FUNDACIÓN 

POBRES COMPAÑEROS DE CRISTO

Primera Parte

 

 

Con su propio esfuerzo y sin ayuda de nadie, aprovechando las piedras, ramas y troncos que hallaron esparcidas por un terreno inculto y salvaje que se encontraba a las afueras de Jerusalén abandonado y sin dueño, construyeron con sus propias manos una casa muy parecida a la que aquí damos a conocer para que les sirviese de cuartel general y monasterio.

Terminada la primera cruzada, nueve caballeros acuerdan quedarse en Jerusalén. Son nobles franceses que provienen de familias acomodadas. Bien por decisión propia o por haber sufrido el hoy conocido como síndrome de Jerusalén, fundan una Hermandad. Hacen voluntaria entrega tanto de su cuerpo como de su alma a Cristo porque saben que quien le sigua jamás andará entre tinieblas… Tomarán el nombre de los Pobres Compañeros de Cristo y vivirán tan pobremente, que no comerán ni vestirán otra cosa, sino lo que la gente le dé como limosna.

FUNDACIÓN

Para dar fe de cómo fue fundada la orden del Templo de Salomón, hemos tenido que acudir al documento más antiguo y verosímil que hasta el momento ha sido escrito. Su título: Historia rerum in partibus transmarinis gestarum, y su autor: Guillermo, arzobispo de Tiro. Autor que, mal que le pese a algunos historiadores que aseguran lo contrario, fue contemporáneo de los caballeros del Templo.

Si bien es verdad que el arzobispo de Tiro nació en el año 1130, doce años después de haberse constituido la Orden del Templo, no es menos cierto que vivió y fue contemporáneo de ellos hasta el año de su muerte.

Para comprenderlo mejor, ya que esa contemporaneidad es vital para probar que este documento es el más fiable al que podamos acercarnos para comenzar a construir nuestra obra, tomémonos la molestia de consultar la palabra contemporáneo en cualquier diccionario de la lengua española. Allí descubriremos lo siguiente: que existe en el mismo tiempo que otra persona o cosa; no que existe el mismo tiempo, sino en el mismo tiempo.

Si el autor de esta obra coexistió con los del Templo desde su nacimiento en 1130, hasta su muerte en el año 1186, o sea, cincuenta y seis años, ¿quién puede poner en duda que el autor del libro citado fue contemporáneo del los del Templo?

El mencionado autor se presenta a sí mismo en su obra como historiador. Los datos que de él hemos podido examinar, no han sido por desgracia muchos, ni tampoco podemos decir que sean absolutamente ciertos. Lo que sí podemos afirmar después de haber separado el grano de la paja, es que el autor nace en Jerusalén hacia el año 1130, como ya se ha dicho antes. Que fue hijo de un oficial o soldado cruzado que pidió su ingreso en las tropas reales de la santa ciudad para quedarse allí de por vida, y, que, tal vez por ello, por no provenir de noble familia, sea por lo que no aparezca en el libro con nombre propio, sino con el de la ciudad de Tiro, de donde era arzobispo cuando comenzó su crónica.

Recibió su educación en Jerusalén formando parte del clero de la misma iglesia ya desde muy joven. Allí obtuvo una educación bastante completa: latín, griego, árabe, humanidades, retórica y teología. Materias estas que, a través de la obra que nos ocupa, nos muestra el autor sus amplios conocimientos de los autores clásicos griegos y latinos, así como sus facultades de investigador.  

Según nos dice el venerable Guillermo, arzobispo de Tiro, en su obra titulada: «Principio de la historia de los hechos acaecidos en las regiones de ultramar, desde los tiempos de los sucesores de Mahoma, hasta el año del Señor de 1184», que este es su título completo, la Orden del Templo fue fundada en el año 1118 de la era cristiana.

         Sin embargo, como una cosa es afirmar lo que ha dejado escrito el arzobispo de Tiro, y otra muy distinta es demostrarlo, vamos a comprobar lo que nos asegura el venerable cronista desguazando el capítulo VII de su voluminoso libro, que trata exclusivamente de la fundación de la Orden de la Milicia del Templo.

Principio de la historia de los hechos acaecidos en las regiones de ultramar, desde los tiempos de los sucesores de Mahoma, hasta el año del Señor de 1184, descrita por el venerable Guillermo, arzobispo de Tiro. Libro duodécimo. Capítulo VII

CAPÍTULO VII. Se funda en Jerusalén la Orden de la Milicia del Templo.

En este mismo año, ciertos nobles señores pertenecientes a la caballería ordenada, amantes y temerosos de Dios, entregándose al servicio de Cristo, prometieron sobre las manos del señor Patriarca vivir en castidad, obediencia y sin cosa propia, a la manera de los Canónigos Regulares. Entre ellos fueron los primeros los venerables varones Hugo de Payns y Godofredo de Aldemaro. Y como no tenían iglesia ni domicilio fijo en que vivir, les concedió el rey temporalmente una parte del palacio en el lado sur, que se halla junto al Templo. Los mismos Canónigos del Templo les concedieron bajo ciertas condiciones y para los servicios de dependencias la planta que poseían cerca de dicho palacio. Igualmente, el rey con sus próceres y el señor patriarca con los prelados de las iglesias les concedieron para sustento y vestido ciertos beneficios sobre las propias rentas, unos temporalmente y otros a perpetuidad. El primer cometido que, para remisión de sus pecados, les fue encomendado por el señor patriarca y los demás obispos, fue que preservaran con todas sus fuerzas los caminos e itinerarios de los peregrinos, contra las asechanzas e incursiones de los ladrones. Durante nueve años después de su fundación vistieron hábitos seculares, usando las vestiduras que, como remedio de sus almas, el pueblo les ofrecía.

Finalmente, el año noveno, habiéndose celebrado un concilio en Francia, en Troyes, al que asistieron los arzobispos de Reims y de Sens con sus sufragáneos, así como el obispo de Albano, legado pontificio, y los abades del Cister, de Claraval y de Terracina, con otros muchos, se les dio una regla y se les asignó un hábito blanco, por mandato del papa Honorio y de Esteban patriarca de Jerusalén.

Y aunque después de nueve años, en que permanecieron en su estilo de vida, no eran más que nueve miembros, a partir de entonces comenzó a aumentar el número y a multiplicarse sus posesiones. Posteriormente, en tiempo del papa Eugenio, se dice que, a fin de hacerse notar entre los demás caballeros, comenzaron a coser en sus mantos cruces de paño rojo, tanto los caballeros, como los Hermanos de rango inferior que llaman sirvientes. Esto fue creciendo de tal manera que actualmente cuentan con unos trescientos caballeros conventuales, vestidos con blancos mantos: exceptuados los legos, cuyo número es casi infinito. Se dice que tienen tan inmensas posesiones tanto por acá como en ultramar, que no hay provincia en el orbe cristiano, que no haya entregado algo de sus bienes a los antedichos Hermanos; y se dice que actualmente poseen riquezas igualables a las de los reyes.

Por haber tenido su primitiva mansión en el palacio real junto al Templo, como dijimos, se llaman Hermanos de la Milicia del Templo. Y habiendo permanecido largo tiempo en su buen propósito, viviendo muy de acuerdo con su profesión, luego olvidada la humildad (que es, como se sabe, salvaguarda de todas las virtudes; y al asentarse en lo más bajo no puede padecer detrimento alguno), se sustrajeron de la autoridad del señor Patriarca de Jerusalén, negando la obediencia que sus predecesores habían prestado a aquel de quien habían obtenido la institución de la Orden y los primeros favores; y hasta volviéndose muy incómodos para la Iglesia de Dios, retirando las décimas y primicias y perturbando indebidamente sus posesiones.

COMENTARIOS Y REFLEXIONES A LA LUZ DEL DOCUMENTO:

En este mismo año...

El documento ha sido extraído del libro duodécimo de una obra que consta de veintitrés volúmenes, escritos por Guillermo, arzobispo de Tiro. Su título: «Principio de la historia de los hechos acaecidos en las regiones de ultramar, desde los tiempos de los sucesores de Mahoma, hasta el año del Señor de 1184».

Este documento es el que ha servido para que historiadores y estudiosos del Temple de todos los tiempos hayan podido saber el año exacto de la fundación de la Orden.

