DE POBRES COMPAÑEROS DE CRISTO A CABALLEROS DEL TEMPLO

Segunda Parte

 

El día 6 de septiembre del año de Nuestro Señor Jesucristo de 1126, el rey Balduino II, viendo que su reino comienza a ser hostigado por los árabes que desean recuperar Jerusalén, necesitando reclutar caballeros y soldados que ayuden a contener los frecuentes ataques de las hordas sarracenas, piensa en la Hermandad de los Pobres Compañeros de Cristo y les ofrece una estancia que poseía bajo el atrio sobre el cual en tiempos ya muy lejanos se había levantado el impresionante Templo de Salomón para que les sirviese de cuartel general y de vivienda.

La mencionada estancia había sido hasta entonces una cuadra donde los carreteros del rey encerraban a sus acémilas.

Desde entonces en adelante, y como iremos viendo en los documentos que se den a conocer, dejan de ser conocidos como los Pobres Compañeros de Cristo, y pasan a ser nombrados, tanto por los peregrinos como por los mismos habitantes de la ciudad, como los Caballeros del Templo.

Haciendo verdad aquel refrán de que nadie da nada sin esperar algo a cambio, dos meses después de haber hecho la donación, como si en vez de ser una necesidad personal, fuese un favor especial concedido para encumbrar y dar más relumbre e importancia a su condición de caballeros, el día 16 de octubre del año 1126 —tres años antes de ser aprobada la Orden como la del Templo por la Iglesia y entregado el hábito blanco y la regla—, el monarca les concede el alto honor de constituirse en una milicia para que puedan prestar servicio de armas al reino de Jerusalén, y ayudar a cuantos príncipes y reyes llegan a la ciudad para defenderla de los continuos ataques enemigos. 

La mencionada carta se puede encontrar escrita en latín, en el Archivo Histórico de Reims. Privilegios Ordini Cisterciensis. Registro número 116. Año 1126.

Como quiera que los del Templo ponen algunas objeciones a la carta que reciben del rey de Jerusalén, aduciendo que, por razón de la misión religiosa que están ofreciendo a Dios, no les está permitido llevar a cabo una misión de estas dimensiones porque carecen de derecho para ello, el rey, como no quiere perder esta fracción militar para incorporarla a sus ejércitos, enterado como estaba de que pronto estos caballeros iban a obtener la apostólica confirmación y el permiso correspondiente para llevar a cabo misiones bélicas con todo derecho, sabiendo la gran influencia que el santo Bernardo ejerce sobre ellos, le escribe una carta y manda una copia a los del Templo.

Archivo Histórico Provincial de Bydgoszcz. Registro número, 116. Año, 1126

 

Balduino, por la misericordia de Dios, rey de Jerusalén y príncipe de Antioquia, al venerable padre Bernardo, que en el reino de Francia es por todos ensalzado y digno abad de Claraval por voluntad divina.

Los Hermanos del Templo, caballeros defensores de esta provincia que luchan admirablemente por defenderla, van a obtener la apostólica confirmación y el permiso correspondiente para poder llevar a cabo su misión con todo derecho. Todos ellos, con Andrés y Gundemaro a la cabeza, han recibido ya por escrito el visto bueno para hacer la guerra y derramar la sangre, si fuese preciso, por aprobación ordinaria del Pontífice, en premio a haber estado su ánimo desde siempre inclinado a socorrer y auxiliar a los nuestros, contra los enemigos de la fe que están sembrando la discordia en nuestro reino.

Sabiendo el interés que siempre habéis mostrado por ellos, con cuanta prudencia habéis llevado las negociaciones de estos compañeros de Cristo, y cuán grata será a vuestros ojos esta carta, os comunicamos que la constitución de los del Templo es ya un hecho.

De ahora en adelante no estarán ya expuestos a las críticas de los que no estaban de acuerdo, ni a las de los príncipes cristianos que no los auxiliaban en sus necesidades, ni querían abastecerlos de útiles de guerra.

Complacido porque hayan obtenido este felicísimo éxito, este rey y conde, está hoy muy contento. Orad por nosotros al Señor algunas plegarias. Hasta siempre.

Hecha esta carta siendo el día 1 de noviembre de 1126.

 

CATEDRAL DE TROYES.

