FUNDACIÓN
POBRES COMPAÑEROS DE CRISTO
Primera Parte

Con su propio esfuerzo y sin ayuda de nadie, aprovechando las piedras, ramas y troncos que hallaron esparcidas por un terreno inculto y salvaje que se encontraba a las afueras de Jerusalén abandonado y sin dueño, construyeron con sus propias manos una casa muy parecida a la que aquí damos a conocer para que les sirviese de cuartel general y monasterio.
Terminada
la primera cruzada, nueve caballeros acuerdan quedarse en Jerusalén. Son nobles
franceses que provienen de familias acomodadas. Bien por decisión propia o por
haber sufrido el hoy conocido como síndrome de Jerusalén, fundan una
Hermandad. Hacen voluntaria entrega tanto de su cuerpo como de su alma a Cristo
porque saben que quien le sigua jamás
andará entre tinieblas… Tomarán el nombre de los Pobres Compañeros de
Cristo y vivirán tan pobremente, que no comerán ni vestirán otra cosa, sino
lo que la gente le dé como limosna.
FUNDACIÓN
Para dar fe de cómo fue fundada la orden del Templo de
Salomón, hemos tenido que acudir al documento más antiguo y verosímil que
hasta el momento ha sido escrito. Su título: Historia
rerum in partibus transmarinis gestarum, y su autor: Guillermo, arzobispo de
Tiro. Autor que, mal que le pese a algunos historiadores que aseguran lo
contrario, fue contemporáneo de los caballeros del Templo. 
Si bien es verdad que el arzobispo de Tiro nació en el año
1130, doce años después de haberse constituido la Orden del Templo, no es
menos cierto que vivió y fue contemporáneo de ellos hasta el año de su
muerte. 
Para comprenderlo mejor, ya que esa contemporaneidad es
vital para probar que este documento es el más fiable al que podamos acercarnos
para comenzar a construir nuestra obra, tomémonos la molestia de consultar la
palabra contemporáneo en cualquier
diccionario de la lengua española. Allí descubriremos lo siguiente: que
existe en el mismo tiempo que otra persona o cosa; no que existe el mismo
tiempo, sino en el mismo tiempo. 
Si el autor de esta obra coexistió con los del Templo desde
su nacimiento en 1130, hasta su muerte en el año 1186, o sea, cincuenta y seis
años, ¿quién puede poner en duda que el autor del libro citado fue contemporáneo
del los del Templo?
El mencionado autor se presenta a sí mismo en su obra como historiador.
Los datos que de él hemos podido examinar, no han sido por desgracia muchos, ni
tampoco podemos decir que sean absolutamente ciertos. Lo que sí podemos afirmar
después de haber separado el grano de la paja, es que el autor nace en Jerusalén
hacia el año 1130, como ya se ha dicho antes. Que fue hijo de un oficial o
soldado cruzado que pidió su ingreso en las tropas reales de la santa ciudad
para quedarse allí de por vida, y, que, tal vez por ello, por no provenir de
noble familia, sea por lo que no aparezca en el libro con nombre propio, sino
con el de la ciudad de Tiro, de donde era arzobispo cuando comenzó su crónica.
Recibió su educación en Jerusalén formando parte del
clero de la misma iglesia ya desde muy joven. Allí obtuvo una educación
bastante completa: latín, griego, árabe, humanidades, retórica y teología.
Materias estas que, a través de la obra que nos ocupa, nos muestra el autor sus
amplios conocimientos de los autores clásicos griegos y latinos, así como sus
facultades de investigador.   
Según nos dice el venerable Guillermo, arzobispo de Tiro,
en su obra titulada: «Principio de la historia de los hechos acaecidos en
las regiones de ultramar, desde los tiempos de los sucesores de Mahoma, hasta el
año del Señor de 1184», que este es su título completo, la Orden del
Templo fue fundada en el año 1118 de la era cristiana.
        
Sin embargo, como una cosa es afirmar lo que ha dejado escrito el
arzobispo de Tiro, y otra muy distinta es demostrarlo, vamos a comprobar lo que
nos asegura el venerable cronista desguazando el capítulo VII de su voluminoso
libro, que trata exclusivamente de la fundación de la Orden de la Milicia del
Templo.
Principio de la historia de los hechos acaecidos en las regiones de ultramar, desde los tiempos de los sucesores de Mahoma, hasta el año del Señor de 1184, descrita por el venerable Guillermo, arzobispo de Tiro. Libro duodécimo. Capítulo VII
CAPÍTULO
VII.
Se funda en Jerusalén la Orden de la Milicia del Templo.
En
este mismo año, ciertos nobles señores pertenecientes a la caballería
ordenada, amantes y temerosos de Dios, entregándose al servicio de Cristo,
prometieron sobre las manos del señor Patriarca vivir en castidad, obediencia y
sin cosa propia, a la manera de los Canónigos Regulares. Entre ellos
fueron los primeros los venerables varones Hugo de Payns y Godofredo de Aldemaro.
Y como no tenían iglesia ni domicilio fijo en que vivir, les concedió el
rey temporalmente una parte del palacio en el lado sur, que se halla junto al
Templo. Los mismos Canónigos del Templo les concedieron bajo ciertas
condiciones y para los servicios de dependencias la planta que poseían cerca de
dicho palacio. Igualmente, el rey con sus próceres y el señor patriarca con
los prelados de las iglesias les concedieron para sustento y vestido ciertos
beneficios sobre las propias rentas, unos temporalmente y otros a perpetuidad.
El primer cometido que, para remisión de sus pecados, les fue encomendado por
el señor patriarca y los demás obispos, fue que preservaran con todas sus
fuerzas los caminos e itinerarios de los peregrinos, contra las asechanzas e
incursiones de los ladrones. Durante nueve años después de su fundación
vistieron hábitos seculares, usando las vestiduras que, como remedio de sus
almas, el pueblo les ofrecía.
Finalmente,
el año noveno, habiéndose celebrado un concilio en Francia, en Troyes, al que
asistieron los arzobispos de Reims y de Sens con sus sufragáneos, así como el
obispo de Albano, legado pontificio, y los abades del Cister, de Claraval y de
Terracina, con otros muchos, se les dio una regla y se les asignó un hábito
blanco, por mandato del papa Honorio y de Esteban patriarca de Jerusalén.
Y
aunque después de nueve años, en que permanecieron en su estilo de vida, no
eran más que nueve miembros, a partir de entonces comenzó a aumentar el número
y a multiplicarse sus posesiones. Posteriormente, en tiempo del papa Eugenio, se
dice que, a fin de hacerse notar entre los demás caballeros, comenzaron a coser
en sus mantos cruces de paño rojo, tanto los caballeros, como los Hermanos de
rango inferior que llaman sirvientes. Esto fue creciendo de tal manera que
actualmente cuentan con unos trescientos caballeros conventuales, vestidos con
blancos mantos: exceptuados los legos, cuyo número es casi infinito. Se dice
que tienen tan inmensas posesiones tanto por acá como en ultramar, que no hay
provincia en el orbe cristiano, que no haya entregado algo de sus bienes a los
antedichos Hermanos; y se dice que actualmente poseen riquezas igualables a las
de los reyes.
Por
haber tenido su primitiva mansión en el palacio real junto al Templo, como
dijimos, se llaman Hermanos de la Milicia del Templo. Y habiendo permanecido
largo tiempo en su buen propósito, viviendo muy de acuerdo con su profesión,
luego olvidada la humildad (que es, como se sabe, salvaguarda de todas las
virtudes; y al asentarse en lo más bajo no puede padecer detrimento alguno), se
sustrajeron de la autoridad del señor Patriarca de Jerusalén, negando la
obediencia que sus predecesores habían prestado a aquel de quien habían
obtenido la institución de la Orden y los primeros favores; y hasta volviéndose
muy incómodos para la Iglesia de Dios, retirando las décimas y primicias y
perturbando indebidamente sus posesiones.
COMENTARIOS Y REFLEXIONES
A LA LUZ DEL DOCUMENTO:
En
  este mismo año... 
El
documento ha sido extraído del libro duodécimo de una obra que consta de
veintitrés volúmenes, escritos por Guillermo, arzobispo de Tiro. Su título: «Principio
de la historia de los hechos acaecidos en las regiones de ultramar, desde los
tiempos de los sucesores de Mahoma, hasta el año del Señor de 1184». 
Este
documento es el que ha servido para que historiadores y estudiosos del Temple de
todos los tiempos hayan podido saber el año exacto de la fundación de la
Orden.
