VOX IN EXCELSO AUDITA EST

22 de marzo de 1312

Archivo Secreto Apostólico Vaticano. Registro de Bulas pontificias. Clemente V. Libro, 45. Fólio, 203

 

 

El papa Clemente V, cuya filiación ya dimos a conocer en el anterior capítulo, fue el autor de todas las bulas que a continuación vamos a dar a conocer. Lo hizo mediante el Concilio de Vienne. Pero parece ser que ya lo hizo forzado por las muchas críticas que sobre él estaban cayendo acerca del caso de los templarios. Este concilio comenzó el día 16 de octubre de 1311, con la presencia de 20 cardenales; 4 patriarcas; 100 arzobispos y obispos; y un número aproximado de 60 abades y priores de algunas órdenes religiosas.

Aunque el motivo principal de la celebración de este concilio fue el tema de los templarios, también fueron debatidos allí las luchas en Tierra santa y la reforma de la Iglesia.

Bajo los nombres de «Vox in Excelso Audita est», que quiere decir: «La voz del cielo ha sido escuchada»; de: «Ad Providam», que quiere decir: «Con prudencia», de: «Considerantes», que quiere decir: «Consideraciones», de: «Nuper in Concilio», que quiere decir: «Recientemente en el concilio», de: «Licet Dudum», que quiere decir: «Tiempo permitido», y de «Licet Pridem», que quiere decir: «Lícito plazo», Clemente V, dictó las siguientes bulas que damos a conocer a continuación, traducidas todas, de igual forma que las anteriores, directamente del latín:

 

Clemens episcopus, servus servorum Dei, ad perpetuam rey memoriam.

He oído una voz que ha venido de lo alto, llena de lamentaciones y gemidos amargos, diciendo que el tiempo está cerca, y he oído cómo el Señor se quejaba a través de su profeta: Esta casa ha despertado mi ira, así que la tendré que quitar de en medio de mí, debido a la maldad de sus hijos, ellos han provocado mi cólera y me han engañado, porque en vez de estar haciendo el bien, están adorando a los ídolos que en ella se invocan en mi nombre para profanarla. Han construido altares para adorar a Baal, y a sus hijos, y a los demonios. Han desencadenado nuevamente los signos que aparecieron en los días de Gueba[1]. ¿Se han visto alguna vez hechos tan horrorosos y que causen tanto pavor? ¿Quién oyó nunca hablar de tamañas infamias? ¿Quién vio nunca algo igual? Mi corazón se rompió cuando me lo dijeron y una gran oscuridad se apoderó de él. ¡Escucha la voz del pueblo! La voz del Señor que rinde homenaje a sus enemigos. La voz del profeta que clama en el desierto: Bienaventuradas las estériles, los vientres que no concibieron y los pechos que no criaron. Su satanismo se ha manifestado debido a su maldad. Échalos de tu casa y déjalos  sin raíces y sin descendientes; déjalos sin fruto, y separa esta casa de los ortigas y de las espinas.

No en vano es la fornicación la dueña de esta casa, donde se sacrifica a sus hijos haciéndoles adorar a los demonios y no al verdadero Dios. Por lo tanto esta casa será abandonada y destituida, maldecida y deshabitada, lanzada a la confusión y nivelada al polvo, deshonrada, abandonada, cerrada, despreciada por la cólera del Señor, a quien han desdeñado; dejadla que sea reducida a la nada. Dejad que los hijos de Dios se asombren de todas las heridas que le han sido conferidas. Porque el Señor no eligió la gente a causa del lugar, sino el lugar a causa de la gente. El mismo Templo fue construido tanto para castigar como para premiar, y el Señor así lo consintió colmando por ello a Salomón de tanta sabiduría  como de agua hay en los ríos: Pero si sus hijos se vuelven contra mí, y se van a adorar otros lugares con dioses extraños, yo los arrojaré fuera de la tierra que les he dado; y los echaré fuera del Templo, y se convertirán en desconocidos para su propia gente. Y cada persona que pase por sus puertas, se asomará a ellas, se asombrará y dirá, «¿por qué los ha echado el Señor del Templo?» Y dirán: «porque abandonaron al Señor su Dios que los engendró y redimió, y siguieron en su lugar a Baal y a otros dioses, adorándolos y sirviéndoles. Por ello, el Señor ha traído sobre ellos todo este mal».