El año de su fundación viene del capítulo IV del libro duodécimo, donde se nos revela la fecha de coronación como rey de Jerusalén de Balduino II. Allí se dice: «Coronatus autem et consecratus est, anno ab Incarnatione Domini MCXVIII, mense Aprili, secunda die mensis; praesidente sanctae Romanae Ecclesiae domino Gelasio papa secundo...» O sea, «Fue ungido y asimismo coronado, el año de la Encarnación del Señor de 1118, el segundo día del mes de abril, presidiendo la santa Iglesia romana el papa Gelasio segundo...»

A partir del capítulo IV hasta llegar al capítulo VII, que es donde nos es revelado por Guillermo de Tiro el año de la fundación de la Orden del Templo de Jerusalén, el capítulo V, el VI y el VII comienzan diciendo: «Eoden anno...», o sea, «En este mismo año...». Dando a entender que el año del capítulo que el cronista nos narra es el 1118.

De ahí que Guillermo, arzobispo de Tiro, convertido en cronista, comience este capítulo escribiendo: «En este mismo año ciertos nobles señores pertenecientes a la caballería ordenada, amantes y temerosos de Dios, entregándose al servicio de Cristo, prometieron sobre las manos del señor Patriarca vivir en castidad, obediencia y sin cosa propia...»

Al decir en este mismo año, nos deja el cronista sin saber qué día ni qué mes fue fundada la Orden del Templo. Lo único que se nos deja entrever es el año exacto de su fundación, pero no el mes ni el día. Así que, dando oídos a este documento, podemos deducir que tanto el día como el mes serían ya a partir del mes de abril, ya que esa es la fecha que el documento nos dice que fue ungido y coronado como rey de Jerusalén Balduino II, que fue, no hay que olvidarlo, y ya siendo rey, quien les facilitó una dependencia cerca del Templo.

Si anteriormente dimos el párrafo donde quedaba claramente expuesta la fecha exacta de la coronación del rey Balduino II, permítanme ustedes que les dé a conocer ahora todo el capítulo completo porque creo que merece la pena.

Merece la pena porque, entre otras cosas, de este rey apenas se sabe nada, y el capítulo no tiene desperdicio.

Juzguen si no ustedes mismos:

Principio de la historia de los hechos acaecidos en las regiones de ultramar, desde los tiempos de los sucesores de Mahoma, hasta el año del Señor de 1184, descrita por el venerable Guillermo, arzobispo de Tiro. Libro duodécimo. Capítulo IV.

Capítulo IV. Sobre las actividades corporales, las costumbres y el comportamiento de dicho rey.

Se dice que era de forma espléndida, de cuerpo prócer, faz hermosa, pelo ralo, dorado y con algunas canas; tenía una barba igualmente rala, pero que le llegaba hasta el pecho; de color vivo y un tanto rosado para su edad. Sumamente hábil en el manejo de las armas y habilísimo en el gobierno de los caballos, con una gran experiencia de las cosas militares, previsor en sus negocios, exitoso en sus expediciones militares, piadoso en obras, clemente y misericordioso; religioso y temeroso de Dios; tan dado a las oraciones que tenía callos en las manos y en las rodillas, por la frecuencia de las genuflexiones y penitencias; incansable, aunque ya viejo, para cuanto le requerían los negocios del reino.

Habiendo obtenido el trono real, y preocupado por el condado de Edesa, al que había dejado sin gobierno, convocó a su pariente Joscelino, para que fuera corregido con plena satisfacción en cuanto anteriormente le había fallado; al cual, como al mejor conocedor de aquella región, le otorgó el condado; y recibido el juramento de fidelidad, le invistió con las insignias y le introdujo en su posesión; y reuniendo a su esposa e hijas y familia, por el trabajo y la diligencia de dicho señor Joscelino recuperó enseguida todos sus bienes.

Tuvo por esposa a Morfia, hija de un noble griego llamado Gabriel, del que hemos hablado anteriormente; a la cual tomó por esposa siendo todavía conde, después de pagar gran cantidad de dinero, en concepto de dote; y de la cual tuvo tres hijas: Melisenda, Halina y Hodierna; pues la cuarta, por nombre Iveta, la parió su mujer siendo ya rey.

Fue coronado y consagrado rey en el año de la Encarnación del Señor de 1118, en el día dos del mes de abril, siendo papa de la Iglesia de Roma Gelasio segundo; y siendo Bernardo obispo de la Iglesia de Antioquía, primer patriarca de los Latinos en dicha ciudad; y siendo en fin Arnulfo obispo de la Iglesia de Jerusalén, cuarto patriarca de los Latinos en dicha ciudad.

No tienen razón quienes afirman, sustentándose en una mala traducción de este documento, que la Orden fue fundada el dos de abril del año 1119, presidiendo la Iglesia romana el papa Gelasio II, ya que este papa tuvo un pontificado bastante breve. A la muerte del papa Pascual II, acontecida el día 21 de enero del año 1118, fue elegido, como nuevo papa, Gelasio II. Esto ocurrió el día 10 de marzo de 1118. Muriendo este pontífice el día 5 de enero de 1119, después de haber estado ocupando la silla de Pedro poco menos de dos años.

Mal podría este papa presidir la iglesia romana en abril de 1119, habiendo muerto en enero del mismo año. En caso de haber sido fundada la Orden en abril del año 1119, tal como algunos afirman, habría estado presidiendo la santa Iglesia romana el papa Calixto II, que fue elegido el día 8 de febrero del año 1119.

Además de la crónica de Guillermo de Tiro, por la cual podemos saber con más o menos veracidad la fundación de la Orden del Templo, existe otra escrita por Jacobo de Vitry (1170-1240), obispo de Acre. Su título es: «Historia Orientalis seu Hierosolymitana».  Pero esta es un calco de la que nosotros hemos dado a conocer escrita por Guillermo de Tiro. Tanto es así, que incluso comienza sin dar el año de la fundación, tal que lo hace Guillermo, con la salvedad de que uno lo hace arrastrando lo que antes hemos comentado de «En este mismos año», para que sepamos que ese arrastre viene del capítulo IV, y el otro no aclare absolutamente nada. De ahí que de entre las dos crónicas hayamos elegido la del arzobispo de Tiro por creer que, al haber sido escrita antes, son más fiables y frescas sus fuentes documentales. Creemos firmemente que Jacobo de Vitry, obispo de Acre, para dar a conocer la fundación de la Orden del Templo, copió palabra por palabra todo lo que antes había escrito ya Guillermo de Tiro. Tengan ustedes en cuenta que cuando nació Jacobo, Guillermo tenía ya cuarenta años. De todas formas, para que puedan juzgar ustedes mismos, este es el comienzo de la crónica de Jacobo de Vitry:

«Ciertos señores pertenecientes a la caballería ordenada, amantes de Dios, renunciaron al mundo y se consagraron a Cristo mediante votos solemnes que fueron pronunciados ante el patriarca de Jerusalén. Se comprometieron ante él a defender a los peregrinos contra bandidos y ladrones y a preservar los caminos. Prometieron asimismo vivir en castidad, observando la pobreza y la obediencia, a la manera de los Canónigos Regulares. Fueron los primeros dos venerables varones, Hugo de Payns y Godofredo de Saint Aldemaro...»

...a la manera de los Canónigos Regulares.

Los Canónigos Regulares fueron un movimiento de las primeras comunidades cristianas que, advirtiendo el giro que estas estaban dando hacia el bienestar, el poder y las riquezas, se unieron para volver a la primitiva vida de comunidad y pobreza. San Agustín fue un ferviente defensor de este movimiento, y en su regla estaba resumido el espíritu de vida y costumbres de quienes decidían pertenecer o vivir como miembros o simpatizantes de este grupo. De ahí que, aunque la mayoría de las órdenes militares y religiosas que fueron instituyéndose tanto antes como después de las cruzadas no tuvieran como regla propia la regla de san Agustín, como era el caso de los templarios, se sabe que todas ellas fundaron su dogma de vida bajo esta regla, o sea bajo el principio de los «Canónigos Regulares».

En un principio, y al haberse constituido a la manera de los Canónigos Regulares, según nos hace saber en este documento el arzobispo de Tiro, se puede afirmar sin temor a equivocarse, que los primeros nueve caballeros tomarían para obedecerla la regla de san Agustín, aunque años más tarde, san Bernardo, constituido ya en benefactor y defensor de la Orden, mezclase con esta la regla de san Benito para que pudiesen afrontar con ella el nuevo giro que dio su vida al creer los papas que la Orden del Templo de Salomón sería más eficaz y provechosa para la Iglesia, si les daban potestad para pasar de proteger los caminos, siendo nueve caballeros, a constituirse en un poderosos ejército que pudiera luchar contra los enemigos de la Iglesia cristiana allá donde fueran encontrados, ya fuese en Jerusalén o en cualquier lugar de la Europa cristiana.