CINCO DE MAYO DE 1128

El secretario del Concilio, el abad de Claraval, se levantó de su asiento y anunció en voz alta para hacerse oír de todos los asistentes:

—Venerables hermanos, según el orden de los sumarios del Concilio, toca ahora presentar para su aprobación, si procede, la regla de la Orden de los Caballeros del Templo. Y para exponerla, y contestar a cuantas preguntas vuestras paternidades deseen formular, vamos a hacer comparecer ante todos nosotros al maestre de la mencionada Orden el caballero Hugues de Payns.

El maestre de la Orden de los Caballeros del Templo, después de habérsele franqueado la entrada en la sala conciliar, hizo su presencia en ella acompañado de un monje lego que lo condujo hacia la tribuna de oradores.

El maestre vestía el hábito blanco que distinguía a los caballeros de su orden. Color que había sido tomado en su totalidad de la Orden del Cister, cuyo abad era precisamente el que lo estaba introduciendo en ese momento.

Una vez en la tarima de oradores, el caballero esperó la señal del secretario para comenzar a pronunciarse.

Cuando el secretario asintió con un leve movimiento de cabeza, para dar a entender al orador que podía comenzar su disertación, el maestre, mojándose repetidamente los secos labios con la lengua, en tono manso y amable, comenzó diciendo:

—Venerables padres y amados hermanos, cuando los ocho caballeros que me acompañan en esta empresa y yo le preguntamos al Señor cuál sería la forma de preparar nuestros corazones y nuestros cuerpos para militar bajo la santa obediencia de los preceptos, él nos mostró el camino y nos hizo saber que si queríamos evitar las penas del infierno y llegar a la vida eterna tendríamos que luchar como soldados contra las fuerzas del mal y rezar como monjes para llegar un día a habitar en la morada de su reino.

Venimos aquí, ante vuestras paternidades, con el propósito de que nos sea aprobada por vosotros la regla que os vamos a exponer. Y al hacerlo, esperamos que sepáis comprender que como monjes necesitamos con mucha urgencia una regla que regule nuestro trato diario. La necesitamos por razones de equidad, para corregir los vicios y para conservar la caridad. Para que nos ayude a encontrar el camino de la salvación; para progresar en la vida monástica y en la fe; para que nos socorra y podamos encontrar con inefable dulzura los caminos de los mandamientos de Dios. De este modo no nos aparataremos nunca del magisterio de la Iglesia y preservaremos su doctrina dentro de nuestra morada participando de la enseñanza de Cristo por la paciencia al fin de merecer acompañarlo en su reino hasta que la muerte nos separe.

Elegimos este camino, venerables padres, porque queremos habitar en la morada del reino de Dios, puesto que no se llega allí sino corriendo con buenas obras. El Señor que nos responde y nos muestra el camino de esta morada nos dice que apartemos la mirada del maligno, del diablo tentador y lo destruyamos. Así llegaremos a ser los que temen al Señor y nunca nos vanagloriaremos de nuestro ministerio, antes bien, llegaremos a juzgar que aún lo bueno que tenemos, no será nunca obra nuestra sino de Cristo Nuestro Señor.

Venimos hoy ante vuestras paternidades para, con toda humildad y respetuosa sumisión, pedir por el amor de Dios que os dignéis oír los decretos de nuestra recién terminada regla, y si la descubrís provechosa para estos pobres compañeros de Cristo, la ratifiquéis para que en adelante podamos hacer cristiano uso de ella.

Habiendo terminado el caballero de prologar su solicitud, y llegado el turno de las interpelaciones, el obispo de París preguntó:

—Vos como maestre de la presente orden, ¿cómo proyectáis gobernarla?

—Hace ya mucho tiempo que la estoy gobernando, reverendo padre —contestó el maestre—. Y lo estoy haciendo desde un punto de vista evangélico y familiar. Cada miembro de esta orden, independientemente de su grado y cometido, es para mí como un hijo imparcial de la familia creada. Y yo me sitúo entre ellos como el padre que administra, gobierna, premia o castiga.

—Yo tengo una curiosidad perentoria, caballero —inquirió el obispo de Orleáns—, ¿cómo pensáis cumplir y hacer cumplir el voto de silencio? Lo pregunto porque como soldados deberéis estar siempre alerta para que el enemigo no os ataque por sorpresa y como monjes tendréis que cumplirla para llegar a armonizarse con los preceptos de la Iglesia y con los ideales de Dios.

