NUEVOS DESCUBRIMIENTOS SOBRE SUPUESTO BAFOMET TEMPLARIO
Siempre 
estuve defendiendo en todos mis escritos, y desde que tuve uso de razón 
literaria, que el tan traído y llevado Bafomet Templario, no era más que un 
símbolo de la muerte que los caballeros monjes tenían siempre junto a ellos para 
habituarse a su presencia y no temerla ni en su desvalida vejez ni tampoco en el 
campo de batalla.
Los templarios, por su condición de soldados estaban en continuo contacto con la muerte, y como monjes sabían a la perfección porque les era leído diariamente, durante las comidas, y por los hermanos lectores, que nadie es sabedor de la hora de su muerte. Que hay que tener siempre ceñidos nuestros lomos y encendidas nuestras lámparas, y ser como hombres que esperan a su amo de vuelta de las bodas, para que, al llegar él y llamar, al instante le podamos abrir. Pues dichosos los siervos a quienes el amo hallare en vela. Os aseguro que se ceñirá, y los sentará a la mesa y se pondrá a servirlos. Ya llegue a la segunda vigilia, ya a la tercera, si los encontrare así, dichosos ellos. Vosotros sabéis bien que, si el amo conociera a qué hora habría de venir el ladrón, vigilaría y no dejaría perforar su casa. Vosotros, pues, estad preparados, porque a la hora que menos penséis vendrá el Hijo del Hombre...
Esta era la razón por la que en la Edad Media todos los monjes tenían junto a ellos una calavera. Los priores sobre las mesas de sus despachos, y los frailes y legos en sus diversas celdas, junto a la yacija donde todas las noches dormían. Su continua contemplación les recordaba que debían de estar preparados, y su permanente compañía tenía como objeto disipar de sus mentes el espanto que todo ser humano siente ante la más leve cavilación de la muerte. Muestras fehacientes de lo que afirmo las encontramos en los numerosos cuadros representados por santos. Si no en todos, sí podemos decir que en la mayoría de ellos, los indicados santos están siempre acompañados de una calavera, véase, si no, para reforzar esta afirmación, la Fig. 1, en cuyo cuadro vemos representado a san Francisco de Asís, pintado por Francisco de Zurbarán en 1659.
Muchas veces, y eso lo sabemos por las confesiones históricas de algunos de estos santos, las calaveras pertenecían a algún religioso que en vida fue superior, maestro o amigo del que se hacía acompañar por ella. Este hecho era recomendado y necesario para que los religiosos se diesen cuenta que la muerte no es cosa que solamente les sucede a los demás, sino que a todos nos llega, que es incluso hallada por quienes en vida fueron inteligentes, superiores, venerados, amigos, misericordiosos, padres, hermanos... Es decir, incluso a los que en vida creímos estaban tocados y protegidos por Dios y, por lo tanto, exentos de dolores corporales y de vencimientos terrenales.
Si lo antedicho era recomendado y necesario a unos frailes que la mayoría de las veces se dedicaban a la contemplación, y en todos los casos a la contemplación y al trabajo, qué no sería recomendado y necesario para unos monjes que además de dedicarse a la contemplación, al trabajo y a otros menesteres más o menos religiosos, ponían sus vidas diariamente en peligro combatiendo en los campos de batalla para defender la religión cristiana, los intereses de su Rey o la herencia de su feudo. Me refiero, como todos ustedes habrán intuido ya, a los Caballeros Templarios.
Para una persona como yo, no anciano todavía, pero sí lo suficientemente mayor como para haber ido acumulando y estudiando documentos antiguos de los archivos históricos de toda la Europa cristiana, no ha pasado desapercibido el hecho de que hasta que el rey francés Felipe el Hermoso, deseando quedarse con la inmensa fortuna de los templarios, ordenara comenzar la vergonzosa investigación que contra esta orden fue llevada a cabo en Francia con la ayuda de su títere particular el Papa Clemente V, no aparecieron documentos que hablaran de este insólito Bafomet. Y, extraña o maliciosamente, después de que los templarios fueran arrestados, condenados y quemados en la hoguera por herejes, comenzaron a surgir tantos documentos que nos hablaban o describían el maligno Bafomet templario, que más parecían salir de fábricas construidas ex profeso para el caso, que de las remuneradas plumas de los escribanos de la época.
Dejando a un lado las muchas simplezas que han sido escritas hasta hoy sobre el Bafomet, y haciendo una breve parada en las teorías del ocultista Alphonse Louis Constant, más conocido con el seudónimo que él mismo adoptó de Eliphas Levi, cuya descripción del Bafomet más a calado en la mentalidad de historiadores, investigadores y autores de escritos templarios, quien definió el Bafomet en su obra titulada «Dogma y ritual de alta magia», escrita en el año 1852, como un macho cabrio con luengas barbas y puntiagudos cuernos, grandes senos femeninos, mano derecha masculina e izquierda femenina y pies en forma de pezuñas, arribaremos por fin al siglo XXI, donde ya muy pocas personas se tragan las fantásticas descripciones que se nos han ido dando, a través de los tiempos, de un Bafomet, existente sin duda, pero no en la forma que se nos ha querido dar a conocer de gato negro que habla, de macho cabrio que ordena o de medusa cuyos cabellos de sierpes castigaba con la muerte a quienes osaban desobedecer sus siniestras órdenes.
