A veces, los que nos hemos echado encima el riguroso peso de revelar los anales de la historia, solemos dar a conocer cosas de muy poca importancia y pasamos por alto —por creerlas sin interés—, algunas bastante curiosas.
La que a continuación les doy a conocer, es una carta obtenida en el Archivo Secreto Vaticano que habla de unos tales «sacrílegos zorros nocturnos», cuya misión era enriquecerse despojando de sus pertenencias a los muertos que quedaban en el campo de batalla. Original forma de referirse a unas personas que hicieron del menosprecio a los muertos su forma de subsistir y llegaron a ser, en la mayoría de los casos, hombres ricos y poderosos.
Esta es la carta:
En el año de la Encarnación del Señor de MCCXXXIII, estando yo al mando de una escuadra dedicada a vigilar y proteger los muertos que quedaban abatidos en el campo de batalla, contra las rapacerías que perpetraban en sus cuerpos los llamados por nosotros «sacrílegos zorros nocturnos», fui elegido por mis superiores para llevar a cabo una misión especial. La misión consistía en ser enviado a Jerusalén acompañado de dos caballeros, con la elevada misión de encontrar el Santo Grial que sirvió de Cáliz a Nuestro Señor Jesucristo en su última cena y primera Eucaristía.
Recibí con mucha alegría la misión encomendada porque me alejaba de mi actual cometido. Era tanto, pues, el odio que todo templario sentía contra los conocidos como «sacrílegos zorros nocturnos», que allí donde eran capturados, al punto se despellejaban vivos. Este era un escarmiento digno de ellos, no cabe duda, pero también era, al mismo tiempo, indigno de cualquier caballero. Este pesar cargaba las conciencias de quienes, por haber sido elegidos por nuestros superiores, teníamos que vernos en el dilema de ser los ejecutores de semejante castigo, en contra, a veces, de nuestras propias conciencias.
Y no es que esta clase de despreciables individuos no se merecieran tal forma de morir, lenta y dolorosamente, no. Creo que incluso era benigna nuestra forma de actuar, pues personas que se dedican a despojar a los muertos de sus pertenencias merecen un castigo más ejemplar. Y en el caso de un soldado, su robo es mucho más vil, ya que las pertenencias que un saldado muerto conserva sobre su cuerpo, no sólo es lo que tiene, sino también su única y definitiva mortaja.
Estos miserables eran de la más baja calaña que pudiera encontrarse por cualquier reino. Allá donde sabían o se enteraban de que había una batalla, se dirigían provistos de bestias de carga y carros que llenaban hasta los topes de cascos, escudos, yelmos, celadas, corazas, morriones, bacinetes, guardabrazos, manoplas, escarpas, botas, hábitos, espadas, lanzas... Enseres que luego eran vendidos todos a muy buen precio.
Naturalmente estas batallas no eran las que se libraban en ciudades o en villas amuralladas con el objeto de defenderlas o de conquistarlas, sino que eran las que se realizaban en campo abierto. Éstas, sin llegar a ser especiales ni distintas, sí que llegaron a tener, quizás por la soledad del entorno en que se libraban, una práctica bastante particular. En estas batallas llegó a existir un periodo de descanso que era previamente apalabrado por los cabecillas de ambos bandos contendientes.
Este periodo de no agresión era tan respetado, que si uno de los dos caudillos dejaba de obedecerlo, los soldados, suboficiales, oficiales y jefes que servían bajo las órdenes del señor que tomaba tal decisión, estaban obligados, bajo pena de deshonor, a no obedecer semejante orden.
El periodo de descanso solía comenzar al oscurecer del día y termina al amanecer. La negrura de la noche era la que aprovechaban los profanadores de muertos para dar comienzo a su sacrílega actividad. Como los demonios y los espíritus malignos que vienen del más allá aprovechan las horas de descanso de las buenas gentes para robarles sus almas, de igual forma procedían ellos.
A este acuerdo de no agresión se llegó a unir una cláusula muy importante que era la decisión inapelable de que por cada cuatro días de lucha, hubiese un día de descanso para enterrar a los muertos.