De hecho, hace poco tiempo, en la época de nuestra elección como Pontífice, antes de que viniéramos a Lyons, recibimos insinuaciones secretas contra el Gran Maestre y contra otros hermanos de la orden de los caballeros del Templo de Jerusalén, y también contra la misma orden. Se habían instalado estos caballeros en tierras de ultramar para la defensa del patrimonio de nuestro Señor Jesucristo, y como guerreros especiales de la fe católica y como defensores excepcionales de la Tierra santa, llevaban la principal carga de dicha Tierra. Por esta razón la santa Iglesia romana honraba a estos hermanos y a la orden con su ayuda especial, los armó con la señal de la cruz contra los enemigos de Cristo, pagándoles los más altos tributos, y premiándoles con muchas exenciones y privilegios; y recibieron en muchas y varias maneras nuestra ayuda y la de todos los cristianos fieles. Pero ellos se pusieron en contra de Nuestro Señor Jesucristo y cayeron en el pecado de apostasía, en el vicio abominable de la idolatría, en el crimen mortal del Sodomita, y en varias herejías más. Con todo, no se debía esperar ni parecía creíble que hombres tan devotos, que eran excepcionales muy a menudo, vertiendo su sangre y defendiendo a Cristo, y que expusieron sus vidas muchas veces al peligro de la muerte en muchas ocasiones, que dieron con más frecuencia grandes muestras de su adoración divina, observando el ayuno y otras deberes cristianos, debían estar tan lejos de su salvación por culpa de tan horrendos crímenes. La orden, por otra parte, tenía un principio bueno y santo; ganó la aprobación Apostólica. La regla, que es santa, razonable y justa, hizo que las sanciones fueran acatadas y consideradas. Por todas estas razones estábamos poco dispuestos a prestar nuestros oídos a la insinuación y a la acusación contra los Templarios; las palabras de nuestro Señor de las escrituras canónicas nos habían enseñado el ejemplo, y entonces vino la intervención de nuestro hijo querido en Cristo, Felipe, el rey ilustre de Francia. Los mismos crímenes le habían sido divulgados a él. La avaricia no lo movió. Él no tenía ninguna intención de demandar o de incautarse cualquier propiedad del Temple; él abandonó tal demanda  en su propio reino y sólo se quedó con sus dineros. Él ardía con el celo de la fe ortodoxa, siguiendo los pasos bien marcados de sus antepasados. Él obtuvo tanta información como legalmente pudo. Y para aportar más luz a este tema, nos envió información muy valiosa a través de sus correos y de sus cartas. El escándalo contra los Templarios y contra su orden, en referencia a los crímenes ya mencionados, fue creciendo. Lo hizo incluso con uno de los caballeros, hombre de sangre noble y con mucha reputación en la orden, que atestiguó secretamente y bajo juramento en nuestra presencia, que en su recepción el caballero que lo recibió le ordenó que renegara de Cristo en presencia de otros caballeros del Templo. También dijo que él había visto al Gran Maestre, que todavía está vivo, recibir a cierto caballero en un capítulo de la orden allá en ultramar. La recepción ocurrió de la misma manera, a saber: con la negación de Cristo y la expectoración en la cruz de un total de doscientos hermanos de la orden que estaban presentes. El testigo también afirmó que él oyó decir que ésta era la manera acostumbrada de recibir a los nuevos miembros: bajo la invitación de la persona que recibía la profesión o de su delegado, se negaba a Cristo, y que en presencia de la cruz que habían puesto boca abajo, se cometían después actos ilegales y contrarios a la moralidad cristiana, como el testigo mismo entonces confesó en nuestra presencia.