…Los venerables varones Hugo de Payns y Godofredo de Aldemaro.

En la Edad Media no se hicieron necesarios los apellidos hasta que por necesidad tuvieron que aparecer los notarios para levantar actas legales de heredades, arrendamientos, compras, cesiones, ventas... Hasta ese momento había habido infinidad de disputas familiares y controversias vecinales por herencias o por lindes, llegándose, en algunos casos, incluso a las manos o a las armas. Pero aún así, y al no estar todavía regulados por ley, estos apellidos fueron siendo elegidos con total libertad.

En aquellos tiempos, y tal como vemos en el caso de «de Payns», las personas carecían de apellidos, y de esta forma unos eran conocidos por su lugar de nacimiento; otros por sus defectos físicos; otros por sus particularidades personales; otros por el oficio que ejercían, y, algunos, sobre todo los que eran primogénitos y tenían algo que heredar, se les añadía al nombre del Padre una «Z», es decir, si el padre se llamaba Pere el hijo era bautizado con el nombre de Pérez para atestiguar con ello que era «hijo de Pere». Veamos:

·        Por su lugar de nacimiento.

Murcia, Salamanca, Cuenca, Bilbao, Madrid, Ávila, Zaragoza, Córdoba, Galera, Alarcón, Alcalá, Altamira, Aragón, Aranda, Avilés, Sevilla, Talavera, Toledo, Villena, Zamora...  

·        Por sus defectos físicos.

Seisdedos, Barriga, Caballo, Cordero, Borrego, Cabra, Delgado, Feo, Guijarro, Lobo, Luna, Oca, Palomo, Vaca, Cabezón, Calvo, Chato, Cansino...

·        Por sus particularidades personales.

Bello, Bueno, Alegre, Castaño, Hermoso, Moreno, Rubio, Fuerte, Cano, Velloso, Blanco...

·        Por sus oficios.

Carpintero, Soldado, Molinero, Alcalde, Baños, Caballero, Escribano, Maestre, Capitán, Trillo, Calafate, Segador, Alférez, Zapatero, Aguador, Pastor...

·        Por ser hijo de.

Pérez (de Pere), Sánchez (de Sancho), Martínez (de Martín), Rodríguez (de Rodrigo), Álvarez (de Álvaro), Antolinez (de Antolín), Ruiz (de Rui), Enriquez (de Enrique), Fernández (de Fernán), Godinez (de Godino), Iñiguez (de Iñigo), Jiménez (de Jimeno), Meléndez (de Melendo), Núñez (de Nuño), Peláez (de Pelayo), Ramírez (de Ramiro), etc.

     Si no hubiese sido por la Iglesia, que en el siglo XV y por iniciativa del cardenal Cisneros comenzó a hacer constar en los libros de registros parroquiales los nombres de los bautizados, de los casados y de los difuntos, esta anarquía de apellidos hubiera seguido existiendo hasta el día 17 de junio del año 1870, en cuya fecha fue aprobado y reglamentado el Registro Civil en España.

     Lo antedicho no está de más saberlo, dado el caso de que en adelante iremos mostrando documentos en donde predominarán estos desórdenes de nombres y de apellidos.

     Y, además, porque de esta forma es como hemos llegado a saber el lugar de nacimiento de muchos de los maestres que más adelante se dan a conocer. Sobre todo, del primero: Hugues de Pays, de quien una vez metidos en su ciudad y habiendo hecho las averiguaciones históricas pertinentes llegamos a saber que estaba casado y que para ingresar a profesar en la orden tuvo que pedir por escrito el permiso de su esposa.

Por si alguien llegase a dudar de lo que aquí estamos afirmando, vamos a contar un pequeño incidente que le acaeció al conde Hugo de Champagne mucho antes de ingresar en la Orden de los templarios.

En el año 1113, en la primera peregrinación que hizo a Tierra Santa este venerable conde, y debido tal vez a sus deseos de ingresar en una orden militar que estuviese defendiendo los santos lugares, quiso ingresar en la Orden de los Hospitalarios de San Juan.

Cuando regresó de nuevo a su tierra y se lo comunicó a su padre, este hablo con el obispo Yves de Chartres y le pidió como favor especial que hiciese todo lo posible por quitarle a su hijo tal despropósito de la cabeza.

El obispo le escribió a Hugo, y en una carta que está en muy mal estado que nosotros pudimos a malas penas copiar en el Archivo de la Catedral de Chartres, le decía, entre otras muchas cosas, lo siguiente:

 «Sabemos que os queréis incorporar en el ejército de Cristo para ir a Palestina y entregaros a esos combates evangélicos donde diez mil combatientes sostienen con ventaja la lucha contra veinte mil enemigos que se abaten sobre ellos para matarlos...»

Y luego, tal vez para hacerle desistir de tamaña empresa, sigue diciendo el obispo un poquito más abajo:

«Vos estáis casado, y sabéis que debéis cumplir con vuestras obligaciones de la forma que la Iglesia lo requiere para que no se pueda encontrar ningún fallo que pueda violar de ninguna forma los derechos legítimos de vuestra esposa...»

Antes de seguir con nuestro relato, debemos exponer que hay historiadores que atribuyen el hecho histórico que acabamos de relatar, cuyo protagonista fue el Hugo de Champagne, como si en vez de haber querido el conde ingresar en la Orden del Hospital de Jerusalén, hubiera querido hacerlo en la de los caballeros del Templo, pero eso es imposible porque el obispo Yves de Chartres murió en el año 1113 y la Orden del Templo de Jerusalén fue constituida en el 1118.

La carta que la esposa del conde Champagne tuvo la obligación de escribir por imposición eclesiástica, debió de ser muy parecida a la que se muestra en el capítulo de «Lista de Mestres de la Orden, desde su principio hasta su trágico final». Concretamente en la reseña que se hace del maestre Eudes de Saint Amand.

Nuestro pesar es, después de haberla buscado durante muchos años por archivos, bibliotecas y teologados, no haber dado con ella. Lo que si podemos afirmar con certeza es que fue firmada en Dijón, y fechada en el mes de marzo del año del Señor de 1125, ya que Hugo de Champagne, tal vez por ser de muy noble cuna y tener muchas propiedades, fue el último en entrar a formar parte de la Orden de los pobres caballeros de Cristo. Esto nos hace descubrir que los nueve caballeros no estuvieron nueve años integrando la Orden como algunos afirman, tal vez para hacer cábalas y conjeturas más o menos misteriosas con el «nueve», sino que los nueve caballeros estuvieron siendo nueve solamente siete años, ya que desde la incorporación del conde Champagne y hasta el Concilio de Troyes, en cuya fecha se cumplieron los nueve años de existencia de la Orden, fueron ya diez caballeros quienes la totalizaron.

Hugo de Champagne era hijo del conde de Thibaut, conde de Champagne.

Hugo se mostró siempre muy devoto de las cosas religiosas en general, y muy particularmente con todo lo concerniente a los monasterios cistercienses, a los que hizo grandes donaciones. Fue el primer conde de Bar-sur-Aube, y a la muerte de su hermano Eudes, pasó a ser también conde de Troyes.

Por su gran corazón fue muy estimado por san Bernardo, quien hizo todo lo posible porque el joven Hugo ingresara en la Orden cisterciense que él regentaba como abad de la misma. Lo antedicho no lo afirmamos nosotros, sino que lo hemos deducido de la siguiente carta que todos ustedes pueden encontrar en esta obra:

Oeuvres complètes de Saint Bernard. Paris, librairie Louis de Vivès, editeur. Rue Delambre, número 9. Año 1866.