Estos cuatro días, o mejor dicho, estas cuatro noches de hostilidades, eran las que utilizaban estos hijos de las tinieblas para despojar a los muertos de sus mortajas. Aprovechándose de la oscuridad, se arrastraban, como la misma serpiente que engañó a Eva, hacia los muertos y, confundiéndose entre ellos, los desposeían de todas sus pertenencias. Con tal codicia lo hacían, que incluso, a veces, dejaban a los difuntos totalmente desnudos.
Para esta clase de gentuza daba igual que el muerto fuese moro, judío o cristiano. Nada era respetado por ellos. Hasta tal desvergüenza llegaba su irreverencia, que si en el tiempo que duraba su morboso trabajo era encontrado en su camino un soldado en cuya boca todavía soplara el hálito de la vida, lo degollaban al punto, sin ninguna clase de remordimiento de conciencia, y lo despojaban después de sus pertenencias más valiosas.
Los que teníamos encomendada la misión de encontrar y dar muerte a estos infernales individuos, nos veíamos a veces tan incapaces de hacerlo, que nuestras caras se sonrojaban cuando, una vez terminada la ronda, teníamos que dar las novedades a nuestros jefes. Esto era debido a que nos era muy difícil localizarlos durante la noche y entre tantos muertos, ya que lo primero que hacían estos malandrines, era vestirse con la indumentaria de uno de los soldados, al que previamente habían despojado de su uniforme, y en caso de verse sorprendidos, se hacían los muertos junto a los muertos.
Declaro que hacíamos lo imposible por encontrarlos, y lo manifiesto así porque era tanta la rabia que sentíamos hacia ellos que nunca nos sentimos acobardados ante el frío, la lluvia, el calor, la nieve..., ni tan siquiera ante esas noches en que el viento sopla de tal forma, que existe el peligro de que caballo y jinete puedan ser arrastrados por la tormenta.
Los buscábamos con antorchas encendidas que acercábamos a las caras de los muertos para observar si respiraban, se movían, parpadeaban... Pero ellos eran mucho más avispados que nosotros. El mal parece que está más protegido que el bien porque siempre nos ganaban la partida.
De esta forma fue como, para acabar con ellos de un modo más fácil y conveniente, demandé de mis superiores el permiso pertinente para, sin dejar de hacer nuestro trabajo de vigilancia nocturna, comenzar a rondar de día los caminos que habían a los cuatro vientos donde la batalla se libraba. Así, mientras nuestros hermanos se batían durante el día, nosotros intentábamos detenerlos in fraganti con la carga sobre los carros.
Aquella iniciativa, aunque terminó con muchos de ellos, no acabó con todos. Pues eran como la mala hierba, la que hoy arrancábamos en este camino, aparecía mañana en el otro.
Tan odiados eran estos hombres, si hombres pueden ser llamados esta clase de bestias, que las patrullas formadas por nosotros, y las establecidas por el enemigo, llegábamos, a veces, a realizar el trabajo de vigilancia juntos. Cuando esto sucedía, solíamos llamarnos hermanos e intercambiamos alimentos, líquidos, o cualquier otra cosa que ellos necesitaran o nosotros no tuviéramos.
Estas clases de patrullas llegaron a ser tan respetadas entre sí, que hubo veces en que incluso moros y cristianos luchamos juntos contra los “sacrílegos zorros nocturnos”, ya que, en muchas ocasiones, estos perversos individuos contrataban soldados de fortuna para que los defendieran de esta clase de patrullas. Cosa ésta que podían permitirse los “zorros” porque todos ellos terminaban siendo enormemente ricos.
Muchos de estos individuos, es decir, todos aquellos que sobrevivieron a la rapiña sin ser antes encontrados y muertos por despellejamiento, llegaron incluso a ser señores con señorío propio concedido por el rey. Su desfachatez llegó hasta el punto de, disfrazados de ovejitas, ofrecer parte de sus riquezas a los reyes con el objeto de subvencionar alguna contienda o aumentar unas arcas vacías para ganarse su agradecimiento.
El día X de diciembre del año de La Encarnación del Señor de MCCXXXIII, dejé esta desagradable misión y me embarqué hacia Jerusalén acompañado por los caballeros don Francisco Pérez y Pérez y por el caballero don Álvaro de Novellas, este último como jefe de nuestro grupo.
FREY JUAN DE ZAMORA, que vive en Dios y para Dios.