—Siendo conscientes de nuestra militancia, venerable padre, vamos poco a poco desarrollando un lenguaje manual para que como soldados nos sirva para comunicarnos en caso de ataque en el más completo silencio, y para que como monjes nos sirva así mismo para cumplir los mandatos del profeta cuando dice: Yo guardaré mis caminos para no pecar con mi lengua; pondré freno a mi boca, enmudeceré, me humillaré y me abstendré de hablar aun cosas buenas.

—¿Cómo y de qué forma puede ser compaginada la humildad entre un brillante soldado y un sencillo monje? —preguntó el abad de san Dionisio de Rhems.

—El primer grado de humildad, reverendo padre, consiste en que siempre se tenga presente el temor de Dios y nunca se olvide, independientemente de si nuestro papel es en este mundo de soldados o de monjes. Así, pues, si los ojos del señor vigilan a soldados y monjes, y mira desde el cielo para distinguir si entre ellos hay alguno que sea altivo, y los ángeles que nos están asignados anuncian día y noche nuestras obras al Señor, tendremos que tener en cuenta que nuestra humildad se debe hacer extensiva tanto a nuestra vida monástica como a nuestra vida militar si queremos alcanzar la misericordia de Dios, el respeto de nuestros semejantes y el agrado de la Iglesia.

Después, arzobispos, obispos y abades siguieron haciendo otras preguntas cuyo contenido considero intrascendente para ser expuestas aquí.

NOTA. Nuevamente tengo que hacer un inciso para decirte que hay quienes afirman que los abades no tenían suficientes privilegios para asistir a los concilios y, que, basándose en ello, incluso dudan de que san Bernardo estuviera presente en el concilio de Troyes.

En todo tiempo tuvieron los abades suficientes concesiones para asistir de pleno derecho y autoridad a los concilios. Todos ellos disfrutaban dentro de sus límites territoriales de los mismos privilegios y derechos que los obispos. Otorgaban la tonsura y conferían las órdenes menores a los miembros profesos de sus abadías y usaban mitra, báculo, cruz pectoral, anillo, guantes y sandalias, en la misma medida y con la misma autoridad que lo hacían los obispos.

El concilio de Troyes aprobó la regla de los Caballeros del Templo, pero como nunca la felicidad puede ser completa, ocurrió que habiendo sido destituido el obispo de Verdún del Concilio por razones ajenas a san Bernardo, algunos obispos y abades, quizás llevados por envidia o por querer aprovechar aquella inmejorable ocasión para quitarse de encima a Bernardo por la gran influencia que este ejercía en la Iglesia francesa y en Roma, lo denunciaron ante la Santa Sede por adjudicarse atribuciones que no correspondían a un monje. Y tanta emponzoñaron sus escritos, que el Cardenal Harmeric, en nombre del papa, remitió a Bernardo una despiadada carta en la que, entre otras cosas, le decía: No es digno que ranas ruidosas e impertinentes salgan de sus ciénagas para molestar a la Santa Sede y a sus cardenales...

Pero Bernardo, que no se distinguía precisamente por tener pelos en la lengua ni en la pluma, respondió al Cardenal diciéndole que si había asistido al Concilio era porque los arzobispos y obispos franceses así se lo habían propuesto a la Santa Sede, y que el papa había dado su aprobación para ello. Ahora, bien, ilustre Harmeric —añadió el santo—, si tanto lo deseabais ¿quién habría sido más capaz de librarme del mandato de ir que vos mismo? Si hubierais prohibido a esta rana ruidosa e impertinente salir de su ciénaga para no molestar a la Santa Sede y a los cardenales, en este momento, vuestro amigo, no se estaría exponiendo a las acusaciones de orgullo y presunción...

Cuando al papa le fue leída esta carta, Bernardo quedó justificado y amonestado el Cardenal Harmeric por haberse excedido en insultos poco cristianos y nunca dignos de un encumbrado hombre de Iglesia. Y sus enemigos, aquellos que habían intentado desacreditar nuevamente al abad de Claraval, para poder sin su influencia volver a sus relajadas vidas, quedaron nuevamente humillados.