Si es para mayor gloria de Dios para lo que de conde os habéis hecho simple soldado, y de rico que erais habéis pasado a ser pobre, os felicito con todo mi corazón porque este acto os devuelve a la gloria de Dios. Estoy convencido que este cambio es obra del Señor. De todas formas, tengo que reconocer que no puedo fácilmente hacerme a la idea de estar privado, por un designio secreto de Dios, de vuestra amable compañía, y de no veros nunca más, pues con vos habría querido pasar mi vida entera, si esto hubiera sido posible. ¿Podría acaso olvidar vuestra antigua amistad, y los beneficios con los que colmasteis tan ampliamente nuestra casa? Ruego a Dios cuyo amor os inspiró tantos beneficios para nosotros, que os tenga en su amparo eterno. Yo sí que conservaré siempre un reconocimiento eterno hacia vos, y me gustaría dar pruebas de ello. ¡Oh! si se me hubiese sido dada la posibilidad de vivir en vuestra compañía, con cuánta diligencia me habría ocupado de las necesidades de vuestro cuerpo y de las de vuestra alma. Pero ya que esto no ha llegado a ser posible, no me queda más que aseguraros que, a pesar de vuestro alejamiento, no dejaréis de estar presente en mi espíritu y en mis oraciones.

Este afecto que el santo Bernardo muestra en esta epístola por su hijo muy querido el conde de Champagne estaba basada en el gran amor que Hugo mostró siempre por los pobres y los desheredados, y también, como es natural, por las grandes donaciones que este hizo en favor de los monjes del cister. Él fue el que donó personalmente a san Bernardo los terrenos y las dependencias donde posteriormente sería ubicado el monasterio de Claraval. Y para aquellos que todavía lo duden, aquí está el documento de donación:

Oeuvres complètes de Saint Bernard. Paris, librairie Louis de Vivès, editeur. Rue Delambre, número 9. Año 1866.

En nombre de la Santa e indivisible Trinidad, aquí comienza la carta de donación dictada por el conde Hugues.

Sepan cuantos esta carta vieren que, yo, conde de Troyes, le doy a Dios, a la Santísima Virgen María y a los monjes de Clairvaux, el lugar que aquí se describe, con sus dependencias, campos, prados, vides, bosques y aguas, sin reserva alguna ni para mí ni para mis descendientes.

De ello son testigos Acard de Reims, Pedro y Robert d' Orléans, soldados que están a mi servicio.

Queremos que se sepa también que Geoffroy Félonia les cede su derecho de uso sobre la tierra que nos tiene arrendada de Juvencourt, tanto en los bosques como en la planicie, y en todo tiempo; si los animales de los antedichos Padres causaran algún daño, los monjes tendrán que pagar solamente el perjuicio causado, pero nunca una multa.

Hice todas estas donaciones en presencia de los testigos susodichos. Y quiero también que se sepa que el señor Jobert del Ferté, apodado el Rojizo, y el señor Reinaud de Perrecin les dieron, a los mismos Padres, el derecho de uso y el usufructo sobre todas sus tierras, particularmente las aguas, bosques y prados del dominio de Perrecin: de esto son testigos Acard de Reims y Robert, soldados que están a mi servicio. Y para que conste sea sabido por todos cuantos este escrito vieren que yo Hugues, conde de Troyes, otorgo y concedo a los mencionados Padres también las posesiones libres y apacibles de la tierra y del bosque de Arétèle.

Confirmado estas donaciones por nosotros Joscern, obispo de Langres, y Hugues, conde de Troyes y lo sellamos con nuestro sello y con nuestro anillo.

Y sepan ustedes, además, que, para ingresar en la Orden de los templarios, el conde de Champagne, después de obtener el permiso de su esposa, le vendió su condado a Thibaut, hijo de su hermano Etienne, y distribuyó todos sus bienes por iguales partes entre su mujer y sus hijos.

Sobre lo antedicho hay historiadores que basándose en las crónicas de Pedro de Pithou, aseguran que antes de partir hacia Jerusalén para ingresar en la Orden, Hugo de Champagne desheredó a su hijo Eudes, sin aportar pruebas de las causas que pudieron motivar tal decisión.

No parece creíble ni opinamos que fuese cierta esta aseveración porque pensamos que el conde se sentiría en aquel momento crucial de su vida lleno del Espíritu de Dios y, por lo tanto, contrario a cualquier venganza, escarmiento o eliminación. No obstante, y ya fuese de una o de otra forma, hemos creído honrado por nuestra parte traer aquí las dos versiones para que ustedes las conocieran.

 ...fue que preservaran con todas sus fuerzas los caminos e itinerarios de los peregrinos, contra las asechanzas e incursiones de los ladrones.

Aquí podemos ver cómo la misión que le fue encomendada a la Orden recién constituida de los pobres caballeros de Cristo, era la de proteger los caminos y no la de tomar parte en las batallas. Tal vez esta realidad deje sin argumentos a todos aquellos que aseguran que nueve caballeros, por valientes o fanáticos religiosos que estos fueran, jamás hubieran podido combatir contra asaltantes, asesinos, y las terribles huestes musulmanas. No es verdad. En primer lugar, hemos de decir que las terribles huestes musulmanas, igual que las terribles huestes cristianas, como poderosos ejércitos que eran, se dedicaron a guerrear en el campo de batalla, nunca a asaltar ni diezmar a los peregrinos. Entre otras cosas porque existió un pacto entre ambas milicias: las cristianas no impedían el paso a los grupos árabes que llegaban a Jerusalén para rezar, ni los árabes a los cristianos, siempre que estos grupos, como es natural y lógico, fuesen realmente peregrinos y no soldados. Y además, también tenían pactado ambas tropas, sobre todo cuando entablaban batalla, los siguientes acuerdos: no guerrear los viernes ni los domingos: los viernes por ser el día religioso de los musulmanes y los domingos por ser el de los cristianos, y disponer de unas horas de descanso al día para que cada una de las partes contendientes tuviesen tiempo suficiente de retirar a los heridos y de enterrar a los muertos.

Otra cosa que parece que ignoran quienes afirman esto, es que los asesinos y asaltantes aludidos eran ladrones de poca monta, con armas viejas y deterioradas que ni siquiera sabían usar. Ladrones y asesinos que no dudaron durante mucho tiempo en asaltar a los desvalidos peregrinos, pero que no eran capaces de enfrentarse a caballeros bien adiestrados y armados, aunque estos estuviesen en minoría. El hecho que confirma lo que afirmamos, es que durante los nueve años que los caballeros templarios estuvieron protegiendo los caminos siendo solamente nueve, no hubo ladrón, asesino, asaltante ni terribles huestes musulmanas que se atreviesen a asaltar a ningún peregrino si iban escoltados por ellos. Además, lo que quizás ignoren también quienes esto afirman, es que cada uno de estos caballeros trajo consigo a su propio escudero y algún que otro criado para que le sirviera, pues jamás se vio en la antigüedad un caballero, por pobre o necesitado que hubiese estado, que tomase parte en alguna empresa de armas sin ir acompañado de su escudero. Lo que elevaba a este grupo de protectores de peregrinos cristianos a más de dieciocho miembros.

Por este mismo documento hemos podido saber también, y con bastante seguridad, que la Orden de los Pobres Caballeros de Cristo del Templo de Jerusalén fue instituida por nueve caballeros con la cristiana intención de proteger a los peregrinos que por tierras solitarias y hostiles se dirigían hacia el Sepulcro de Nuestro Señor Jesucristo, y también, aunque el documento del arzobispo de Tiro no haga alusión a ello, el de montar guardia diaria en el único pozo que se hallaba cerca de la ciudad de Jerusalén, donde los cristianos eran atacados con mucha frecuencia por los ladrones árabes cada vez que estos se desplazaban allí con sus carros cargados de cubas para llenarlas de agua, donde perdían, además del dinero que llevaban encima, carro, cubas, mulas, burros o caballos.

A través de lo que nos revela el documento del arzobispo, y de lo que hemos podido ir sabiendo por otros, hemos llegado a deducir que la misión de los Pobres Caballeros de Cristo era la de protección y vigilancia. Y esto debió de ser así porque dentro de los estatutos de su regla, ya que no tenían todavía más regla que la de san Agustín como norma de vivir y de actuar, había una cláusula que decretaba que ningún hermano podía contravenir el Nuevo Testamento matando a sus semejantes. Y fue por cumplimiento de esta disposición por lo que los templarios, si se veían obligados a entablar combate en el transcurso de su misión de protección o vigilancia, agotaban todos los recursos antes de matar a los maleantes.