El
año de su fundación viene del capítulo IV del libro duodécimo, donde se nos
revela la fecha de coronación como rey de Jerusalén de Balduino II. Allí se
dice: «Coronatus autem et consecratus est, anno ab Incarnatione Domini
MCXVIII, mense Aprili, secunda die mensis; praesidente sanctae Romanae Ecclesiae
domino Gelasio papa secundo...» O sea, «Fue ungido y asimismo coronado,
el año de la Encarnación del Señor de 1118, el segundo día del mes de abril,
presidiendo la santa Iglesia romana el papa Gelasio segundo...» 
A
partir del capítulo IV hasta llegar al capítulo VII, que es donde nos es
revelado por Guillermo de Tiro el año de la fundación de la Orden del Templo
de Jerusalén, el capítulo V, el VI y el VII comienzan diciendo: «Eoden
anno...», o sea, «En este mismo año...». Dando a entender que el año
del capítulo que el cronista nos narra es el 1118.
De
ahí que Guillermo, arzobispo de Tiro, convertido en cronista, comience este capítulo
escribiendo: «En este mismo año ciertos nobles señores pertenecientes a la
caballería ordenada, amantes y temerosos de Dios, entregándose al servicio de
Cristo, prometieron sobre las manos del señor Patriarca vivir en castidad,
obediencia y sin cosa propia...»
Al
decir en este mismo año, nos deja el cronista sin saber qué día ni qué
mes fue fundada la Orden del Templo. Lo único que se nos deja entrever es el año
exacto de su fundación, pero no el mes ni el día. Así que, dando oídos a
este documento, podemos deducir que tanto el día como el mes serían ya a
partir del mes de abril, ya que esa es la fecha que el documento nos dice que
fue ungido y coronado como rey de Jerusalén Balduino II, que fue, no hay que
olvidarlo, y ya siendo rey, quien les facilitó una dependencia cerca del
Templo.
Si
anteriormente dimos el párrafo donde quedaba claramente expuesta la fecha
exacta de la coronación del rey Balduino II, permítanme ustedes que les dé a
conocer ahora todo el capítulo completo porque creo que merece la pena. 
Merece
la pena porque, entre otras cosas, de este rey apenas se sabe nada, y el capítulo
no tiene desperdicio. 
Juzguen
si no ustedes mismos:
Principio
de la historia de los hechos acaecidos en las regiones de ultramar, desde los
tiempos de los sucesores de Mahoma, hasta el año del Señor de 1184, descrita
por el venerable Guillermo, arzobispo de Tiro. Libro duodécimo. Capítulo IV.
Capítulo IV.
Sobre las actividades corporales, las costumbres y el comportamiento de dicho
rey.
Se dice que era de forma espléndida,
de cuerpo prócer, faz hermosa, pelo ralo, dorado y con algunas canas; tenía
una barba igualmente rala, pero que le llegaba hasta el pecho; de color vivo y
un tanto rosado para su edad. Sumamente hábil en el manejo de las armas y habilísimo
en el gobierno de los caballos, con una gran experiencia de las cosas militares,
previsor en sus negocios, exitoso en sus expediciones militares, piadoso en
obras, clemente y misericordioso; religioso y temeroso de Dios; tan dado a las
oraciones que tenía callos en las manos y en las rodillas, por la frecuencia de
las genuflexiones y penitencias; incansable, aunque ya viejo, para cuanto le
requerían los negocios del reino.
Habiendo obtenido el trono
real, y preocupado por el condado de Edesa, al que había dejado sin gobierno,
convocó a su pariente Joscelino, para que fuera corregido con plena satisfacción
en cuanto anteriormente le había fallado; al cual, como al mejor conocedor de
aquella región, le otorgó el condado; y recibido el juramento de fidelidad, le
invistió con las insignias y le introdujo en su posesión; y reuniendo a su
esposa e hijas y familia, por el trabajo y la diligencia de dicho señor
Joscelino recuperó enseguida todos sus bienes.
Tuvo por esposa a Morfia, hija
de un noble griego llamado Gabriel, del que hemos hablado anteriormente; a la
cual tomó por esposa siendo todavía conde, después de pagar gran cantidad de
dinero, en concepto de dote; y de la cual tuvo tres hijas: Melisenda, Halina y
Hodierna; pues la cuarta, por nombre Iveta, la parió su mujer siendo ya rey.
Fue coronado y consagrado rey
en el año de la Encarnación del Señor de 1118, en el día dos del mes de
abril, siendo papa de la Iglesia de Roma Gelasio segundo; y siendo Bernardo
obispo de la Iglesia de Antioquía, primer patriarca de los Latinos en dicha
ciudad; y siendo en fin Arnulfo obispo de la Iglesia de Jerusalén, cuarto
patriarca de los Latinos en dicha ciudad.
No
tienen razón quienes afirman, sustentándose en una mala traducción de este
documento, que la Orden fue fundada el dos de abril del año 1119, presidiendo
la Iglesia romana el papa Gelasio II, ya que este papa tuvo un pontificado
bastante breve. A la muerte del papa Pascual II, acontecida el día 21 de enero
del año 1118, fue elegido, como nuevo papa, Gelasio II. Esto ocurrió el día
10 de marzo de 1118. Muriendo este pontífice el día 5 de enero de 1119, después
de haber estado ocupando la silla de Pedro poco menos de dos años. 
Mal
podría este papa presidir la iglesia romana en abril de 1119, habiendo muerto
en enero del mismo año. En caso de haber sido fundada la Orden en abril del año
1119, tal como algunos afirman, habría estado presidiendo la santa Iglesia
romana el papa Calixto II, que fue elegido el día 8 de febrero del año 1119. 
Además de la crónica de Guillermo de Tiro, por la cual podemos
saber con más o menos veracidad la fundación de la Orden del Templo, existe
otra escrita por Jacobo de Vitry (1170-1240), obispo de Acre. Su título es: «Historia
Orientalis seu Hierosolymitana».  Pero
esta es un calco de la que nosotros hemos dado a conocer escrita por Guillermo
de Tiro. Tanto es así, que incluso comienza sin dar el año de la fundación,
tal que lo hace Guillermo, con la salvedad de que uno lo hace arrastrando lo que
antes hemos comentado de «En este mismos año», para que sepamos que
ese arrastre viene del capítulo IV, y el otro no aclare absolutamente nada. De
ahí que de entre las dos crónicas hayamos elegido la del arzobispo de Tiro por
creer que, al haber sido escrita antes, son más fiables y frescas sus fuentes
documentales. Creemos firmemente que Jacobo de Vitry, obispo de Acre, para dar a
conocer la fundación de la Orden del Templo, copió palabra por palabra todo lo
que antes había escrito ya Guillermo de Tiro. Tengan ustedes en cuenta que
cuando nació Jacobo, Guillermo tenía ya cuarenta años. De todas formas, para
que puedan juzgar ustedes mismos, este es el comienzo de la crónica de Jacobo
de Vitry:
«Ciertos señores pertenecientes a la caballería ordenada,
amantes de Dios, renunciaron al mundo y se consagraron a Cristo mediante votos
solemnes que fueron pronunciados ante el patriarca de Jerusalén. Se
comprometieron ante él a defender a los peregrinos contra bandidos y ladrones y
a preservar los caminos. Prometieron asimismo vivir en castidad, observando la
pobreza y la obediencia, a la manera de los Canónigos Regulares. Fueron los
primeros dos venerables varones, Hugo de Payns y Godofredo de Saint Aldemaro...»
...a
  la manera de los Canónigos Regulares.
Los
Canónigos Regulares fueron un movimiento de las primeras comunidades cristianas
que, advirtiendo el giro que estas estaban dando hacia el bienestar, el poder y
las riquezas, se unieron para volver a la primitiva vida de comunidad y pobreza.
San Agustín fue un ferviente defensor de este movimiento, y en su regla estaba
resumido el espíritu de vida y costumbres de quienes decidían pertenecer o
vivir como miembros o simpatizantes de este grupo. De ahí que, aunque la mayoría
de las órdenes militares y religiosas que fueron instituyéndose tanto antes
como después de las cruzadas no tuvieran como regla propia la regla de san
Agustín, como era el caso de los templarios, se sabe que todas ellas fundaron
su dogma de vida bajo esta regla, o sea bajo el principio de los «Canónigos
Regulares». 
En
un principio, y al haberse constituido a la manera de los Canónigos
Regulares, según nos hace saber en este documento el arzobispo de Tiro, se
puede afirmar sin temor a equivocarse, que los primeros nueve caballeros tomarían
para obedecerla la regla de san Agustín, aunque años más tarde, san Bernardo,
constituido ya en benefactor y defensor de la Orden, mezclase con esta la regla
de san Benito para que pudiesen afrontar con ella el nuevo giro que dio su vida
al creer los papas que la Orden del Templo de Salomón sería más eficaz y
provechosa para la Iglesia, si les daban potestad para pasar de proteger los
caminos, siendo nueve caballeros, a constituirse en un poderosos ejército que
pudiera luchar contra los enemigos de la Iglesia cristiana allá donde fueran
encontrados, ya fuese en Jerusalén o en cualquier lugar de la Europa cristiana.
