan muchos problemas, y con ellos es imposible conseguir la prosperidad.

—Entonces, dime, ¿qué quieres? ¿Qué necesitas? —Le preguntaba Nicasio desesperado.

—Quiero... Necesito... Un milagro.         

En aquellos tiempos no existían los psiquiatras, los psicólogos ni los psicoanalistas, que era precisamente, y según mi criterio, la asistencia que necesitaba urgentemente la buena mujer. Eran tiempos de profetas. Pero los profetas no se dedicaban a sanar el alma sino a acrisolarla para que sus dueños o dueñas pudieran cumplir la Ley a rajatabla.

Aquel inconveniente no paralizó la voluntad de Nicasio. Haciendo bueno el refrán de que: «Dios aprieta pero no ahoga», pensó que si era época de profetas también era el tiempo en que los ángeles bajaban a la tierra... Y ni corto ni perezoso, se levantó de la silla donde estaba meditando, aparejó su asno, tomó un cordero blanco que pastaba en su rebaño, y partió hacia el monte de los sacrificios para ofrecer el animal en holocausto.      

Cuando Nicasio llegó al monte de los sacrificios, buscó leña y la colocó sobre el altar. Luego, ató el cordero y lo puso sobre la leña. Y después, tomó el cuchillo, degolló el cordero y le prendió fuego.  

Todavía no se había extinguido el humo del sacrificio, cuando una voz, que más que voz era trueno, dijo:

            —Nicasio... Nicasio... ¿Por qué me llamas?

            —Te llamo porque te necesito. Mi mujer no ha conocido nunca la felicidad y quiero que la conozca.

            —Te diré lo que vamos hacer —replicó el ángel—, mañana me presentaré en tu casa y te pediré trabajo, y tú me tomaras como criado. Yo me encargaré de que tu mujer conozca la felicidad.              

Nicasio regresó a su casa. Iba pletórico de complacencia y atiborrado de contento.      

Al día siguiente, el ángel se presentó ante Nicasio. Y Nicasio lo tomó como criado, diciéndole a su mujer que el hombre que cogían como servidor, era, más que  lacayo, un entendido en felicidad.

La mujer no se puso contenta porque era de la opinión de que la felicidad no existía. Sin embargo, no dejó de observar al criado para ver si en realidad era tan eficiente y tan feliz como su marido decía.

Y en verdad que lo era. El servidor miraba por los intereses de aquella casa como si fuera la suya propia. Y lo hacía de una manera sutil y graciosa, procurando no herir los sentimientos de los vendedores que diariamente servían sus mercancías a los dueños del hogar.           

Un día, la señora sorprendió a su servidor y al lechero discutiendo en la cocina:

            —Yo no tengo la culpa de que el forraje no alimente adecuadamente a las vacas este año —decía el lechero—. Muy a menudo las contemplo y puedo asegurarte, criado, que ellas están tan preocupadas como yo por la mala calidad de su leche. ¡Cuántas veces las he visto llorar, porque saben que su leche no es todo lo buena que debiera ser!

            —Me hago perfecto cargo de tu problema, vaquero —contestaba el servidor fríamente—, pero debes de evitar que no derramen sus lágrimas en la leche.

¿Quién será este hombre que sabe decir las cosas sin herir la sensibilidad de los demás? —Se preguntaba la mujer.

Y picada por el gusanillo de la curiosidad, llamó al criado y  le dijo:

            —Yo no he conocido nunca la felicidad. Siempre he sido desgraciada —le confesó, sin saber que era en realidad un ángel.

            —Si nunca has sido feliz, ¿cómo puedes saber que eres desgraciada? Acaso no sabes que para conocer la noche hay que haber conocido el día; que para saber que hay luz hay que haber conocido antes la oscuridad..., si nunca has sido feliz, no puedes saber con fidelidad que eres desgraciada. Para saber algo a ciencia cierta tenemos que tener conocimiento de ello y experiencia para poder comparar. En este mundo hay personas que son desgraciadas siendo felices porque no han conocido la desgracia.

            —Quizá tengas razón, pero yo necesito un milagro —le explicó la señora.

            —¿Un milagro? —Preguntó extrañado el ángel.

            —Sí, un milagro —insistió la mujer.

            —Yo he visto muchos milagros mientras me dirigía hacia aquí.

            —¿Dime dónde? Yo también quiero ir a verlos.

            —Sólo hay que salir a la calle..., en tu jardín he visto uno.

            —¿Cuál? —Preguntó la mujer vivamente interesada.

            —He visto una abeja libando una flor...

            —¿Te estás riendo de mí, criado?

            —No, señora, no me estoy riendo de ti. Lo que para unos es monotonía para otros es un milagro... Si tienes las piernas sanas ¿por qué no sales a andar?

            —Porque no soy feliz andando.

            —Para un cojo tener piernas es un milagro... Si tienes brazos ¿por qué no sales al jardín con la intención de plantar flores o darle de comer a los pájaros?

            —Porque me aburro y no soy dichosa.

            —Para un manco tener brazos es un milagro... Si tienes ojos ¿por qué no sales a ver la belleza que te rodea?

            —Porque soy desdichada. Y porque creo que no existe esa belleza de la que tú hablas.

            —Para un ciego es un milagro disfrutar de esa belleza que tú no ves... Lo que a unos les da tristeza a otros les da alegría.

            —No entiendo, ¿qué quieres decir?

            —Quiero decir que para ser feliz hay que conocer los dos semblantes de la vida. Una cara puede darnos la infelicidad y la otra la felicidad. Una cara puede darnos el dolor y la otra el contento...

            —Sigo sin entenderte, criado.

            —¿Me permites que te lo demuestre con un ejemplo? —Sugirió el ángel.

            —Sí, claro. Yo estoy deseando conocer la felicidad y soy capaz de hacer cualquier cosa por conocerla.

            —Vuélvete de espaldas —invitó el falso criado.          

La mujer se volvió de espaldas. Y cuando el ángel no podía ser visto, cogió el palo de la romana que siempre estaba allí porque lo usaban para pesar las mercancías que diariamente compraban, y se lo dejó caer a la señora en las costillas con tal fuerza, que la desdichada creyó que la muerte le había llegado.

            —¿Qué has hecho, criado? —Preguntó la mujer con los ojos llenos de unas lágrimas tan gordas como tinajas.

            —Nada, nada, mujer. Te he enseñado el aspecto del dolor. Ahora quiero enseñarte el de la felicidad  —y diciendo esto,  comenzó a modelar con sus manos el palo, e hizo con él la imagen más bella que ojos humanos hayan podido contemplar nunca.    

La mujer, enjugándose todavía las lágrimas que no dejaban de caer, y encorvada porque no lograba ponerse derecha, sonrió por primera vez y dijo:

            —Que talla más sublime. Me gusta.

            —Al fin has conocido la felicidad —comentó el ángel—. Pero, como has podido ver, ha sido necesario que conocieras el dolor. No olvides nunca que la vida es como el palo, tiene dos caras. Una, cuando lo usas para hacerte daño y, otra, cuando lo usas para esculpir tallas bellas. Ser esclavo de la fisonomía negativa de la existencia, te privará de la alegría de averiguar la cara positiva de la dicha.

Nicanor vivió feliz y contento junto a su esposa el resto de su vida.

Un simple palo tuvo la virtud de producir un milagro, ¡qué misterios más extraños tiene la vida!