También hemos de decir que fueron muy pocas veces las que tuvieron que intervenir en defensa de los peregrinos que eran escoltados por ellos, porque su sola presencia constituida como escolta armada, era ya suficiente para prevenir cualquier ataque o latrocinio por parte de ladrones, desertores o desalmados. No queremos decir con esto que alguno de los nueve caballeros no hubiese dado muerte a algún que otro forajido, pero nos alejamos de esta creencia porque si hubiese habido alguna batalla entre ladrones y caballeros, las bajas hubiesen sido por ambas partes. Los nueve caballeros estuvieron vivos desde que se fundó la orden hasta que esta fue confirmada por la Santa Sede.

El problema de los templarios comenzó a surgir después de haber sido la Orden confirmada en el Concilio de Troyes, ya que por la gran demanda de solicitudes de ingreso que todos los días se recibían en el Templo, comenzaron a admitir nuevos caballeros profesos. Esto dio lugar a que, en el año 1129, tan solo un año después de su confirmación, la Orden hubiera crecido de tal forma, que ya fuese imposible mantener una guarnición tan numerosa en la ciudad santa donde Jesucristo entregó la vida en remisión de los pecados del mundo.

El papa Honorio II vio en este crecimiento del Temple la solución a sus problemas. Años atrás se había comprometido con los reinos de la Europa cristiana que luchaban contra el moro, hasta el punto de haber firmado con ellos un documento que decía que la Santa Sede estaría dispuesta a socorrer militarmente a cuantos reyes lo solicitaran para que la lucha fuese más efectiva y tuviese más garantía de ser ganada.

El masivo acrecentamiento de la Orden del Templo de Jerusalén le vino al papa como maná caído del cielo. Echó mano de los soldados del Templo, y les dio permiso para que pudieran propagarse por toda Europa; allí donde fueran demandados por los reyes y dirigentes del país que los necesitara, los templarios podían sentar sus reales y crear convento, de la misma forma que ya lo estaban haciendo otras órdenes militares.

Este cambio de vida creó en los templarios un gran cargo de conciencia. Ellos se habían constituido para proteger, y no para guerrear y matar. Cada vez que su espada se hundía sobre el cuerpo de un semejante, la regla de san Agustín, por la que se habían constituido para respetarla y obedecerla, caía sobre sus conciencias como una montaña de mármol. Los reyes comenzaron a quejarse y a decir que a los templarios había que cambiarle la regla.

 Habiendo llegado las quejas a oídos del papa Honorio II, por cuyo mandato se les había dado la regla en el Concilio de Troyes, mandó incluir en la misma un nuevo artículo que decía:

·        CAPÍTULO LI. Que sea lícito a la Orden herir al enemigo.

Creemos, por la divina Providencia, que este nuevo género de Religión tuvo principio en los santos Lugares para que se mezclara la Religión con la Milicia, y así esta Religión pueda proceder desde hoy armada con la Milicia, y pueda herir al enemigo sin culpa. Juzgamos, según derecho, que como os llamáis caballeros del Templo, podáis tener por este insigne mérito y bondad, tierras, casas, jornaleros y labradores, y que justamente sean gobernados por vosotros, pagándoles un justo salario.

A pesar de haberles sido incluido este nuevo capítulo, incluso con el velado consentimiento que se les otorgaba de poder herir al enemigo sin culpa, los templarios siguieron teniendo remordimientos de conciencia cuando mataban a un enemigo. Algunos todavía continuaban preguntándose: ¿Por qué siendo monjes del Señor matamos a nuestros semejantes, contraviniendo con ello la ley de Dios transmitida a nosotros por el mismo Cristo?

Ante este trágico problema, que a todas luces hubiera podido ser el fin de una orden que acababa de nacer, el maestre Hugo escribió al abad de Claraval, amigo de los nueve fundadores, sobre todo del conde Hugo de Champagne, y le conminó a que escribiese un pequeño librito que sería copiado y dado en mano a cada uno de los soldados del Templo para que fuese leído y consultado por ellos cada vez que sus conciencias así se lo exigiesen. Un pequeño libro donde cada uno de ellos encontraría cuantas respuestas fuesen buscando.

Bernardo, abad de Claraval, en el año 1130, doce años después de haberse fundado la Orden, y dos años después de haber sido aprobada por el papa, escribió el mencionado libro. Libro que damos a conocer en el capítulo que dedicamos a San Bernardo, que todos ustedes tendrán la oportunidad de leer fielmente traducido por quien estas letras escribe.

Esta lectura diaria, sobre todo en el refectorio, fue suficiente para que los templarios se diesen cuenta de que como monjes podían luchar y matar a sus enemigos sin cometer pecado. Como veremos más adelante, la razón que el abad de Claraval alegaba en su pequeño libro era que, al ser los templarios además de soldados también monjes, no buscaban la gloria ni las posesiones que conseguían para ellos mismos, sino para engrandecer más a la Iglesia y para mayor gloria de Dios. Y para que pudiesen darse cuenta de la diferencia que existía entre los soldados que luchaban sin ánimo de lucro, y los que buscaban beneficio propio poniendo su espada al servicio de algún rey, el abad Bernardo dedica una parte del libro a hacer comparaciones entre unos y otros.  

Esta era la prueba definitiva para que los templarios cayesen en la cuenta de que había dos clases de soldados: los seguidores de Dios y los seglares. La milicia religiosa no batallaba ni mataba al enemigo para obtener bienes, fama, abolengo, fortuna o hacienda para sí mismos; sus actos estaban encaminados sola y exclusivamente hacia la mayor gloria de Dios, hacia la protección de la Iglesia y hacia el amparo de los cristianos de toda la tierra. De ahí que los templarios, como militares tuvieran que renunciar a luchar con sus antiguas espadas de soldados seglares, y como monjes, tuvieran que luchar y matar con la nueva espada que la Iglesia por mano de su prelado ponía ya bendecida en las suyas para seguir el mandato bíblico del libro del Deuteronomio, que dice: «Cuando el Señor la ponga en tu mano, matarás a filo de esta espada a todos sus enemigos».

El libro de san Bernardo fue convincente. Los templarios, mal que bien, siguieron cumpliendo con sus deberes religiosos. Pero además comprendieron que eran militares, y que como tales tenían que cumplir también con sus obligaciones bélicas. El sentido común les decía que la primera obligación de un soldado era agredir o ser agredido. Este era el principio de «legítima defensa» que les había sido transmitido por la Santa Madre Iglesia. Principio este que está fundamentado en que la vida del prójimo no es más importante que la nuestra.

…Durante nueve años después de su fundación vistieron hábitos seculares, usando las vestiduras que, como remedio de sus almas, el pueblo les ofrecía.

No tienen razón aquellos que sostienen que desde un principio vistieron el hábito blanco. Como vemos aquí, claramente revelado por este documento, durante los primeros nueve años después de su fundación vistieron las ropas que el pueblo les daba como limosna por el amor de Dios. Esto quiere decir que, aunque llevaron sus armas de caballeros en perfecto estado, por pertenecer a la caballería ordenada y necesitarlas para proteger a los peregrinos, no iban uniformados. En contra de lo que muchos creen, cada uno de ellos llevaba una indumentaria diferente que, incluso a veces, eran puros harapos.

         Durante los nueve años después de su fundación, estos caballeros, aunque una minoría de peregrinos los nombrara como «los del Templo», ellos nunca se autodeterminaron así. Desde un principio se hermanaron y se autonombraron como los «pauperes conmilitones Christi», o sea como los «pobres compañeros de Cristo». Esto quiere decir que el espíritu que llevó a estos nueve caballeros a unirse como hermandad seglar fue muy diferente del que, más tarde, a partir del concilio, fue poco a poco creciendo en ellos.

         Durante estos primeros nueve años, y como hemos podido percibir por lo que llevamos expuesto, los nueve caballeros observaron estrictamente la regla de san Agustín. Esto quiere decir que, tal como la mencionada regla dicta, todo era compartido por ellos. De ahí que las ropas que el pueblo les daba como limosna, un día las llevara uno y otro día las llevase otro, tal como la regla de San Agustín establece en el capítulo V.

«Tened vuestros vestidos en un lugar común bajo el cuidado de uno o de dos o de cuantos fueren necesarios para sacudirlos, a fin de que no se apolillen. Y así como os alimentáis de una sola despensa, así debéis vestiros de una misma ropería. Y, a ser posible, no seáis vosotros los que decidáis qué vestidos son los adecuados para usar en cada tiempo, ni si cada uno de vosotros recibe el mismo que había usado o el ya usado por otro, con tal de que no se niegue a cada uno lo que necesite».