…Los
  venerables varones Hugo de Payns y Godofredo de Aldemaro.
En
la Edad Media no se hicieron necesarios los apellidos hasta que por necesidad
tuvieron que aparecer los notarios para levantar actas legales de heredades,
arrendamientos, compras, cesiones, ventas... Hasta
ese momento había habido infinidad de disputas familiares y controversias
vecinales por herencias o por lindes, llegándose, en algunos casos, incluso a
las manos o a las armas. 
En
aquellos tiempos, y tal como vemos en el caso de «de Payns», las
personas carecían de apellidos, y de esta forma unos eran conocidos por su
lugar de nacimiento; otros por sus defectos físicos; otros por sus
particularidades personales; otros por el oficio que ejercían, y, algunos,
sobre todo los que eran primogénitos y tenían algo que heredar, se les añadía
al nombre del Padre una «Z», es decir, si el padre se llamaba Pere el
hijo era bautizado con el nombre de Pérez para atestiguar con ello que era «hijo
de Pere». Veamos:
·       
Por su lugar de
nacimiento. 
Murcia,
Salamanca, Cuenca, Bilbao, Madrid, Ávila, Zaragoza, Córdoba, Galera, Alarcón,
Alcalá, Altamira, Aragón, Aranda, Avilés, Sevilla, Talavera, Toledo, Villena,
Zamora...
·       
Por sus defectos físicos.
Seisdedos,
Barriga, Caballo, Cordero, Borrego, Cabra, Delgado, Feo, Guijarro, Lobo, Luna,
Oca, Palomo, Vaca, Cabezón, Calvo, Chato, Cansino...
·       
Por sus particularidades
personales.
Bello,
Bueno, Alegre, Castaño, Hermoso, Moreno, Rubio, Fuerte, Cano, Velloso,
Blanco... 
·       
Por sus oficios.
Carpintero,
Soldado, Molinero, Alcalde, Baños, Caballero, Escribano, Maestre, Capitán,
Trillo, Calafate, Segador, Alférez, Zapatero, Aguador, Pastor...
·       
Por ser hijo de.
Pérez
(de Pere), Sánchez (de Sancho), Martínez (de Martín), Rodríguez (de
Rodrigo), Álvarez (de Álvaro), Antolinez (de Antolín), Ruiz (de Rui),
Enriquez (de Enrique), Fernández (de Fernán), Godinez (de Godino), Iñiguez
(de Iñigo), Jiménez (de Jimeno), Meléndez (de Melendo), Núñez (de Nuño),
Peláez (de Pelayo), Ramírez (de Ramiro), etc.
    
Si no hubiese sido por la Iglesia, que en el siglo XV y por iniciativa
del cardenal Cisneros comenzó a hacer constar en los libros de registros
parroquiales los nombres de los bautizados, de los casados y de los difuntos,
esta anarquía de apellidos hubiera seguido existiendo hasta el día 17 de junio
del año 1870, en cuya fecha fue aprobado y reglamentado el Registro Civil en
España. 
    
Lo antedicho no está de más saberlo, dado el caso de que en adelante
iremos mostrando documentos en donde predominarán estos desórdenes de nombres
y de apellidos.
    
Y, además, porque de esta forma es como hemos llegado a saber el lugar
de nacimiento de muchos de los maestres que más adelante se dan a conocer.
Sobre todo, del primero: Hugues de Pays, de quien una vez metidos en su ciudad y
habiendo hecho las averiguaciones históricas pertinentes llegamos a saber que
estaba casado y que para ingresar a profesar en la orden tuvo que pedir por
escrito el permiso de su esposa. 
Por
si alguien llegase a dudar de lo que aquí estamos afirmando, vamos a contar un
pequeño incidente que le acaeció al conde Hugo de Champagne mucho antes de
ingresar en la Orden de los templarios. 
En
el año 1113, en la primera peregrinación que hizo a Tierra Santa este
venerable conde, y debido tal vez a sus deseos de ingresar en una orden militar
que estuviese defendiendo los santos lugares, quiso ingresar en la Orden de los
Hospitalarios de San Juan. 
Cuando
regresó de nuevo a su tierra y se lo comunicó a su padre, este hablo con el
obispo Yves de Chartres y le pidió como favor especial que hiciese todo lo
posible por quitarle a su hijo tal despropósito de la cabeza. 
El
obispo le escribió a Hugo, y en una carta que está en muy mal estado que
nosotros pudimos a malas penas copiar en el Archivo de la Catedral de Chartres,
le decía, entre otras muchas cosas, lo siguiente:
 «Sabemos
que os queréis incorporar en el ejército de Cristo para ir a Palestina y
entregaros a esos combates evangélicos donde diez mil combatientes sostienen
con ventaja la lucha contra veinte mil enemigos que se abaten sobre ellos para
matarlos...» 
Y
luego, tal vez para hacerle desistir de tamaña empresa, sigue diciendo el
obispo un poquito más abajo: 
«Vos estáis casado, y sabéis
que debéis cumplir con vuestras obligaciones de la forma que la Iglesia lo
requiere para que no se pueda encontrar ningún fallo que pueda violar de
ninguna forma los derechos legítimos de vuestra esposa...»
Antes
de seguir con nuestro relato, debemos exponer que hay historiadores que
atribuyen el hecho histórico que acabamos de relatar, cuyo protagonista fue el
Hugo de Champagne, como si en vez de haber querido el conde ingresar en la Orden
del Hospital de Jerusalén, hubiera querido hacerlo en la de los caballeros del
Templo, pero eso es imposible porque el obispo Yves de Chartres murió en el año
1113 y la Orden del Templo de Jerusalén fue constituida en el 1118. 
La
carta que la esposa del conde Champagne tuvo la obligación de escribir por
imposición eclesiástica, debió de ser muy parecida a la que se muestra en el
capítulo de «Lista de Mestres de la
Orden, desde su principio hasta su trágico final».
Concretamente en la reseña que se hace del maestre Eudes de Saint Amand.
Nuestro
pesar es, después de haberla buscado durante muchos años por archivos,
bibliotecas y teologados, no haber dado con ella. Lo que si podemos afirmar con
certeza es que fue firmada en Dijón, y
fechada en el mes de marzo del año del Señor de 1125, ya que Hugo de
Champagne, tal vez por ser de muy noble cuna y tener muchas propiedades, fue el
último en entrar a formar parte de la Orden de los pobres caballeros de Cristo.
Esto nos hace descubrir que los nueve caballeros no estuvieron nueve años
integrando la Orden como algunos afirman, tal vez para hacer cábalas y
conjeturas más o menos misteriosas con el «nueve», sino que los nueve
caballeros estuvieron siendo nueve solamente siete años, ya que desde la
incorporación del conde Champagne y hasta el Concilio de Troyes, en cuya fecha
se cumplieron los nueve años de existencia de la Orden, fueron ya diez
caballeros quienes la totalizaron. 
Hugo
de Champagne era hijo del conde de Thibaut, conde de Champagne. 
Hugo
se mostró siempre muy devoto de las cosas religiosas en general, y muy
particularmente con todo lo concerniente a los monasterios cistercienses, a los
que hizo grandes donaciones. Fue el primer conde de Bar-sur-Aube, y a la muerte
de su hermano Eudes, pasó a ser también conde de Troyes.
Por
su gran corazón fue muy estimado por san Bernardo, quien hizo todo lo posible
porque el joven Hugo ingresara en la Orden cisterciense que él regentaba como
abad de la misma. Lo antedicho no lo afirmamos nosotros, sino que lo
hemos deducido de la siguiente carta que todos ustedes pueden encontrar en esta
obra:
Oeuvres complètes de Saint Bernard. Paris, librairie Louis de Vivès, editeur. Rue Delambre, número 9.
Año 1866.