Estábamos recibiendo en nuestra Sede esta clase de acusaciones repetidas, cuando en la última tuvimos una sorpresa y el grito fue general cuando llegaron las denuncias clamorosas del Rey dicho y de los duques, de los condes, de los barones, de otros nobles, del clero y de la gente del reino de Francia, alcanzándonos directamente y a través de agentes y de funcionarios, oímos una triste historia: que el maestre, los preceptores y otros hermanos de la orden, así como la orden misma habían estado implicados en éstos y otros crímenes. Esto parecía estar probada por muchas confesiones, atestiguaciones y declaraciones del maestre, del visitador de Francia, y de muchos preceptores y hermanos de la orden, delante de muchos prelados y del inquisidor de herejes. Estas declaraciones fueron efectuadas en el reino de Francia con nuestra autorización, tomadas como documentos públicos y mostradas a nuestros hermanos. Además, el rumor y el clamor habían crecido a tal estado que la hostilidad contra la orden y contra los miembros individuales de ella no se podría llevar a cabo sin escándalo grave ni sin esperar un peligro inminente para la fe. Puesto que, sin embargo, Nos, como indigno representante de Cristo en la tierra, considerábamos llevar a cabo una investigación de todo lo declarado. Para ello, llamamos a nuestra presencia a muchos de los preceptores, de los sacerdotes, de los caballeros y de otros hermanos de la orden que nos merecían más confianza y reputación. Les tomamos juramento, bajo el nombre divino del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo; los exhortamos, en virtud de la santa obediencia, e invocando el juicio divino con la amenaza de la condena eterna, a que dijeran la verdad pura y simple, les hicimos saber que estaban en un lugar seguro y conveniente en donde no tenían nada que temer a pesar de las confesiones que antes habían hecho a otros. Necesitábamos esas confesiones para estar sin prejuicio alguno ante ellos. De esta manera comenzamos nuestra interrogación y entrevistamos a setenta y dos, delante de muchos de nuestros hermanos que estaban presentes y que seguían el procedimiento con mucha atención. Hicimos que las confesiones fueran tomadas y supervisadas por el notario y fuesen registradas como documentos que atestiguaban nuestra presencia y la de nuestros hermanos. Después de algunos días, estas confesiones fueron leídas en el consistorio y en presencia de los caballeros referidos. Cada una fue leída en su propia lengua; después de esto, las confesiones, expresa y espontáneamente, fueron aprobadas y leídas en público.

Días después, proponiéndonos hacer una investigación personal con el Gran Maestre, el visitador de Francia y los preceptores principales de la orden, ordenamos que trajeran a nuestra presencia al Gran Maestre, al visitador de Francia y a los principales preceptores de Ultramar, de Normandía, de Aquitaine y de Poitiers. Algunos de ellos, sin embargo, estaban enfermos en ese momento y no se podían montar a caballo ni ser traídos convenientemente a nuestra presencia. Deseábamos saber la verdad completa del asunto y si sus confesiones y declaraciones, las que habían sido declaradas en presencia del inquisidor de herejes en el reino de Francia y que habían sido atestiguadas por ciertos notarios públicos y muchos otros buenos hombres, y que fueron hechas en público y demostradas ante Nos y nuestros hermanos por el inquisidor, eran verdad. Autorizamos y ordenamos a nuestros hijos queridos Berenguer, cardenal, titular de Nereus y Achilleus; del obispo de Frascati; de Esteban, cardenal titular de san Ciriaco de los Baños, y de Landulf, diácono cardenal titular de santo Ángelo, en cuya prudencia, experiencia y lealtad teníamos la confianza más completa para llevar a cabo una investigación cuidadosa con el maestre, el visitador y los preceptores citados, referente a la verdad de las acusaciones hechas y de las personas individuales de la orden. Si había evidencia, debían ser traidores; las confesiones y las declaraciones debían ser tomados bajo la supervisión de un notario público y en nuestra presencia. Los cardenales debían conceder la absolución, según la forma de la iglesia, al maestre, al visitador y a los preceptores, si las declaraciones eran favorables, proporcionando a los acusados, humilde y devotamente, la absolución, como estaba legislado.