Al compartir todo lo que tenían en común, es cuando acude a nosotros esa polémica que muchos autores mantienen y manosean hasta la saciedad de que dos caballeros iban montados en un mismo caballo cuando vigilaban los caminos o acompañaban a los peregrinos que se dirigían a Jerusalén. No era así. La imagen de dos jinetes montados en un mismo caballo que hemos podido ver en ciertos sellos templarios o en algunas construcciones, no era más que un símbolo que denotaba y daba a entender que en esa comunidad hasta el más mínimo y pobre de los bienes que poseían eran compartidos por todos los hermanos que la totalizaban.

         Se sabe que, al igual que los nueve caballeros estuvieron compartiendo durante los nueve primeros años los vestidos, las limosnas y todo aquello que tenían en común, también compartieron caballos. Es decir, un caballero no tenía caballo propio. Eran nueve caballeros, y solo tenían en sus cuadras cinco caballos. Esto era debido a que el caballo en aquel tiempo era un lujo que solía costar muy caro. El rey don Alfonso I, el Batallador, como si hiciese una gran donación, dejó en su testamento a los de la milicia del Templo su caballo con todas sus armas, y a los del Hospital de Jerusalén, la ciudad de Tortosa. Esta concesión hubiera sido considerada como agravio comparativo, si el caballo no hubiese estado lo suficientemente valorado como para contentar a ambos beneficiarios.

         Además, si hubiesen ido dos caballeros montados en un mismo caballo, hubieran estado condenados a no poder perseguir a los ladrones ni a los salteadores de caminos. Pues no fue una, sino muchas veces las que estos pobres compañeros de armas tuvieron que perseguir a algún grupo de ladrones que intentaban, o habían intentado con anterioridad, molestar a los peregrinos.

         No avanza un caballo igual de ligero con uno que con dos jinetes. Y de haber sido verdad este supuesto testimonio, tanto si eran perseguidores como perseguidos, hubieran estado condenados, como ya hemos dicho anteriormente, al más seguro de los fracasos. Haciendo constar además algo que a nosotros nos parece muy importante, y ello es que un acto de esta índole nunca hubiera sido aprobado por la Iglesia, y por lo tanto por el patriarca, que era, al fin y al cabo, no hay que olvidarlo, su más alto represente en la ciudad santa de Jerusalén. La costumbre de cogerse, juguetear y, naturalmente, cabalgar dos en un mismo caballo, hubiera sido intolerable en unos caballeros cuya carrera había sido regida en su mayor parte por la Iglesia. De ahí su adhesión a la religión, a las órdenes monacales, y a la defensa de los santos lugares.

En el tratado de las «Mortificaciones», que todo aspirante a ingresar en la caballería ordenada tenía que aprender casi de memoria, en el apartado de la «Mortificación del tacto», se decía lo siguiente:

Tratado de la caballería ordenada. Editado en Barcelona, en el año 1877. Librería religiosa. Calle de Aviñón, número 20.

Nunca hagáis ni toquéis cosa alguna que sea pecaminosa. Porque ya sabéis que eso es un horrendo pecado; os abstendréis también de esa costumbre indecente y baja que tienen algunos soldados de juguetear o agarrarse, y otros enredos semejantes, por ser cosa intolerable e indecorosa; no echéis en olvido aquel adagio: «Juego de manos, juegos de villanos». No solo, pues, no lo habéis de hacer con persona de otro sexo, sino tampoco con los del propio; y no solo por ir en contra de la buena educación, sino también por ir en contra de la castidad...

Llegados a este punto, surge en nosotros una pregunta: ¿Si eran nueve caballeros cómo es que contaban solamente con cinco caballos? Muy sencillo. Hacían siempre las rondas de vigilancia y protección por parejas. Es decir, mientras dos caballeros estaban de servicio, tres caballos, seis escuderos y seis caballeros estaban de retén para la próxima ronda o para cualquier emergencia que pudiera acontecer. Las patrullas eran de una duración de seis horas cada una, de forma y manera que ocho caballeros cubrían las veinticuatro horas del día para que no hubiese ausencia de vigilancia ni de noche ni de día. Teniendo en cuenta además que Hugo de Payns, tal vez por ser uno de los que más edad tenían o por haber sido el promotor de la Orden, quedaba siempre en el cuartel general para resolver cualquier asunto administrativo, atender a quienes venían buscando información o, sencillamente, para nombrar las rondas y supervisar su cumplimiento, ya que él había sido elegido por mayoría absoluta como superior de la misma. El caballo que usualmente utilizaba el superior era el que servía de reserva por si a alguno de los otros se indisponía.

…Finalmente, el año noveno, habiéndose celebrado un concilio en Francia, en Troyes, al que asistieron los arzobispos de Reims y de Sens con sus sufragáneos, así como el obispo de Albano, legado pontificio, y los abades del Cister, de Claraval y de Terracina, con otros muchos, se les dio una regla y se les asignó un hábito blanco, por mandato del papa Honorio y de Esteban patriarca de Jerusalén

En este mismo momento es cuando los caballeros del Templo, por habérsele dado otra regla más acorde con una orden de caballería religiosa que acababa de ser aprobada por el papa, dejaron de observar la de san Agustín para adherirse a esta.

Sobre la regla que allí les fue dada, tenemos que decir que, al ser la primera, estaba muy limitada. Y que, como es natural, conforme iban surgiendo nuevas necesidades, los templarios tuvieron que ir ampliándola y mejorándola. Esa es la causa de que en los archivos históricos hayan aparecido distintos libros de reglas pertenecientes a los caballeros templarios.

Siguiendo con el análisis del documento fundacional que nos da a conocer Guillermo de Tiro, observamos cómo en él se nos dice que asistieron al concilio, entre otros, los abades del Císter, de Claraval y de Terracina. Esta revelación deja sin argumentos a todos aquellos que han estado afirmando que los abades no tenían suficientes privilegios para asistir a los concilios y, que, basándose en ello, incluso dudan de que san Bernardo hubiese estado presente en el Concilio de Troyes.

En todo tiempo tuvieron los abades suficientes concesiones para asistir de pleno derecho y autoridad a los concilios. Todos ellos disfrutaban, dentro de sus límites territoriales, de los mismos privilegios y derechos que los obispos. Es decir, otorgaban la tonsura y conferían las órdenes menores a los miembros profesos de sus abadías y usaban mitra, báculo, cruz pectoral, anillo, guantes y sandalias, en la misma medida y con la misma autoridad que lo hacían los obispos.

Si la declaración que se hace en este documento de que el abad de Claraval, o sea san Bernardo, asistió de pleno derecho al Concilio de Troyes, no fuese suficiente, tendremos que recurrir al conflicto que se produjo en este concilio entre el abad Bernardo y algunos obispos y abades para saber con más luminosidad la certeza de esta confirmación.

Ocurrió que habiendo sido destituido el obispo de Verdún del concilio por razones ajenas a san Bernardo, algunos obispos y abades, quizás llevados por envidia o por querer aprovechar aquella inmejorable ocasión para quitarse de encima a Bernardo por la gran influencia que este ejercía en la Iglesia francesa y en Roma, lo denunciaron ante la Santa Sede por adjudicarse atribuciones que no correspondían a un monje. Y tanto emponzoñaron sus escritos, que el cardenal Harmeric, en nombre del papa, remitió a Bernardo una despiadada carta en la que, entre otras cosas, le decía: «No es digno que ranas ruidosas e impertinentes salgan de sus ciénagas para molestar a la Santa Sede y a sus cardenales...»

Pero Bernardo, que no se distinguía precisamente por tener pelos en la lengua ni en la pluma, respondió al Cardenal diciéndole que si había asistido al concilio era porque los arzobispos y obispos franceses así se lo habían propuesto a la Santa Sede, y que el papa había dado su total aprobación para ello. «Ahora, bien, ilustre Harmeric» —añadió el santo—, «si tanto lo deseabais ¿quién habría sido más capaz de librarme del mandato de ir que vos mismo? Si hubierais prohibido a esta rana ruidosa e impertinente salir de su ciénaga para no molestar a la Santa Sede y a los cardenales, en este momento, vuestro amigo, no se estaría exponiendo a las acusaciones de orgullo y presunción...» Ambas cartas pertenecen a las Obras Completas de San Bernardo. Paris, librería de Louis de Vivès, editor. Rue Delambre, número 9. Año 1866.