Si
es para mayor gloria de Dios para lo que de conde os habéis hecho simple
soldado, y de rico que erais habéis pasado a ser pobre, os felicito con todo mi
corazón porque este acto os devuelve a la gloria de Dios. Estoy convencido que
este cambio es obra del Señor. De todas formas, tengo que reconocer que no
puedo fácilmente hacerme a la idea de estar privado, por un designio secreto de
Dios, de vuestra amable compañía, y de no veros nunca más, pues con vos habría
querido pasar mi vida entera, si esto hubiera sido posible. ¿Podría acaso
olvidar vuestra antigua amistad, y los beneficios con los que colmasteis tan
ampliamente nuestra casa? Ruego a Dios cuyo amor os inspiró tantos beneficios
para nosotros, que os tenga en su amparo eterno. Yo sí que conservaré siempre
un reconocimiento eterno hacia vos, y me gustaría dar pruebas de ello. ¡Oh! si
se me hubiese sido dada la posibilidad de vivir en vuestra compañía, con cuánta
diligencia me habría ocupado de las necesidades de vuestro cuerpo y de las de
vuestra alma. Pero ya que esto no ha llegado a ser posible, no me queda más que
aseguraros que, a pesar de vuestro alejamiento, no dejaréis de estar presente
en mi espíritu y en mis oraciones.
Este
afecto que el santo Bernardo muestra en esta epístola por su hijo muy querido
el conde de Champagne estaba basada en el gran amor que Hugo mostró siempre por
los pobres y los desheredados, y también, como es natural, por las grandes
donaciones que este hizo en favor de los monjes del cister. Él fue el que donó
personalmente a san Bernardo los terrenos y las dependencias donde
posteriormente sería ubicado el monasterio de Claraval. Y para aquellos
que todavía lo duden, aquí está el documento de donación: 
Oeuvres complètes de Saint Bernard. Paris, librairie Louis de Vivès, editeur. Rue Delambre, número 9.
Año 1866.
En
nombre de la Santa e indivisible Trinidad, aquí comienza la carta de donación
dictada por el conde Hugues. 
Sepan
cuantos esta carta vieren que, yo, conde de Troyes, le doy a Dios, a la Santísima
Virgen María y a los monjes de Clairvaux, el lugar que aquí se describe, con
sus dependencias, campos, prados, vides, bosques y aguas, sin reserva alguna ni
para mí ni para mis descendientes. 
De
ello son testigos Acard de Reims, Pedro y Robert d' Orléans, soldados que están
a mi servicio. 
Queremos
que se sepa también que Geoffroy Félonia les cede su derecho de uso sobre la
tierra que nos tiene arrendada de Juvencourt, tanto en los bosques como en la
planicie, y en todo tiempo; si los animales de los antedichos Padres causaran
algún daño, los monjes tendrán que pagar solamente el perjuicio causado, pero
nunca una multa. 
Hice
todas estas donaciones en presencia de los testigos susodichos. Y quiero también
que se sepa que el señor Jobert del Ferté, apodado el Rojizo, y el señor
Reinaud de Perrecin les dieron, a los mismos Padres, el derecho de uso y el
usufructo sobre todas sus tierras, particularmente las aguas, bosques y prados
del dominio de Perrecin: de esto son testigos Acard de Reims y Robert, soldados
que están a mi servicio. Y para que conste sea sabido por todos cuantos este
escrito vieren que yo Hugues, conde de Troyes, otorgo y concedo a los
mencionados Padres también las posesiones libres y apacibles de la tierra y del
bosque de Arétèle. 
Confirmado
estas donaciones por nosotros Joscern, obispo de Langres, y Hugues, conde de
Troyes y lo sellamos con nuestro sello y con nuestro anillo. 
Y
sepan ustedes, además, que, para ingresar en la Orden de los templarios, el
conde de Champagne, después de obtener el permiso de su esposa, le vendió su
condado a Thibaut, hijo de su hermano Etienne, y distribuyó todos sus bienes
por iguales partes entre su mujer y sus hijos. 
Sobre
lo antedicho hay historiadores que basándose en las crónicas de Pedro de
Pithou, aseguran que antes de partir hacia Jerusalén para ingresar en la Orden,
Hugo de Champagne desheredó a su hijo Eudes, sin aportar pruebas de las causas
que pudieron motivar tal decisión. 
No
parece creíble ni opinamos que fuese cierta esta aseveración porque pensamos
que el conde se sentiría en aquel momento crucial de su vida lleno del Espíritu
de Dios y, por lo tanto, contrario a cualquier venganza, escarmiento o eliminación.
No obstante, y ya fuese de una o de otra forma, hemos creído honrado por
nuestra parte traer aquí las dos versiones para que ustedes las conocieran.
 ...fue
  que preservaran con todas sus fuerzas los caminos e itinerarios de los
  peregrinos, contra las asechanzas e incursiones de los ladrones.
Aquí
podemos ver cómo la misión que le fue encomendada a la Orden recién
constituida de los pobres caballeros de Cristo, era la de proteger los caminos y
no la de tomar parte en las batallas. Tal vez esta realidad deje sin argumentos
a todos aquellos que aseguran que nueve caballeros, por valientes o fanáticos
religiosos que estos fueran, jamás hubieran podido combatir contra asaltantes,
asesinos, y las terribles huestes musulmanas. No es verdad. En primer lugar,
hemos de decir que las terribles huestes musulmanas, igual que las terribles
huestes cristianas, como poderosos ejércitos que eran, se dedicaron a guerrear
en el campo de batalla, nunca a asaltar ni diezmar a los peregrinos. Entre otras
cosas porque existió un pacto entre ambas milicias: las cristianas no impedían
el paso a los grupos árabes que llegaban a Jerusalén para rezar, ni los árabes
a los cristianos, siempre que estos grupos, como es natural y lógico, fuesen
realmente peregrinos y no soldados. Y además, también tenían pactado ambas
tropas, sobre todo cuando entablaban batalla, los siguientes acuerdos: no
guerrear los viernes ni los domingos: los viernes por ser el día religioso de
los musulmanes y los domingos por ser el de los cristianos, y disponer de unas
horas de descanso al día para que cada una de las partes contendientes tuviesen
tiempo suficiente de retirar a los heridos y de enterrar a los muertos. 
Otra
cosa que parece que ignoran quienes afirman esto, es que los asesinos y
asaltantes aludidos eran ladrones de poca monta, con armas viejas y deterioradas
que ni siquiera sabían usar. Ladrones y asesinos que no dudaron durante mucho
tiempo en asaltar a los desvalidos peregrinos, pero que no eran capaces de
enfrentarse a caballeros bien adiestrados y armados, aunque estos estuviesen en
minoría. El hecho que confirma lo que afirmamos, es que durante los nueve años
que los caballeros templarios estuvieron protegiendo los caminos siendo
solamente nueve, no hubo ladrón, asesino, asaltante ni terribles huestes
musulmanas que se atreviesen a asaltar a ningún peregrino si iban
escoltados por ellos. Además, lo que quizás ignoren también quienes esto
afirman, es que cada uno de estos caballeros trajo consigo a su propio escudero
y algún que otro criado para que le sirviera, pues jamás se vio en la antigüedad
un caballero, por pobre o necesitado que hubiese estado, que tomase parte en
alguna empresa de armas sin ir acompañado de su escudero. Lo que elevaba a este
grupo de protectores de peregrinos cristianos a más de dieciocho miembros. 
Por este mismo documento hemos podido saber
también, y con bastante seguridad, que la Orden de los Pobres Caballeros de
Cristo del Templo de Jerusalén fue instituida por nueve caballeros con la
cristiana intención de proteger a los peregrinos que por tierras solitarias y
hostiles se dirigían hacia el Sepulcro de Nuestro Señor Jesucristo, y también,
aunque el documento del arzobispo de Tiro no haga alusión a ello, el de montar
guardia diaria en el único pozo que se hallaba cerca de la ciudad de Jerusalén,
donde los cristianos eran atacados con mucha frecuencia por los ladrones árabes
cada vez que estos se desplazaban allí con sus carros cargados de cubas para
llenarlas de agua, donde perdían, además del dinero que llevaban encima,
carro, cubas, mulas, burros o caballos. 
A través de lo que nos revela el documento del
arzobispo, y de lo que hemos podido ir sabiendo por otros, hemos llegado a
deducir que la misión de los Pobres Caballeros de Cristo era la de protección
y vigilancia. Y esto debió de ser así porque dentro de los estatutos de su
regla, ya que no tenían todavía más regla que la de san Agustín como norma
de vivir y de actuar, había una cláusula que decretaba que ningún hermano podía
contravenir el Nuevo Testamento matando a sus semejantes. Y fue por cumplimiento
de esta disposición por lo que los templarios, si se veían obligados a
entablar combate en el transcurso de su misión de protección o vigilancia,
agotaban todos los recursos antes de matar a los maleantes.