Los integrantes del Concilio de Troyes acordaron por unanimidad aprobar la regla de los Caballeros Templarios. Y a los seis meses de haberse celebrado el mencionado Concilio, los templarios recibieron un escrito comunicándoles tan feliz acontecimiento. El escrito estaba encabezado de la siguiente forma:

A vosotros se dirige especialmente nuestra notificación, a aquellos que habiendo despreciado seguir sus propias voluntades desean con pureza de ánimo militar servir al Supremo y verdadero rey, a los que han tomado las excelentes armas de la obediencia para cumplir con exacta atención estos preceptos.

A los que habéis abrazado esta milicia, ya que sabemos que Cristo no ha sido la única causa, sino también el favorecer a los semejantes, y que por ello os habéis apresurado para asociaros a una unidad de hombres que el Señor eligió del montón de la perdición, y dispuso con su piadosa gracia para defender a la Santa Iglesia. Para esto, ¡oh, compañeros de Cristo! Seáis quienes seáis, que habéis elegido tan santa conversión, conviene que en vuestra profesión llevéis una pura diligencia y firme perseverancia, que sea tan digna, santa y sublime para Dios como para la orden militar que vigilando el celo de la justicia intenta defender a los pobres y a la Iglesia, protegiéndolos de ser robados, despojados, y aun matados.

Bien, pues, esto ha sido concedido a vosotros, a quienes Nuestro Señor Jesucristo os hizo nacer en Francia y Borgoña para que no ceséis hasta ver propagada la verdadera fe, ofreciendo vuestras almas al Señor.

Finalmente, nosotros con toda afección y piedad fraternal, y a ruegos del Maestre Hugues, en quien la sobredicha milicia tuvo su principio, estando juntos, con la ayuda de Dios, e influyendo el Espíritu Santo de diversas mansiones de la provincia ultramontana, en la fiesta de san Hilario, año de la encarnación del Señor de MCXXVIII y del principio de la dicha milicia el nono, merecimos oír de boca del mismo Maestre, el modo y observación de esta Orden Militar, capítulo por capítulo. Y según la noticia de la pequeñez de nuestro saber, todo lo que en el presente Concilio no se nos pudo contar y referir de memoria, lo pusimos, de conformidad, y con dictamen de todo el Capítulo, a la providencia y discreción de nuestro Venerable Padre Honorio II y del ínclito Patriarca de Jerusalén, Esteban, experto en la fertilidad y necesidad de la Religión Oriental.

Cuando el maestre Hugues de Payns recibió el presente escrito, reunió a sus Hermanos y los nueve caballeros se dirigió hacia la Iglesia de Santa María del monte Sión. Habían encargado una Misa por el alma del caballero, y antiguo defensor del Santo Sepulcro, Godofredo de Bouillon. Con la recomendación expresa de que se leyeran oraciones de los libros sagrados, se repartieran limosnas a los pobres en recuerdo del difunto, y que se rogase por su alma.

De esta forma, y tal como él lo había dejado dispuesto en sus últimas voluntades, su alma podría tener al fin descanso eterno junto al río de agua clara como el cristal que sale del trono de Dios y de su Hijo.

Desde ese día en adelante, la Orden comenzó a regirse y gobernarse por Consejo Capitular.

RÉGIMEN INTERNO

El régimen interior era de comunidad y recogimiento. Hicieron nuevamente voto de pobreza, de castidad, de obediencia, de humildad y de combatir por el servicio de Jesucristo...

Y, a pesar de lo que contrariamente se ha venido diciendo, los templarios llevaban hasta tal extremo sus deberes y promesas que cuando alguno fallaba grave o levemente o incumplía alguno de sus votos, él mismo se imponía personalmente su penitencia, independientemente de la pena que en Capítulo aparte le pudiera corresponder a juicio del consejo capitular.

Por eso no era raro ni a nadie extrañaba ver frecuentemente a intramuros de las posesiones templarias, caballeros semidesnudos de pie sobre las almenas. Donde estaban, a veces, hasta cinco días con sus cinco noches sin comer, sin beber y sin moverse...

Ni tampoco era raro ver a otros azotarse hasta sangrar, o atarse por los pies a las colas de sus caballos y dejarse arrastrar por ellos al galope, aguantando el seco golpeteo del empedrado del patio sobre sus cuerpos y sus cabezas.