El cardenal fue a ver al Gran Maestre, e invitó al preceptor personalmente y le explicó la razón de su visita. Ya que nos habían traído algunos hombres y otro de los templarios que residían en el reino de Francia para que ellos, libremente y sin que nadie pudiese coartar su libertad, pudieran revelan la verdad sinceramente al cardenal. El maestre, el visitador y el preceptor de Normandía, Ultramar, Aquitania y Poitiers, en presencia de tres cardenales, cuatro notarios y muchos otros hombres de buena reputación, prestaron juramento sobre los santos evangelios de decir toda la verdad, clara y totalmente. Luego fueron pasando, uno tras otro, a la presencia de los cardenales, y libre y espontáneamente, sin coacción o miedo. Admitieron, entre otras cosas, que ellos habían negado a Cristo y habían escupido sobre la cruz cuando fueron recibidos en la orden del Templo. Algunos añadieron que ellos mismos habían recibido a muchos hermanos que usaron este rito, a saber, negación de Cristo y escupir sobre la cruz. Hubieron algunos incluso que admitieron otros delitos horribles y hechos inmorales, no decimos nada más de esto. Los caballeros admitieron también que el contenido de sus confesiones y declaraciones hechas un poco antes, en presencia del inquisidor eran ciertas. Estas confesiones y declaraciones del Gran Maestre, visitador y preceptor fueron escritas en un documento público por cuatro notarios, estando presente el maestre y los demás, y también ciertos hombres de buena reputación. Después de algunos días, las confesiones fueron leídas a los acusados en presencia del cardenal; cada caballero recibió una versión en su propia lengua. Ellos persistieron en sus confesiones y las aprobaron, expresa y espontáneamente, aún habiéndoselas leído en voz alta. Después de estas confesiones y declaraciones, pidieron su absolución al cardenal y posterior perdón por los susodichos delitos; humildemente y con devoción, de rodillas y con las manos unidas, hicieron su petición con mucha devoción. Como la Iglesia nunca cierra su corazón al pecador que vuelve, el cardenal concedió la absolución por nuestra autoridad en la forma acostumbrada por la Iglesia al maestre, visitador y preceptor  por la abjuración de su herejía. Cuando volvieron a nuestra presencia, el cardenal nos presentó las confesiones y las declaraciones del maestre, visitador y preceptor en forma de un documento público, como han sido dichas. También nos dieron un informe del trato que se les dio a estos caballeros.

De estas confesiones, declaraciones e informes, encontramos que el maestre, el visitador y los preceptores de Ultramar, Normandía, Aquitania y Poitiers a menudo cometían ofensas graves, aunque unos se hubieran equivocado menos que otros. Consideramos que tales delitos terribles no podrían y no debían quedar impunes, como ofensa a Dios omnipotente y a cada católico. Para ello, nuestro consejo decidió que otros pudieran hacer investigaciones acerca de este caso para que se pudiera llegar a un acuerdo sobre estos delitos y transgresiones. Esto sería realizado por ordinarios locales y otros hombres sabios, de nuestra confianza, delegados por nosotros en el caso de los miembros individuales de la orden; y por ciertas personas prudentes de nuestra elección que lo harían en conjunto con los de la orden. Después de esto, las investigaciones fueron hechas tanto por los ordinarios como por nuestros delegados en el asunto contra miembros individuales, y por los inquisidores designados por nosotros, en aquellos que se llevando a cabo contra la orden, y en contra de todos los hermanos del mundo donde estos vivieran. Una vez hecho y enviado a Nos para que fuesen examinas estas investigaciones, fueron cuidadosamente leídas y examinadas, una a una por nosotros y por nuestros hermanos cardenales, y por muchos hombres muy cultos, prudentes, de confianza y temerosos de Dios, entusiastas y bien entrenados en la fe católica, algunos eran prelados y otros no. Esto ocurrió en Malaucene en la diócesis de Vaison.