También hemos de decir que fueron muy pocas
veces las que tuvieron que intervenir en defensa de los peregrinos que eran
escoltados por ellos, porque su sola presencia constituida como escolta armada,
era ya suficiente para prevenir cualquier ataque o latrocinio por parte de
ladrones, desertores o desalmados. No queremos decir con esto que alguno de los
nueve caballeros no hubiese dado muerte a algún que otro forajido, pero nos
alejamos de esta creencia porque si hubiese habido alguna batalla entre ladrones
y caballeros, las bajas hubiesen sido por ambas partes. Los nueve caballeros
estuvieron vivos desde que se fundó la orden hasta que esta fue confirmada por
la Santa Sede.
El problema de los templarios comenzó a surgir
después de haber sido la Orden confirmada en el Concilio de Troyes, ya que por
la gran demanda de solicitudes de ingreso que todos los días se recibían en el
Templo, comenzaron a admitir nuevos caballeros profesos. Esto dio lugar a que,
en el año 1129, tan solo un año después de su confirmación, la Orden hubiera
crecido de tal forma, que ya fuese imposible mantener una guarnición tan
numerosa en la ciudad santa donde Jesucristo entregó la vida en remisión de
los pecados del mundo. 
El papa Honorio II vio en este crecimiento del
Temple la solución a sus problemas. Años atrás se había comprometido con los
reinos de la Europa cristiana que luchaban contra el moro, hasta el punto de
haber firmado con ellos un documento que decía que la Santa Sede estaría
dispuesta a socorrer militarmente a cuantos reyes lo solicitaran para que la
lucha fuese más efectiva y tuviese más garantía de ser ganada.
El masivo acrecentamiento de la Orden del Templo
de Jerusalén le vino al papa como maná caído del cielo. Echó mano de los
soldados del Templo, y les dio permiso para que pudieran propagarse por toda
Europa; allí donde fueran demandados por los reyes y dirigentes del país que
los necesitara, los templarios podían sentar sus reales y crear convento, de la
misma forma que ya lo estaban haciendo otras órdenes militares. 
Este cambio de vida creó en los templarios un
gran cargo de conciencia. Ellos se habían constituido para proteger, y no para
guerrear y matar. Cada vez que su espada se hundía sobre el cuerpo de un
semejante, la regla de san Agustín, por la que se habían constituido para
respetarla y obedecerla, caía sobre sus conciencias como una montaña de mármol.
Los reyes comenzaron a quejarse y a decir que a los templarios había que
cambiarle la regla. 
 Habiendo
llegado las quejas a oídos del papa Honorio II, por cuyo mandato se les había
dado la regla en el Concilio de Troyes, mandó incluir en la misma un nuevo artículo
que decía:
·       
CAPÍTULO LI. Que sea lícito a la Orden herir al enemigo. 
Creemos, por la divina Providencia, que este
nuevo género de Religión tuvo principio en los santos Lugares para que se
mezclara la Religión con la Milicia, y así esta Religión pueda proceder desde
hoy armada con la Milicia, y pueda herir al enemigo sin culpa.
Juzgamos, según derecho, que como os llamáis
caballeros del Templo, podáis tener por este insigne mérito y bondad, tierras,
casas, jornaleros y labradores, y que justamente sean gobernados por vosotros,
pagándoles un justo salario.
A pesar de haberles
sido incluido este nuevo capítulo, incluso con el velado consentimiento que se
les otorgaba de poder herir al enemigo sin culpa, los templarios
siguieron teniendo remordimientos de conciencia cuando mataban a un enemigo.
Algunos todavía continuaban preguntándose: ¿Por qué siendo monjes del Señor matamos a nuestros semejantes,
contraviniendo con ello la ley de Dios transmitida a nosotros por el mismo
Cristo?
Ante este trágico problema, que a todas luces
hubiera podido ser el fin de una orden que acababa de nacer, el maestre Hugo
escribió al abad de Claraval, amigo de los nueve fundadores, sobre todo del
conde Hugo de Champagne, y le conminó a que escribiese un pequeño librito que
sería copiado y dado en mano a cada uno de los soldados del Templo para que
fuese leído y consultado por ellos cada vez que sus conciencias así se lo
exigiesen. Un pequeño libro donde cada uno de ellos encontraría cuantas
respuestas fuesen buscando. 
Bernardo,
abad de Claraval, en el año 1130, doce años después de haberse fundado la
Orden, y dos años después de haber sido aprobada por el papa, escribió el
mencionado libro. Libro que damos a conocer en el capítulo que dedicamos a San
Bernardo, que todos ustedes tendrán la oportunidad de leer fielmente traducido
por quien estas letras escribe.
Esta lectura diaria, sobre todo en el
refectorio, fue suficiente para que los templarios se diesen cuenta de que como
monjes podían luchar y matar a sus enemigos sin cometer pecado. Como veremos más
adelante, la razón que el abad de Claraval alegaba en su pequeño libro era
que, al ser los templarios además de soldados también monjes, no buscaban la
gloria ni las posesiones que conseguían para ellos mismos, sino para
engrandecer más a la Iglesia y para mayor gloria de Dios. Y para que pudiesen
darse cuenta de la diferencia que existía entre los soldados que luchaban sin
ánimo de lucro, y los que buscaban beneficio propio poniendo su espada al
servicio de algún rey, el abad Bernardo dedica una parte del libro a hacer
comparaciones entre unos y otros.
Esta era la prueba definitiva para que los
templarios cayesen en la cuenta de que había dos clases de soldados: los
seguidores de Dios y los seglares. La milicia religiosa no batallaba ni mataba
al enemigo para obtener bienes, fama, abolengo, fortuna o hacienda para sí
mismos; sus actos estaban encaminados sola y exclusivamente hacia la mayor
gloria de Dios, hacia la protección de la Iglesia y hacia el amparo de los
cristianos de toda la tierra. De ahí que los templarios, como militares
tuvieran que renunciar a luchar con sus antiguas espadas de soldados seglares, y
como monjes, tuvieran que luchar y matar con la nueva espada que la Iglesia por
mano de su prelado ponía ya bendecida en las suyas para seguir el mandato bíblico
del libro del Deuteronomio, que dice: «Cuando el Señor la ponga en tu mano,
matarás a filo de esta espada a todos sus enemigos».
El libro de san Bernardo fue convincente. Los
templarios, mal que bien, siguieron cumpliendo con sus deberes religiosos. Pero
además comprendieron que eran militares, y que como tales tenían que cumplir
también con sus obligaciones bélicas. El sentido común les decía que la
primera obligación de un soldado era agredir o ser agredido. Este era el
principio de «legítima defensa» que les había sido transmitido por la
Santa Madre Iglesia. Principio este que está fundamentado en que la vida del prójimo
no es más importante que la nuestra. 
…Durante
  nueve años después de su fundación vistieron hábitos seculares, usando las
  vestiduras que, como remedio de sus almas, el pueblo les ofrecía.
No
tienen razón aquellos que sostienen que desde un principio vistieron el hábito
blanco. Como vemos aquí, claramente revelado por este documento, durante los
primeros nueve años después de su fundación vistieron las ropas que el pueblo
les daba como limosna por el amor de Dios. Esto quiere decir que, aunque
llevaron sus armas de caballeros en perfecto estado, por pertenecer a la
caballería ordenada y necesitarlas para proteger a los peregrinos, no iban
uniformados. En contra de lo que muchos creen, cada uno de ellos llevaba una
indumentaria diferente que, incluso a veces, eran puros harapos. 
        
Durante los nueve años después de su fundación, estos caballeros,
aunque una minoría de peregrinos los nombrara como «los del Templo», ellos
nunca se autodeterminaron así. Desde un principio se hermanaron y se
autonombraron como los «pauperes conmilitones Christi»,
o sea como los «pobres compañeros de Cristo». Esto quiere decir que el
espíritu que llevó a estos nueve caballeros a unirse como hermandad seglar fue
muy diferente del que, más tarde, a partir del concilio, fue poco a poco
creciendo en ellos.
        
Durante estos primeros nueve años, y como hemos podido percibir por lo
que llevamos expuesto, los nueve caballeros observaron estrictamente la regla de
san Agustín. Esto quiere decir que, tal como la mencionada regla dicta, todo
era compartido por ellos. De ahí que las ropas que el pueblo les daba como
limosna, un día las llevara uno y otro día las llevase otro, tal como la regla
de San Agustín establece en el capítulo V. 
«Tened
vuestros vestidos en un lugar común bajo el cuidado de uno o de dos o de
cuantos fueren necesarios para sacudirlos, a fin de que no se apolillen. Y así
como os alimentáis de una sola despensa, así debéis vestiros de una misma
ropería. Y, a ser posible, no seáis vosotros los que decidáis qué vestidos
son los adecuados para usar en cada tiempo, ni si cada uno de vosotros recibe el
mismo que había usado o el ya usado por otro, con tal de que no se niegue a
cada uno lo que necesite». 