ORDEN JERÁRQUICO

El orden jerárquico general de la Orden del Templo estaba compuesto de la siguiente manera:

·        Maestre General

Se le daba trato de príncipe y tenía su séquito como si en realidad lo fuera. Se responsabilizaba del tesoro, promovía los oficios inferiores, nombraba los caballeros que habían de ser admitidos a Consejo, inspeccionaba las encomiendas y bailías, y, por disposición de la bula «Omne datum optimun», solo estaba sometido a la autoridad del papa.

NOTA. Anteriormente era conocido el que ocupaba este cargo como Gran Maestre. Este ostentoso título fue suprimido a petición de don Bertránd de Blanchefort cuando fue elegido sexto Maestre de la Orden. Siguiendo el ejemplo de los Maestres que le habían antecedido, comenzó a cambiar todas aquellas cosas que no estaban acorde con su concepción cristiana, ni con la austeridad y modestia en que debían vivir sus Hermanos. Lo primero que hizo, al tomar posesión de su cargo, fue enviar una misiva al papa Alejandro III en la cual le suplicaba que diese su superior permiso para suprimir en la Orden el título de Gran Maestre que hasta el momento se había estado empleando —como era costumbre en aquellos tiempos en todas las órdenes militares—, y lo trocase por Maestre General por la Gracia de Dios. Petición que le fue concedida. 

·        Senescal

Ocupaba el segundo lugar en el mando y era el representante del Maestre General en su ausencia.

·        Mariscal

Estaba al frente de la milicia.

·        Sotomariscal

Era el ayudante del Mariscal.

·        Preceptor del Reino de Jerusalén

En provincias se le llamaba: Comtur. Era el tesorero y administrador de los bienes de la orden, y el custodio de la santa cruz durante la guerra.

·        Maestre Regional.

Los que eran elegidos en Capítulo y sancionados luego por el Maestre General para mandar una región concreta de los países donde los templarios tenían presencia.

·        Maestre

Los que eran elegidos en Capítulo y sancionados por el Maestre General para estar el frente de una casa o convento en aquellas ciudades o pueblos de los diversos países del mundo donde los templarios tenían presencia. 

·        Drapier

Atendía y era el responsable del vestuario. Bajo su mando se encontraban tres clases de sirvientes: los zurcidores, los costureros y los zapateros.

·        Turcopoliero

Era el comandante de la caballería ligera.

·        Caballero profeso

·        Caballero seglar

·        Caballero de la orden tercera

NOTA. Los caballeros seglares y los de la orden tercera que aquí se mientan, no comenzaron a entrar en la Orden hasta pasados varios años después de haberse constituido esta.

Ocurrió que, en un principio, los caballeros hacían cola para entrar en la Orden como profesos, pero pasado un tiempo, comenzaron a decaer las peticiones de entrada. El voto de castidad era muy duro para un soldado que, incluso, estaba acostumbrado a tomar por la fuerza a las mujeres cuando ganaban una batalla. Los dirigentes de la Orden, al ver que comenzaban a mermar sus efectivos, no tuvieron más remedio que abrir la mano y crear estas dos modalidades.

Los caballeros seglares eran soldados solteros que pertenecían a la Orden solo como soldados, pero no como monjes; y los de la de la orden tercera, eran caballeros casados que, igual que los anteriores, solamente eran soldados. Ambos podían vivir dentro o fuera de la encomienda. También tenían concedida libertad para asistir a los rezos canónicos, pero nunca podían faltar a la misa del domingo ni a las de las fiestas de guardar.

En cuanto eran avisados, ya vivieran fuera o dentro de la encomienda, debían de estar prestos para partir hacia la batalla.

 Dentro de estas tres clases de caballeros: profesos, seglares y de la orden tercera, existían rangos. Todos eran caballeros, pero para el mando y superioridad, se tenía en cuanta el escalafón. El más antiguo era siempre el que mandaba y tomaba las decisiones.

Cuando entraban en batalla, un caballero llevaba bajo su mando un escudero, setenta soldados y cinco sargentos.

·            Clavijeros 

Del latín "llaves", eran los AMOS DE LLAVES y tenían en su poder, vigiladas tanto de noche como de día, las llaves de todas las puertas que debían de estar cerradas. 