Más tarde, vinimos a Vienne, donde allí fueron reunidos ya muchos patriarcas, arzobispos, obispos, y abades exentos y no exentos, otros prelados de iglesias y procuradores de preladurías ausentes y de capítulos, todos los presentes estaban reunidos para llevar a cabo el consejo que habíamos convocado. En la primera sesión les explicamos nuestros motivos para llamar al consejo. Después de éste, porque era difícil, en efecto casi imposible, para los cardenales y todos los prelados y procuradores juntos de encontrarse en nuestra presencia a fin de hablar como procede en materia de los Templarios, dimos órdenes como sigue. Ciertos patriarcas, arzobispos, obispos, abades exentos y no exentos, otros prelados de iglesias, y procuradores de todas las partes de la Cristiandad, de cada nación, de lengua y región, fueron concordantemente elegidos de entre todos los prelados y procuradores presentes en el consejo. La opción fue hecha de entre aquellos que nosotros creíamos eran los más hábiles, discretos y apropiados para la consulta en un asunto tan importante y para hablar de ello con nosotros y con los cardenales arriba mencionados. Después de esto recibimos las atestiguaciones de las preguntas leídas en público en presencia de los prelados y procuradores. Esta lectura continuó durante varios días, mientras ellos desearon escucharla, en el lugar adjudicado para el consejo, a saber, la iglesia catedral. Después, dichas atestiguaciones y resúmenes de sus confesiones, fueron consideradas y examinadas, no de una manera superficial, sino con gran cuidado, por muchos de nuestros hermanos venerables, por el patriarca de Aquilea, por los arzobispos y obispos del consejo sagrado presentes que fueron especialmente elegidos y delegados para tal objetivo, y por aquellos que por el consejo entero habían sido elegido con mucho cuidado y seriedad.

Reunimos por lo tanto a dichos cardenales, patriarcas, arzobispos y obispos, los abades exentos y no exentos, y los otros prelados y procuradores, y reunimos también el consejo para que fuese considerado este asunto, y les preguntamos, en el curso de una consulta secreta en nuestra presencia, cómo deberíamos proceder, teniendo en cuenta el hecho de que los Templarios se presentaban para defender a su orden. La mayor parte de los cardenales y casi todo el consejo, que eran aquellos que fueron elegidos por el consejo entero y representaban al consejo entero para analizar esta pregunta, llegaron al acuerdo, casi unánime, de que a la orden se le debería de dar una oportunidad de defenderse a sí misma y que no podía ser condenada, sobre la base de la prueba proporcionada hasta ahora, por las herejías que habían sido el sujeto de la pregunta, por la ofensa a Dios e injusticia. Los otros, al contrario, dijeron que a los hermanos no se les debería permitir hacer una defensa de su orden, y que no deberíamos dar el permiso para tal defensa, ya que si una defensa fuera permitida o dada habría peligro de que el asunto se paralizase, con el consiguiente perjuicio que sufrirían los intereses de la Tierra santa. Habría disputa, tardanza y aplazamiento de una decisión, muchos y diferentes motivos fueron mencionados. En efecto, aunque el proceso legal contra la orden hasta ahora no permitía su condena canónica como herética por la declaración definitiva, el buen nombre de la orden hubiera sido, en gran parte, un problema por las herejías que a ellos se atribuían. Además, un número casi indefinido de miembros individuales, entre los que se encontraba el Gran Maestre, el visitador de Francia y el preceptor principal, habían sido condenados por tales herejías, errores y delitos por sus confesiones totalmente libres y espontáneas. Estas confesiones daban a la orden un tinte muy sospechoso, y la infamia y la sospecha, los harían detestables ante la Iglesia santa de Dios, de sus prelados, de los reyes y de las otras órdenes, y de los católicos en general. También creían en la probabilidad que de aquí en adelante nadie querría entrar en la orden, y entonces sería ésta ya inútil para la iglesia de Dios y para servir a la Tierra santa, para la cual entendían que los caballeros habían sido destinados. Además, el aplazamiento de la condena o el arreglo de este asunto de los Templarios, conduciría, con toda probabilidad, a la pérdida total, destrucción y dilapidación de las propiedades de los Templarios, donde ellos hubieren estado durante mucho tiempo establecidos y aceptados por los fieles para defender la Tierra santa y para oponerse a los enemigos de la fe cristiana.