Cuando al papa le fue leída esta carta, Bernardo quedó justificado y amonestado el cardenal Harmeric por haberse excedido en insultos poco cristianos y nunca dignos de un encumbrado hombre de Iglesia. Y sus enemigos, aquellos que habían intentado desacreditar por envidia al abad de Claraval, quedaron humillados y callados por algún tiempo.

Los integrantes del Concilio de Troyes acordaron por unanimidad aprobar la regla de los caballeros del Templo de Jerusalén. Y a los seis meses de haberse celebrado el mencionado concilio, los templarios recibieron un escrito comunicándoles tan feliz acontecimiento.

...a fin de hacerse notar entre los demás caballeros, comenzaron a coser en sus mantos cruces de paño rojo, tanto los caballeros, como los Hermanos de rango inferior que llaman sirvientes.

En el año 1146, el papa Eugenio III, también a instancias de san Bernardo, les concedió el privilegio de portar sobre su hombro izquierdo y sobre su pecho la cruz roja ochavada que tanto orgullo y gallardía aportó a los frailes del Templo de Jerusalén.

Nos hemos permitido traer aquí este párrafo del documento mostrado porque la cruz que el papa les autorizó llevar fue la que marcó, desde ese momento en adelante, su humanidad en el claustro y su crueldad en la guerra.

La elección de llevarla sobre el hombro derecho obedecía al ideal, por todos ellos compartido, de no olvidar nunca que Cristo la llevó caminando hacia su muerte sobre su hombro izquierdo. De ahí que en el acto de aceptación del postulante a caballero templario se le hiciese dar a conocer, con palabras resonantes, la siguiente lectura sacada del Evangelio: «Si quis vult post me venire abneget se ipsum et tollat crucem suam cotidie et sequatur me», es decir, «Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz cada día y sígame». Lucas. 9, 23. Y que el postulante tuviese que contestar con estas otras: «Mihi autem absit gloriari nisi in cruce Domini nostri Iesu Christi per quem mihi mundus crucifixus est et ego mundo», o sea, «Lejos esté de mí el gloriarme sino en la cruz de Nuestro Señor Jesucristo, por medio de quien el mundo me crucifica a mí y yo al mundo». Gálatas. 6, 14.

En cuanto a lo de llevar la cruz en el pecho, está escrito que ellos consideraban la cruz roja como un tesoro celestial, y como tal, es decir, como un tesoro, acordaron llevarla cerca de su corazón porque conocían a la perfección aquellas palabras que pronuncia en el Evangelio Lucas, 9. 23, que dicen: «Ubi enim thesaurus vester est ibi et cor vestrum erit», es decir, «Porque donde esté vuestro tesoro, allí también estará vuestro corazón».

...se sustrajeron de la autoridad del señor Patriarca de Jerusalén...

No es que se sustrajesen de la autoridad del señor patriarca de Jerusalén, es que en esta época, y debido a la gran demanda de ingreso de caballeros que querían entrar a formar parte de la Orden, el papa Honorio II, que se había comprometido con todos los reinos de la Europa cristiana para que lucharan sin tregua contra las hordas sarracenas, hasta el punto de haber firmado con todos ellos un documento que decía que la Santa Sede estaría dispuesta a socorrer militarmente a cuantos reyes lo solicitaran para que la lucha fuese más efectiva y tuviese más garantía de ser ganada, para hacer frente a esta promesa no tuvo más remedio que echar mano de los soldados del Templo, y darles permiso para que pudieran propagarse por toda Europa.

Queremos hacer constar, antes de seguir adelante, que, en un principio, es decir cuando la Orden del Templo comenzó a expandirse por casi toda Europa, los freiles que eran trasladados no eran todos de la misma nacionalidad, por ejemplo, a las encomiendas catalanas fueron enviados españoles, pero también franceses, portugueses, italianos y teutones. Las diferentes lenguas no eran en aquella época ningún obstáculo para entenderse, ya que el latín era el idioma oficial en toda la Europa cristiana.

...y hasta volviéndose muy incómodos para la Iglesia de Dios, retirando las décimas y primicias y perturbando indebidamente sus posesiones.

Es natural que Guillermo de Tiro se ponga del lado de los obispos y de los patriarcas, pero los templarios no podían hacer otra cosa. Retiraron las décimas y las primicias por orden del papa Alejandro III, que en su bula «Dilectis Filis» de fecha 8 de julio del año 1160, dirigida a los del Templo, que tendremos ocasión de leer y ver más adelante, en el capítulo donde damos a conocer todas las bulas que fueron publicadas por diferentes papas en favor o en contra de la Orden, se dice: «Y que, desde ese mismo momento en adelante, deje la Orden del Templo de Jerusalén de suministrar a los mencionados obispos la tercera parte, como se ha venido haciendo desde que nuestro antecesor de feliz recuerdo, nuestro querido hermano Eugenio III, así lo determinase mediante bula del 8 de julio del año de Nuestro Señor Jesucristo de 1145.»

Esta bula tuvo que ser publicada debido a que los obispos de las diócesis donde los templarios tenían conventos, obligados, tal vez, por los muchos gastos que diariamente tenían que asumir, sabiendo que los del Templo poseían grandes sumas de dinero y de objetos de oro, de plata y de piedras preciosas, tuvieron con ellos grandes problemas, y muchos pleitos.

De los problemas y pleitos que los obispos tuvieron con los del Templo, han quedado también muchos documentos que acreditan y dan certeza de que esta clase de embarazos existieron entre ambos.

Veamos un par de ellos:

Archivo Histórico Nacional de Madrid. Códice: 466. Páginas: 26. Documento 24.

Sepan todos que el domingo 10 de las calendas de octubre, año del Señor de 1280, el hermano Raimundo de Pulcro Loco, comendador de Villel, reuniéndose en vista con el reverendo padre en Cristo Señor Pedro por la gracia de Dios obispo de Zaragoza, comprueban ambos en el lugar el traslado de algún mobiliario, el cual una vez visto se ve que en justicia pertenece a los del Templo, y se comprueba que corresponde a sus iglesias, especialmente a las iglesias de Sarrión, de Albentosa, de Villastar, de Livres y de Riodeva, sobre las cuales había dictado el señor obispo y mandado por documento escrito al mencionado comendador que fueran destinadas por el predicho documento a presidir las mencionadas iglesias del Templo. Algunas de ellas de oro, plata y otros de mucho valor: Yo Arnaldo, por mandato de los supradichos hago y escribo esta carta por mi propia mano y la firmo. Los dos coinciden en que este traslado fue llevado por la mano de García de Laurencio, notario de Turol, de esta forma: Presente y eternamente, sea manifestado que Pedro, por la gracia de Dios obispo de Zaragoza ha oído lo escrito. El cual se expone en presencia y audiencia del dicho señor obispo elegido, y como quiera que no quiere reconocer que aquel es el mobiliario original, por dicho comendador fue recordado al señor obispo, humilde y suplicantemente, los términos legales en que le fueron asignados por tres veces consecutivas el mencionado mobiliario, que le fue entregado por su predicha competencia para siempre; lo que el dicho obispo niega. Son testigos del señor Pedro, Eximin de Ayerba, sacristán de la sede del santo Salvador de Zaragoza; Egidio Santo y García de Vallibus, canónigo de la misma iglesia; Guillermo de Alcalá señor de Quinto y Miguel Petri de Januis, militar; Sancio, preceptor de Albarracin y García Guarino, señor y vecino de Turol, y Sancio Muñoz y el maestre Bernaldo, vicario eclesiástico de Villel, y yo Raimundo de Laurencio, escribano público de Turol, notario que fue elegido a instancias del comendador predicho, que escribo y firmo esto con mi propio sello para que conste en el día y año prefijados estando en Cutanda.

Otra:

Archivo Histórico Nacional de Madrid. Secc. Órdenes militares, San Juan, leg. 39, doc. 102.