Al compartir todo lo que tenían en común, es
cuando acude a nosotros esa polémica que muchos autores mantienen y manosean
hasta la saciedad de que dos caballeros iban montados en un mismo caballo cuando
vigilaban los caminos o acompañaban a los peregrinos que se dirigían a Jerusalén.
No era así. La imagen de dos jinetes montados en un mismo caballo que hemos
podido ver en ciertos sellos templarios o en algunas construcciones, no era más
que un símbolo que denotaba y daba a entender que en esa comunidad hasta el más
mínimo y pobre de los bienes que poseían eran compartidos por todos los
hermanos que la totalizaban. 
        
Se sabe que, al igual que los nueve caballeros estuvieron compartiendo
durante los nueve primeros años los vestidos, las limosnas y todo aquello que
tenían en común, también compartieron caballos. Es decir, un caballero no tenía
caballo propio. Eran nueve caballeros, y solo tenían en sus cuadras cinco
caballos. Esto era debido a que el caballo en aquel tiempo era un lujo que solía
costar muy caro. El rey don Alfonso I, el Batallador, como si hiciese una gran
donación, dejó en su testamento a los de la milicia del Templo su caballo con
todas sus armas, y a los del Hospital de Jerusalén, la ciudad de Tortosa. Esta
concesión hubiera sido considerada como agravio comparativo, si el caballo no
hubiese estado lo suficientemente valorado como para contentar a ambos
beneficiarios. 
        
Además, si hubiesen ido dos caballeros montados en un mismo caballo,
hubieran estado condenados a no poder perseguir a los ladrones ni a los
salteadores de caminos. Pues no fue una, sino muchas veces las que estos pobres
compañeros de armas tuvieron que perseguir a algún grupo de ladrones que
intentaban, o habían intentado con anterioridad, molestar a los peregrinos. 
        
No avanza un caballo igual de ligero con uno que con dos jinetes. Y de
haber sido verdad este supuesto testimonio, tanto si eran perseguidores como
perseguidos, hubieran estado condenados, como ya hemos dicho anteriormente, al más
seguro de los fracasos. Haciendo constar además algo que a nosotros nos parece
muy importante, y ello es que un acto de esta índole nunca hubiera sido
aprobado por la Iglesia, y por lo tanto por el patriarca, que era, al fin y al
cabo, no hay que olvidarlo, su más alto represente en la ciudad santa de
Jerusalén. La costumbre de cogerse, juguetear y, naturalmente, cabalgar dos en
un mismo caballo, hubiera sido intolerable en unos caballeros cuya carrera había
sido regida en su mayor parte por la Iglesia. De ahí su adhesión a la religión,
a las órdenes monacales, y a la defensa de los santos lugares. 
En
el tratado de las «Mortificaciones», que todo aspirante a ingresar en
la caballería ordenada tenía que aprender casi de memoria, en el apartado de
la «Mortificación del tacto», se decía lo siguiente:
Tratado
de la caballería ordenada. Editado en Barcelona, en el año 1877. Librería
religiosa. Calle de Aviñón, número 20.
Nunca hagáis ni toquéis cosa
alguna que sea pecaminosa. Porque ya sabéis que eso es un horrendo pecado; os
abstendréis también de esa costumbre indecente y baja que tienen algunos
soldados de juguetear o agarrarse, y otros enredos semejantes, por ser cosa
intolerable e indecorosa; no echéis en olvido aquel adagio: «Juego de
manos, juegos de villanos». No solo, pues, no lo habéis de hacer con
persona de otro sexo, sino tampoco con los del propio; y no solo por ir en
contra de la buena educación, sino también por ir en contra de la castidad...
Llegados a este punto, surge en
nosotros una pregunta: ¿Si eran nueve caballeros cómo es que contaban
solamente con cinco caballos? Muy sencillo. Hacían siempre las rondas de
vigilancia y protección por parejas. Es decir, mientras dos caballeros estaban
de servicio, tres caballos, seis escuderos y seis caballeros estaban de retén
para la próxima ronda o para cualquier emergencia que pudiera acontecer. Las
patrullas eran de una duración de seis horas cada una, de forma y manera que
ocho caballeros cubrían las veinticuatro horas del día para que no hubiese
ausencia de vigilancia ni de noche ni de día. Teniendo en cuenta además que
Hugo de Payns, tal vez por ser uno de los que más edad tenían o por haber sido
el promotor de la Orden, quedaba siempre en el cuartel general para resolver
cualquier asunto administrativo, atender a quienes venían buscando información
o, sencillamente, para nombrar las rondas y supervisar su cumplimiento, ya que
él había sido elegido por mayoría absoluta como superior de la misma. El
caballo que usualmente utilizaba el superior era el que servía de reserva por
si a alguno de los otros se indisponía. 
…Finalmente,
  el año noveno, habiéndose celebrado un concilio en Francia, en Troyes, al
  que asistieron los arzobispos de Reims y de Sens con sus sufragáneos, así
  como el obispo de Albano, legado pontificio, y los abades del Cister, de
  Claraval y de Terracina, con otros muchos, se les dio una regla y se les asignó
  un hábito blanco, por mandato del papa Honorio y de Esteban patriarca de
  Jerusalén
En
este mismo momento es cuando los caballeros del Templo, por habérsele dado otra
regla más acorde con una orden de caballería religiosa que acababa de ser
aprobada por el papa, dejaron de observar la de san Agustín para adherirse a
esta. 
Sobre
la regla que allí les fue dada, tenemos que decir que, al ser la primera,
estaba muy limitada. Y que, como es natural, conforme iban surgiendo nuevas
necesidades, los templarios tuvieron que ir ampliándola y mejorándola. Esa es
la causa de que en los archivos históricos hayan aparecido distintos libros de
reglas pertenecientes a los caballeros templarios. 
Siguiendo
con el análisis del documento fundacional que nos da a conocer Guillermo de
Tiro, observamos cómo en él se nos dice que asistieron al concilio, entre
otros, los abades del Císter, de Claraval y de Terracina. Esta revelación deja
sin argumentos a todos aquellos que han estado afirmando que los abades no tenían
suficientes privilegios para asistir a los concilios y, que, basándose en ello,
incluso dudan de que san Bernardo hubiese estado presente en el Concilio de
Troyes.
En
todo tiempo tuvieron los abades suficientes concesiones para asistir de pleno
derecho y autoridad a los concilios. Todos ellos disfrutaban, dentro de sus límites
territoriales, de los mismos privilegios y derechos que los obispos. Es decir,
otorgaban la tonsura y conferían las órdenes menores a los miembros profesos
de sus abadías y usaban mitra, báculo, cruz pectoral, anillo, guantes y
sandalias, en la misma medida y con la misma autoridad que lo hacían los
obispos. 
Si
la declaración que se hace en este documento de que el abad de Claraval, o sea
san Bernardo, asistió de pleno derecho al Concilio de Troyes, no fuese
suficiente, tendremos que recurrir al conflicto que se produjo en este concilio
entre el abad Bernardo y algunos obispos y abades para saber con más
luminosidad la certeza de esta confirmación. 
Ocurrió
que habiendo sido destituido el obispo de Verdún del concilio por razones
ajenas a san Bernardo, algunos obispos y abades, quizás llevados por envidia o
por querer aprovechar aquella inmejorable ocasión para quitarse de encima a
Bernardo por la gran influencia que este ejercía en la Iglesia francesa y en
Roma, lo denunciaron ante la Santa Sede por adjudicarse atribuciones que no
correspondían a un monje. Y tanto emponzoñaron sus escritos, que el cardenal
Harmeric, en nombre del papa, remitió a Bernardo una despiadada carta en la
que, entre otras cosas, le decía: «No es digno que ranas ruidosas e
impertinentes salgan de sus ciénagas para molestar a la Santa Sede y a sus
cardenales...» 
Pero
Bernardo, que no se distinguía precisamente por tener pelos en la lengua ni en
la pluma, respondió al Cardenal diciéndole que si había asistido al concilio
era porque los arzobispos y obispos franceses así se lo habían propuesto a la
Santa Sede, y que el papa había dado su total aprobación para ello. «Ahora,
bien, ilustre Harmeric» —añadió el santo—, «si tanto lo deseabais
¿quién habría sido más capaz de librarme del mandato de ir que vos mismo? Si
hubierais prohibido a esta rana ruidosa e impertinente salir de su ciénaga para
no molestar a la Santa Sede y a los cardenales, en este momento, vuestro amigo,
no se estaría exponiendo a las acusaciones de orgullo y presunción...» Ambas
cartas pertenecen a las Obras
Completas de San Bernardo. Paris, librería de
Louis de Vivès, editor. Rue Delambre, número 9. Año 1866.