Había por lo tanto dos opiniones: unos dijeron que la condena debería ser inmediatamente pronunciada, condenando a la orden por los presuntos delitos; y los otros objetaron que de las acusaciones tomadas hasta ahora, la sentencia de condena contra la orden no podría ser justamente dictada. Después de mucho tiempo y de madurar nuestras deliberaciones, estando pensando en Dios solo y en el bien de la Tierra santa, sin desviarnos a la derecha o a la izquierda, decidimos proceder por vía de provisión y ordenanza, de esta manera el escándalo sería quitado de en medio, el peligro evitado y la propiedad salvada para el bien de la Tierra santa. Hemos tenido la maldad en cuenta, sospechas, informes vociferantes y otros ataques mencionados anteriormente contra la orden, también la recepción secreta en la orden, y la divergencia de muchos de los hermanos en su comportamiento general, estilo de vida y moralidades cristianas. Hemos notado aquí sobre todo que cuando los nuevos miembros son recibidos, lo son para jurar que no revelaran la forma de su recepción a nadie y que no dejaran la orden; esto crea una presunción desfavorable. Observamos, además, que lo susodicho ha dado ocasión a escándalo grave contra la orden, escándalo imposible de aliviar mientras la orden siga existiendo. Teniendo en cuenta el peligro que esto supone para la fe y para las almas, las horribles fechorías hechas por tantos hermanos de la orden, y muchos otros motivos y causas, nos han movido a la decisión siguiente:

La mayoría de los cardenales y de aquellos que fueron elegidos para el consejo, en una proporción de más del cuatro por ciento, lo han pensado mejor, creen que será más oportuno y ventajoso para el honor de Dios y para la preservación de la fe cristiana, y también para la ayuda de la Tierra santa y para muchos otros motivos válidos, que sea suprimida la orden por vía de ordenanza y provisión Apostólica, reteniendo sus propiedades a los efectos indicados. Esta disposición también debe ser hecha para los miembros de la orden que están todavía vivos. Este camino ha sido encontrado preferible a aquel de salvaguardar el derecho de defensa con el aplazamiento consiguiente del juicio de la orden. Observamos también que en otros casos la iglesia romana ha suprimido otras órdenes importantes por motivos de mucha menos gravedad que los mencionados anteriormente, sin que haya que recriminar a quienes esto hicieron por sus hermanos. Así, pues, con el corazón triste, no por la declaración definitiva, pero sí por la decisión Apostólica u ordenanza, suprimimos, con la aprobación del consejo sagrado, la orden de los Templarios, y su regla, hábito y nombre, por decreto inviolable y perpetuo, y completamente prohibimos que alguien de aquí en adelante entre en la orden, o reciba o lleve puesto su hábito, o se comporte como un Templario. Si alguien actúa de esta forma, ya sea abierta como secretamente, incurrirá en la excomunión automática. Además, reservamos a las personas y sus propiedades para nuestra disposición y la que el Apostólico crea conveniente. Queremos, con la gracia divina, antes del final del consejo sagrado presente, hacer esta disposición en honor de Dios, de la exaltación de la fe cristiana y del bienestar de la Tierra santa. Estrictamente prohibimos a alguien, de cualquier estado o condición, interferir de cualquier modo en materia de las personas y propiedades de los Templarios. Prohibimos cualquier acción que perjudique nuestros arreglos y disposiciones, o cualquier innovación o creación. Decretamos que de aquí en adelante cualquier tentativa de esta clase sea sin fuerza legal, ya sea hecho a sabiendas o en total ignorancia. Por este decreto, sin embargo, no deseamos quitar mérito a cualquier proceso que hubiese sido hecho anteriormente en favor de los Templarios, ya fueren individuales, por obispos, diócesis o consejos provinciales, en conformidad con lo que hemos ordenado anteriormente.

Dado en Vienne el 22 de marzo en el año séptimo de nuestro pontificado
 


 

[1] Hace referencia a Jueces, capítulo 19, versículos del 11 al 30. La ciudad de Gueba y la de Rama estaban muy cerca la una de la otra. De la primera proviene el calificativo de «gai», y de la segunda el de «ramera». Los dos pecados más abominables y perseguidos por la religión Judía. En el Antiguo Testamento, en el libro de Ester, capítulo 2, versículo 3, podemos ver cómo la mayoría de los eunucos judíos eran nombrados con este calificativo pospuesto al nombre. Veamos: «Nombre el Rey oficiales en todas las provincias de su reino, para que reúnan en Susa, la capital, a todas las jóvenes vírgenes de hermosa apariencia, en el harén que está bajo el cuidado de He-gai, eunuco del Rey y guardián de las mujeres.» La palabra «gai» ha sido conocida durante muchos siglos, sobre todo en el idioma catalán y en el lenguaje provenzal, como sinónimo de homosexual. De aquí la tomaron los ingleses, convirtiéndola en «gay».