Sea conocido a todos los que han de inspeccionar el presente documento que monseñor Sancio, por la Gracia de Dios obispo de Zaragoza, con el consentimiento y voluntad de su Capítulo, por una parte, y el hermano Poncio Menes, que ocupa el puesto de Maestre, con consentimiento y voluntad del hermano Bernardo de la Campaña, comendador de Miravet y del hermano Guillermo de Solecas comendador de Alfambra y del hermano Pedro Murut comendador de Zaragoza y de otros hermanos suyos, arbitrando en este asunto Pedro de Calatayud y el señor Pedro Tolone sobre las muchas controversias que entre ellos habían surgido; las cuales controversias o apartados se indican seguidamente. Se lamentaba el señor obispo de que no le daban las cuartas de aquellos bienes que se dejaban a la hora de la muerte por los parroquianos del obispado que elegían las sepulturas en las iglesias de los templarios. Y se quejaba de cierta casa de Siest. Y asimismo se quejaba de las heredades que los mismos hermanos adquirieron después de la asamblea. Se quejaba también de las primicias que no querían dar a las mismas iglesias a las que pertenecían. De semejante modo se quejaba de que no querían recibir a sus hombres en la recolección de las décimas a terceros del privilegio establecido entre ellos. Asimismo, lamentaba de que no le pedían un clérigo para oficiar en sus iglesias. También daba sus quejas de que recibían décimos de las ovejas de sus parroquianos que mandaban en la campaña de los templarios, y al mismo tiempo de las décimas de sus postores. Incluso se quejaba de que no querían darle los derechos episcopales en la Peña Rodríguez Diez, acordada en Libros de las Cuevas de Eva. Asimismo, profería quejas de que no le daban a él la décima de Belestar; el cual Belestar es término de Villa Espesa. Asimismo, se quejaba de que cuando visitaba las iglesias de los templarios tanto por sí mismo como por sus vicarios, lo recibían a él mismo o a ellos, no decorosamente. También se lamentaba de que no querían darle sus derechos episcopales en La Lazaida. Asimismo, se lamentaba de que extraían la décima de sus mismas décimas para ayuda del Maestre de allende los mares, antes de dar su cuarta correspondiente al mismo obispo. Asimismo, lamentaba que a la iglesia de La Encina Curva la cerraban injustamente y quería saber por qué. De igual modo se lamentaba de las iglesias de Villarluengo y de La Cañada y de Villastar. Se quejaba asimismo de las iglesias de Orrios y de Santolea. Se lamentaba también de que no querían darle la media de la décima de las propiedades que tomaban con sus propias manos de las décimas de los parroquianos, por lo cual perdía él mismo su cuarta parte en aquellas iglesias cedidas por él. De igual modo se quejaba el obispo de los templarios, diciendo que recibían injustamente décimas de los molinos. Sobre estas cosas, digo, se comprometieron todos a someterse al arbitraje de los predichos Pedro y Pedro de Tolone, para que todo lo que ellos mismos dijeren o definieren sobre todas las cosas mencionadas mediante sentencia, ambas partes, lo tuviesen como ratificado y firme y establecido por todo el tiempo.

Los magistrados Pedro de Calatayud y Pedro de Tolone, habiendo tenido deliberación definieron mediante sentencia lo que se expone a continuación. En el primer capítulo convinieron que lo comprobaran con el conjunto de sus hermanos y con el obispo, sobre las iglesias de Novillas y otras iglesias y entonces dijeran lo que debe hacerse. Sobre la casa de Siest convinieron que se dejare al juicio del obispo esta queja. En el capítulo de las heredades adquiridas después del concilio General de Roma tenido en tiempo de Inocencio, estuvieron totalmente en desacuerdo. Mas en el capítulo de las primicias definieron así por sentencia que de las heredades adquiridas por ellos en menos de 40 años den la media de las primicias a las iglesias a las que pertenecen. También de las herencias que adquirieron antes de los 40 años no diesen primicias. En el capítulo de la recolección de los décimos convinieron del mismo modo que el señor obispo pusiese sus hombres en cada iglesia junto a un hermano de ellos para que el señor obispo recoja escrupulosamente los diezmos por medio de su hombre, como está contemplado en el contrato establecido entre el obispo y los templarios. En el capítulo de colocar clérigos en las iglesias dijeron en sentencia que los hermanos del Templo no tienen ningún clérigo en las iglesias que tienen, que los eligiesen en la diócesis de Zaragoza antes de que los presentasen al señor obispo. En el capítulo de los que tienen encomendadas ovejas con los templarios decidieron en sentencia que ellos mismo dieran las décimas a las iglesias en las cuales son parroquianos. Pero en el capítulo de los pastores, tuvieron sus dudas y nada establecieron en aquel capítulo. En el capítulo ciertamente de las iglesias de Peña Rodríguez Diez y de Libros de las Cuevas, terminaron sentenciando que en aquellas iglesias diesen al obispo todos sus derechos correspondientes. En el capítulo de Belestar así sentenciaron, que comprobara el señor obispo que Belestar es término de Villa Espesa, y así, de este modo, recibiese las décimas de Belestar; y si comprobaren los hermanos que estaban en el término de Villa, se lo comunicase el obispo a los templarios y ellos le darían la cuarta al obispo. En el capítulo de la visitación de las iglesias establecieron que cuando el señor obispo o sus vicarios visiten las iglesias, los recibirán espléndida y honoríficamente a él o a ellos. Y lo procuren con abundancia y que también reciban bien a sus mensajeros. En el capítulo de La Zaida dijeron que se hiciese un contrato o un acuerdo tenido entre los hermanos y el obispo sobre La Zaida, y después de ser estudiado lo definiesen. En el capítulo que se decía de que los mismos hermanos extraían la décima de las décimas en provecho del maestre, sentenciaron de modo que los hermanos nunca retrajeren o debieran retraer una décima en beneficio del maestre antes de que se diese la cuarta al señor obispo de todo el conjunto. En el capítulo de La Encina Curva dijeron que los hermanos presentasen justificación al señor obispo de qué modo la retenían bajo ellos, o si no quisiesen, bajo la autoridad del señor arzobispo. En el capítulo de las iglesias de Villarluengo y de La Caña y de Villastar, dijeron que presentasen justificación al señor obispo, o si ellos no quisieren, ante el señor arzobispo. En el capítulo de Orrios y de Santolea, en cuyas posesiones fueron afianzados por el hermano Beltran, archidiácono de Zaragoza, dijeron que los hermanos retuviesen cualquier posesión de ella buena o mala; y que después respondiesen al señor obispo acerca de la propiedad de aquellas iglesias. En el capítulo que se decía que no querían poner la media de sus décimas con las décimas de los parroquianos, dijeron en sentencia que dejen por completo aquella media de sus décimas con las décimas de los parroquianos, y así dieren la cuarta al señor obispo de todos ellos. En el capítulo que se decía de que el obispo recibía la décima de los molinos, totalmente desistieron, mas el obispo con el consentimiento de su capítulo y el maestre Poncio Menescal, con el consejo de sus hermanos, se pusieron de acuerdo que ellos lo conservarían para siempre, pero en otras cosas en las cuales los dos supradichos no estuvieron bien de acuerdo se comprometieron a permanecer o a estar bajo el juicio de un árbitro. Testigos de todo esto son el hermano Bernardo de Campaña, el hermano Guillermo de Solecas, ya mencionado y el Maestre Arnaldo Guillermo, el canónigo de San Salvador, y el señor Ennchus Garsie.

Esto se realizó en el Palacio del señor obispo de Zaragoza en la Era 1258 el cuarto día antes de las nonas de julio, en el año de la Encarnación de 1220, al principio. Yo Sancio que por mandato de los mencionados escribí esto y le puse el sello.

Las iglesias y posesiones que los obispos reclaman en los anteriores documentos fueron primero de la Orden del Santo Redentor, y luego de los templarios.

En un documento que se halla en el Archivo Histórico Nacional, Libro I, página 201, dado en Zaragoza el día 7 de febrero de 1194, el rey don Alfonso II, hace donación a los de la Orden del Hospital del Santo Redentor, de un lugar desierto, llamado Villarluengo, para que fuese poblado por esta Orden.

         Dos años más tarde, en otro documento que se encuentra en el mismo archivo, libro I, página 208, fechado en Lérida, el día 29 de abril de 1196, el mismo rey don Alfonso II ordena que las órdenes del Hospital del Santo Redentor y de Santa María del Monte Gaudio sean unidas a la Orden del Temple con todas sus posesiones. Citando, entre otros muchos, el castillo de Alfambra, de Orrios, de Villel, de La Peña del Cid, de Libros, de Castellote, de Teruel... Y, como es natural y lógico, también el lugar —ahora ya un poco menos desierto—, de Villarluengo.