Cuando
al papa le fue leída esta carta, Bernardo quedó justificado y amonestado el
cardenal Harmeric por haberse excedido en insultos poco cristianos y nunca
dignos de un encumbrado hombre de Iglesia. Y sus enemigos, aquellos que habían
intentado desacreditar por envidia al abad de Claraval, quedaron humillados y
callados por algún tiempo.
Los
integrantes del Concilio de Troyes acordaron por unanimidad aprobar la regla de
los caballeros del Templo de Jerusalén. Y a los seis meses de haberse celebrado
el mencionado concilio, los templarios recibieron un escrito comunicándoles tan
feliz acontecimiento. 
...a
  fin de hacerse notar entre los demás caballeros, comenzaron a coser en sus
  mantos cruces de paño rojo, tanto los caballeros, como los Hermanos de rango
  inferior que llaman sirvientes.
En el año 1146, el papa Eugenio III, también a instancias de san
Bernardo, les
concedió el privilegio de portar sobre su hombro izquierdo y sobre su pecho la
cruz roja ochavada que tanto orgullo y gallardía aportó a los frailes del
Templo de Jerusalén. 
Nos
hemos permitido traer aquí este párrafo del documento mostrado porque la cruz
que el papa les autorizó llevar fue la que marcó, desde ese momento en
adelante, su humanidad en el claustro y su crueldad en la guerra.
La
elección de llevarla sobre el hombro derecho obedecía al ideal, por todos
ellos compartido, de no olvidar nunca que Cristo la llevó caminando hacia su
muerte sobre su hombro izquierdo. De ahí que en el acto de aceptación del
postulante a caballero templario se le hiciese dar a conocer, con palabras
resonantes, la siguiente lectura sacada del Evangelio: «Si quis vult post me
venire abneget se ipsum et tollat crucem suam cotidie et sequatur me», es
decir, «Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su
cruz cada día y sígame». Lucas. 9, 23. Y que el postulante tuviese que
contestar con estas otras: «Mihi autem absit gloriari nisi in cruce Domini
nostri Iesu Christi per quem mihi mundus crucifixus est et ego mundo», o
sea, «Lejos esté de mí el gloriarme sino en la cruz de Nuestro Señor
Jesucristo, por medio de quien el mundo me crucifica a mí y yo al mundo». Gálatas.
6, 14.
En
cuanto a lo de llevar la cruz en el pecho, está escrito que ellos consideraban
la cruz roja como un tesoro celestial, y como tal, es decir, como un tesoro,
acordaron llevarla cerca de su corazón porque conocían a la perfección
aquellas palabras que pronuncia en el Evangelio Lucas, 9. 23, que dicen: «Ubi
enim thesaurus vester est ibi et cor vestrum erit», es decir, «Porque
donde esté vuestro tesoro, allí también estará vuestro corazón».
...se
  sustrajeron de la autoridad del señor Patriarca de Jerusalén... 
No
es que se sustrajesen de la autoridad del señor patriarca de Jerusalén, es que
en esta época, y debido a la gran demanda de ingreso de caballeros que querían
entrar a formar parte de la Orden, el papa Honorio II, que se había comprometido con todos los reinos
de la Europa cristiana para que lucharan sin tregua contra las hordas
sarracenas, hasta el punto de haber firmado con todos ellos un documento que decía
que la Santa Sede estaría dispuesta a socorrer militarmente a cuantos reyes lo
solicitaran para que la lucha fuese más efectiva y tuviese más garantía de
ser ganada, para hacer frente a esta promesa no tuvo más remedio que echar mano
de los soldados del Templo, y darles permiso para que pudieran propagarse por
toda Europa.
Queremos hacer
constar, antes de seguir adelante, que, en un principio, es decir cuando la
Orden del Templo comenzó a expandirse por casi toda Europa, los freiles que
eran trasladados no eran todos de la misma nacionalidad, por ejemplo, a las
encomiendas catalanas fueron enviados españoles, pero también franceses,
portugueses, italianos y teutones. Las diferentes lenguas no eran en aquella época
ningún obstáculo para entenderse, ya que el latín era el idioma oficial en
toda la Europa cristiana. 
...y
  hasta volviéndose muy incómodos para la Iglesia de Dios, retirando las décimas
  y primicias y perturbando indebidamente sus posesiones.
Es
natural que Guillermo de Tiro se ponga del lado de los obispos y de los
patriarcas, pero los templarios no podían hacer otra cosa. Retiraron las décimas
y las primicias por orden del papa Alejandro III, que en su bula «Dilectis
Filis» de fecha 8 de julio del año 1160, dirigida a los del Templo, que
tendremos ocasión de leer y ver más adelante, en el capítulo donde damos a
conocer todas las bulas que fueron publicadas por diferentes papas en favor o en
contra de la Orden, se dice: «Y que, desde ese mismo momento en adelante,
deje la Orden del Templo de Jerusalén de suministrar a los mencionados obispos
la tercera parte, como se ha venido haciendo desde que nuestro antecesor de
feliz recuerdo, nuestro querido hermano Eugenio III, así lo determinase
mediante bula del 8 de julio del año de Nuestro Señor Jesucristo de 1145.»
Esta
bula tuvo que ser publicada debido a que los obispos de las diócesis donde los
templarios tenían conventos, obligados, tal vez, por los muchos gastos que
diariamente tenían que asumir, sabiendo que los del Templo poseían grandes
sumas de dinero y de objetos de oro, de plata y de piedras preciosas, tuvieron
con ellos grandes problemas, y muchos pleitos. 
De
los problemas y pleitos que los obispos tuvieron con los del Templo, han quedado
también muchos documentos que acreditan y dan certeza de que esta clase de
embarazos existieron entre ambos. 
Veamos
un par de ellos:
Archivo
Histórico Nacional de Madrid. Códice: 466. Páginas: 26. Documento 24.
Sepan todos que el domingo 10 de las calendas de
octubre, año del Señor de 1280, el hermano Raimundo de Pulcro Loco, comendador
de Villel, reuniéndose en vista con el reverendo padre en Cristo Señor Pedro
por la gracia de Dios obispo de Zaragoza, comprueban ambos en el lugar el
traslado de algún mobiliario, el cual una vez visto se ve que en justicia
pertenece a los del Templo, y se comprueba que corresponde a sus iglesias,
especialmente a las iglesias de Sarrión, de Albentosa, de Villastar, de Livres
y de Riodeva, sobre las cuales había dictado el señor obispo y mandado por
documento escrito al mencionado comendador que fueran destinadas por el predicho
documento a presidir las mencionadas iglesias del Templo. Algunas de ellas de
oro, plata y otros de mucho valor: Yo Arnaldo, por mandato de los supradichos
hago y escribo esta carta por mi propia mano y la firmo. Los dos coinciden en
que este traslado fue llevado por la mano de García de Laurencio, notario de
Turol, de esta forma: Presente y eternamente, sea manifestado que Pedro, por la
gracia de Dios obispo de Zaragoza ha oído lo escrito. El cual se expone en
presencia y audiencia del dicho señor obispo elegido, y como quiera que no
quiere reconocer que aquel es el mobiliario original, por dicho comendador fue
recordado al señor obispo, humilde y suplicantemente, los términos legales en
que le fueron asignados por tres veces consecutivas el mencionado mobiliario,
que le fue entregado por su predicha competencia para siempre; lo que el dicho
obispo niega. Son testigos del señor Pedro, Eximin de Ayerba, sacristán de la
sede del santo Salvador de Zaragoza; Egidio Santo y García de Vallibus, canónigo
de la misma iglesia; Guillermo de Alcalá señor de Quinto y Miguel Petri de
Januis, militar; Sancio, preceptor de Albarracin y García Guarino, señor y
vecino de Turol, y Sancio Muñoz y el maestre Bernaldo, vicario eclesiástico de
Villel, y yo Raimundo de Laurencio, escribano público de Turol, notario que fue
elegido a instancias del comendador predicho, que escribo y firmo esto con mi
propio sello para que conste en el día y año prefijados estando en Cutanda. 
Otra:
Archivo
Histórico Nacional de Madrid. Secc. Órdenes militares, San Juan, leg. 39, doc.
102. 