 

Gonfalonero

Mandaba las dos secciones de los hermanos sirvientes (armigueros y fámulos).

·        Sargento

Mandaba catorce soldados y recibía órdenes directas del caballero que gobernaba su compañía. Igual que los caballeros, se regían en mando y jerarquía por el escalafón.

NOTA. Cuando por haber cumplido la edad reglamentaria eran retirados de las milicias templarias, les era expedido por el rey el título de Infanzón. Para que ejerciese este grado de hidalguía, se les entregaba un señorío limitado, es decir una pequeña aldea o un lugar con pocas casas y con no más de cincuenta habitantes. También estaban exentos de pagar algunos impuestos. 

·        Los armigueros

Eran los escuderos, y tenían el privilegio de formar, junto a los caballeros, cuerpo de ejército en las batallas. Había, según sus actitudes y edad, diferentes grados entre ellos. Los de grado más alto tenían voz y voto en las reuniones generales, y los de grado más bajo ayudaban a administrar las encomiendas. Su oficio estaba considerado por encima de la de los sargentos, ya que la vida del caballero al que servían dependía de sus cuidados y ayuda, y las órdenes que transmitían eran las que directamente daba el jefe al que ellos servían. Poseían los mismos derechos de retiro que los sargentos.

·        Los maestros en oficio

Maestro cocinero, maestro molinero, maestro herrero, etc. Cada maestro tenía bajo su mando un grupo de ayudantes que se dividían en oficiales y aprendices.

·        Soldado.

Eran elegidos y entrenados después por los mismos caballeros a cuyas compañías eran destinados. Podían estar casados o solteros, vivían fuera de la encomienda y percibían por sus servicios militares un sueldo semanal. Su horario era desde las seis de la mañana hasta las 20:00 horas ininterrumpidamente, pero cuando tenían guardia su horario era de veinticuatro horas. Después de hacer una guardia de cuatro horas, lo relevaban y descansaba ocho en el retén, donde dormían y cuidaban del armamento. Mientras permanecían en el retén, tenían prohibido el juego y las conversaciones obscenas… De entre los mejores de ellos. Los que más valor demostraban en la batalla y fe en la religión católica, eran promovidos a sargentos. Pero para ello, debían de haber sido antes recomendados por tres oficiales, y posteriormente examinados por un Consejo nombrado exprofeso para probar si era apto.

·        Fámulos

Se encargaban de los servicios industriales y de economía doméstica, bajo la dirección de sus maestros en oficio.

NOTA. Considero un descuido imperdonable que escritores, oradores, programas de televisión y de radio señalen siempre a los caballeros como únicos ocupantes de esta distinguida Orden cuando en realidad no fue así. Reconozco que la hermandad fue fundada y administrada por caballeros, pero no quiero dejar de considerar que, si detrás de estos hidalgos educados en buenas cunas no hubiera habido unos personajes capaces de ejecutar sus diferentes oficios con dedicación y maestría, la Orden no hubiera medrado.

Ramón Lulio, en su obra titulada: «Libro del Orden de caballería», dice:

Para el alto honor que recibe el caballero, aun no bastan la elección, el caballo, las armas y el señorío; porque también conviene que se le den escudero y garzón que le sirvan y se ocupen de las bestias. Y conviene también que las gentes aren y caven y limpien de cizaña a las tierras para que den los frutos de que debe vivir el caballero y sus bestias. Y que el caballero cabalgue y señoree; con lo cual halla bienandanza precisamente en aquellas cosas en que los hombres trabajan tan duramente.

Podemos comprender, por todo lo expuesto, que las órdenes de caballería vienen de tiempos inmemorables. Y que cuando comenzaron a redactar sus primeros reglamentos, tenían como objetivo principal defender la patria y los desvalidos. Pero tendremos que comprender también, que personas de tan rica cuna, estando acostumbrados a ser servidos, no sabían nada de cocina, de carpintería, de albañilería...

Cientos de experimentados artesanos, endurecidos cirujanos y hábiles escribanos trabajaban diariamente para la Orden de los caballeros del Templo. Hay documentos que así lo acreditan. Y gracias a estos documentos vamos a poder saber de la maestría de unos y de la misericordia de otros.