Sea conocido a todos los que han de inspeccionar el
presente documento que monseñor Sancio, por la Gracia de Dios obispo de
Zaragoza, con el consentimiento y voluntad de su Capítulo, por una parte, y el
hermano Poncio Menes, que ocupa el puesto de Maestre, con consentimiento y
voluntad del hermano Bernardo de la Campaña, comendador de Miravet y del
hermano Guillermo de Solecas comendador de Alfambra y del hermano Pedro Murut
comendador de Zaragoza y de otros hermanos suyos, arbitrando en este asunto
Pedro de Calatayud y el señor Pedro Tolone sobre las muchas controversias que
entre ellos habían surgido; las cuales controversias o apartados se indican
seguidamente. Se lamentaba el señor obispo de que no le daban las cuartas de
aquellos bienes que se dejaban a la hora de la muerte por los parroquianos del
obispado que elegían las sepulturas en las iglesias de los templarios. Y se
quejaba de cierta casa de Siest. Y asimismo se quejaba de las heredades que los
mismos hermanos adquirieron después de la asamblea. Se quejaba también de las
primicias que no querían dar a las mismas iglesias a las que pertenecían. De
semejante modo se quejaba de que no querían recibir a sus hombres en la
recolección de las décimas a terceros del privilegio establecido entre ellos.
Asimismo, lamentaba de que no le pedían un clérigo para oficiar en sus
iglesias. También daba sus quejas de que recibían décimos de las ovejas de
sus parroquianos que mandaban en la campaña de los templarios, y al mismo
tiempo de las décimas de sus postores. Incluso se quejaba de que no querían
darle los derechos episcopales en la Peña Rodríguez Diez, acordada en Libros
de las Cuevas de Eva. Asimismo, profería quejas de que no le daban a él la décima
de Belestar; el cual Belestar es término de Villa Espesa. Asimismo, se quejaba
de que cuando visitaba las iglesias de los templarios tanto por sí mismo como
por sus vicarios, lo recibían a él mismo o a ellos, no decorosamente. También
se lamentaba de que no querían darle sus derechos episcopales en La Lazaida.
Asimismo, se lamentaba de que extraían la décima de sus mismas décimas para
ayuda del Maestre de allende los mares, antes de dar su cuarta correspondiente
al mismo obispo. Asimismo, lamentaba que a la iglesia de La Encina Curva la
cerraban injustamente y quería saber por qué. De igual modo se lamentaba de
las iglesias de Villarluengo y de La Cañada y de Villastar. Se quejaba asimismo
de las iglesias de Orrios y de Santolea. Se lamentaba también de que no querían
darle la media de la décima de las propiedades que tomaban con sus propias
manos de las décimas de los parroquianos, por lo cual perdía él mismo su
cuarta parte en aquellas iglesias cedidas por él. De igual modo se quejaba el
obispo de los templarios, diciendo que recibían injustamente décimas de los
molinos. Sobre estas cosas, digo, se comprometieron todos a someterse al
arbitraje de los predichos Pedro y Pedro de Tolone, para que todo lo que ellos
mismos dijeren o definieren sobre todas las cosas mencionadas mediante
sentencia, ambas partes, lo tuviesen como ratificado y firme y establecido por
todo el tiempo. 
Los magistrados Pedro de Calatayud y Pedro de Tolone,
habiendo tenido deliberación definieron mediante sentencia lo que se expone a
continuación. En el primer capítulo convinieron que lo comprobaran con el
conjunto de sus hermanos y con el obispo, sobre las iglesias de Novillas y otras
iglesias y entonces dijeran lo que debe hacerse. Sobre la casa de Siest
convinieron que se dejare al juicio del obispo esta queja. En el capítulo de
las heredades adquiridas después del concilio General de Roma tenido en tiempo
de Inocencio, estuvieron totalmente en desacuerdo. Mas en el capítulo de las
primicias definieron así por sentencia que de las heredades adquiridas por
ellos en menos de 40 años den la media de las primicias a las iglesias a las
que pertenecen. También de las herencias que adquirieron antes de los 40 años
no diesen primicias. En el capítulo de la recolección de los décimos
convinieron del mismo modo que el señor obispo pusiese sus hombres en cada
iglesia junto a un hermano de ellos para que el señor obispo recoja
escrupulosamente los diezmos por medio de su hombre, como está contemplado en
el contrato establecido entre el obispo y los templarios. En el capítulo de
colocar clérigos en las iglesias dijeron en sentencia que los hermanos del
Templo no tienen ningún clérigo en las iglesias que tienen, que los eligiesen
en la diócesis de Zaragoza antes de que los presentasen al señor obispo. En el
capítulo de los que tienen encomendadas ovejas con los templarios decidieron en
sentencia que ellos mismo dieran las décimas a las iglesias en las cuales son
parroquianos. Pero en el capítulo de los pastores, tuvieron sus dudas y nada
establecieron en aquel capítulo. En el capítulo ciertamente de las iglesias de
Peña Rodríguez Diez y de Libros de las Cuevas, terminaron sentenciando que en
aquellas iglesias diesen al obispo todos sus derechos correspondientes. En el
capítulo de Belestar así sentenciaron, que comprobara el señor obispo que
Belestar es término de Villa Espesa, y así, de este modo, recibiese las décimas
de Belestar; y si comprobaren los hermanos que estaban en el término de Villa,
se lo comunicase el obispo a los templarios y ellos le darían la cuarta al
obispo. En el capítulo de la visitación de las iglesias establecieron que
cuando el señor obispo o sus vicarios visiten las iglesias, los recibirán espléndida
y honoríficamente a él o a ellos. Y lo procuren con abundancia y que también
reciban bien a sus mensajeros. En el capítulo de La Zaida dijeron que se
hiciese un contrato o un acuerdo tenido entre los hermanos y el obispo sobre La
Zaida, y después de ser estudiado lo definiesen. En el capítulo que se decía
de que los mismos hermanos extraían la décima de las décimas en provecho del
maestre, sentenciaron de modo que los hermanos nunca retrajeren o debieran
retraer una décima en beneficio del maestre antes de que se diese la cuarta al
señor obispo de todo el conjunto. En el capítulo de La Encina Curva dijeron
que los hermanos presentasen justificación al señor obispo de qué modo la
retenían bajo ellos, o si no quisiesen, bajo la autoridad del señor arzobispo.
En el capítulo de las iglesias de Villarluengo y de La Caña y de Villastar,
dijeron que presentasen justificación al señor obispo, o si ellos no
quisieren, ante el señor arzobispo. En el capítulo de Orrios y de Santolea, en
cuyas posesiones fueron afianzados por el hermano Beltran, archidiácono de
Zaragoza, dijeron que los hermanos retuviesen cualquier posesión de ella buena
o mala; y que después respondiesen al señor obispo acerca de la propiedad de
aquellas iglesias. En el capítulo que se decía que no querían poner la media
de sus décimas con las décimas de los parroquianos, dijeron en sentencia que
dejen por completo aquella media de sus décimas con las décimas de los
parroquianos, y así dieren la cuarta al señor obispo de todos ellos. En el capítulo
que se decía de que el obispo recibía la décima de los molinos, totalmente
desistieron, mas el obispo con el consentimiento de su capítulo y el maestre
Poncio Menescal, con el consejo de sus hermanos, se pusieron de acuerdo que
ellos lo conservarían para siempre, pero en otras cosas en las cuales los dos
supradichos no estuvieron bien de acuerdo se comprometieron a permanecer o a
estar bajo el juicio de un árbitro. Testigos de todo esto son el hermano
Bernardo de Campaña, el hermano Guillermo de Solecas, ya mencionado y el
Maestre Arnaldo Guillermo, el canónigo de San Salvador, y el señor Ennchus
Garsie. 
Esto se realizó en el Palacio del señor obispo de
Zaragoza en la Era 1258 el cuarto día antes de las nonas de julio, en el año
de la Encarnación de 1220, al principio. Yo Sancio que por mandato de los
mencionados escribí esto y le puse el sello.
Las iglesias y posesiones que los obispos reclaman en
los anteriores documentos fueron primero de la Orden del Santo Redentor, y luego
de los templarios. 
En un documento que se halla en el Archivo Histórico
Nacional, Libro I, página 201, dado en Zaragoza el día 7 de febrero de 1194,
el rey don Alfonso II, hace donación a los de la Orden del Hospital del Santo
Redentor, de un lugar desierto, llamado Villarluengo, para que fuese poblado por
esta Orden.
        
Dos años más tarde, en otro documento que se encuentra en el mismo
archivo, libro I, página 208, fechado en Lérida, el día 29 de abril de 1196,
el mismo rey don Alfonso II ordena que las órdenes del Hospital del Santo
Redentor y de Santa María del Monte Gaudio sean unidas a la Orden del Temple
con todas sus posesiones. Citando, entre otros muchos, el castillo de Alfambra,
de Orrios, de Villel, de La Peña del Cid, de Libros, de Castellote, de
Teruel... Y, como es natural y lógico, también el lugar —ahora ya un poco
menos desierto—, de Villarluengo.