El tiempo pasa, y no pasa en vano, la vida madura al ser humano como a la fruta que pende de los fértiles árboles. Mi condición de hombre madurado por el tiempo, el haber viajado por todas las ciudades de España y Europa, obligado por mis treinta y cinco años de trabajo, hizo de mí un visitador cotidiano de todos los archivos y bibliotecas de los lugares por donde iba pasando. Un coleccionista de fotocopias documentales que fui guardando como oro en paño. Escritos que poco a poco fueron mostrándome la historia e hicieron de mí, sino un experto en la historia de la Edad Media, sí, por lo menos, un buen conocedor de ella. Un modesto conocedor de los entresijos de la historia que, a veces, es requerido por universidades y departamentos de arqueología de España, Francia y Portugal, como asesor, como conocedor mayormente de los temas o hallazgos concernientes a la controvertida Orden del Temple, y de todas las órdenes militares y religiosas que existieron en el mundo.
Hace hoy cuatro meses, día arriba, día abajo, un 
arqueólogo de la región de Murcia que estaba efectuando unas excavaciones en un 
castillo habitado antaño por la Orden de los Caballeros Templarios, me confió 
una piedra que habían encontrado en las mencionadas excavaciones para que yo le 
diera mi sincera opinión. La piedra era lo que hoy muy bien podría ser 
catalogado como un «Bafomet de bolsa», digo un Bafomet de bolsa porque en 
aquellos tiempos los soldados y los monjes carecían de bolsillos, y para llevar 
el dinero y otros enseres de valor usaban una bolsa que llevaban atada con un 
cordel a la cintura. Ver la Fig. 2, una foto que costó mucho trabajo conseguir, 
pero que al fin fue lograda y contorneada en el ordenador por Baltasar Almagro, 
hermano del famoso tenista Nicolás Almagro. 
La piedra mide tres centímetros de ancho por dos centímetros y medio de alto. Y está tallada en una de esas duras piedras que son conocidas como cantos rodados, que tan abundantes son en las márgenes de los ríos, cuyos cuerpos se encuentran pulidos y abrillantados de una forma natural debido a que se han ido redondeando y alisando a través del tiempo a fuerza de rodar impulsadas por las aguas.
La talla fue efectuada a mano, con una daga, estilete o cuchillo de afinada punta, ver la Fig. 3, cuyo imagen ha sido tratada con infrarrojos para conseguir observar con detalle las puntadas de la herramienta usada.
Cuando llegó a mi poder, no encontraba un fundamento lógico que me diera la luz que yo buscaba sobre aquella piedra. ¿Con qué fin habría sido tallada la calavera en ella? —me preguntaba todos los días—. Y por más que pensaba y especulaba, no encontraba una explicación histórica que fuese coherente y lógica, entre otras cosas porque no había hallado, entre toda mi documentación histórica, un hecho parecido a éste. Algún antecedente que diera luz a mis dudas; que me descubriera que esta clase de calaveras labradas en pequeñas piedras eran esculpidas por los templarios con un determinado propósito.
Igual que los papeles no se convierten en 
documentos hasta que alguien escribe en ellos, por muy antiguos que sean, 
tampoco las piedras se pueden considerar como objetos documentales hasta que 
alguien no esculpe sobre ellas. De esta forma es, pues, como el mensaje de las 
piedras, ese mensaje que al principio no vemos por más vueltas y vueltas que le 
demos, nos abre un día su ventana, e igual que ya dijimos en la introducción de 
esta obra, nos muestra toda su belleza. Es entonces cuando la piedra, tal como 
le ocurre a la misteriosa piedra «Andadera» de Covaleda (Soria), que además de 
andar cuando la tocas, habla a quienes tienen la suficiente paciencia para 
conseguir escucharla, comienza a relatarte todo lo que se relaciona con su 
pretérita historia. Y esto ocurre así porque las piedras, los documentos, y 
otros objetos antiguos que han estado archivados, encerrados o enterrados, 
suelen ser muy tímidos y no se atreven a mostrar sus ocultos mensajes más que a 
quienes tienen mucha paciencia con ellos.
Como amante conquistado, tuve, pues, la suficiente paciencia para esperar a que la amada abriese su ventana y me mostrase a través de ella su bello rostro. Y eso fue lo que ocurrió. Un día, la amada abrió la ventana, asomó su hermosísimo rostro a través de ella, y, con una voz dulce y cantarina, comenzó a transmitir la siguiente historia:
Los templarios eran a la vez monjes y soldados. Como monjes estaban obligados a observar todos los deberes de los frailes, y como guerreros, todos los deberes militares que obedecían y acataban los soldados.
El miedo a la muerte era en aquellos tiempos mucho más crecido que en estos. Los heridos tenían que soportar toda la intensidad del dolor porque carecían de analgésicos; los ciudadanos estaban aterrorizados porque presenciaban en las plazas públicas la quema de los herejes, visión ésta, que les encaminaba a pensar que cualquier día los herejes podían ser ellos; los soldados estaban en continua guerra; los pueblos padecían frecuentes y variadas epidemias... Y mientras todo esto ocurría, la Iglesia amenazaba con la muerte, con el juicio final y con el infierno... Adivinándose en sus predicaciones que muy pocos conseguirían la gloria, porque muchos eran los llamados y muy pocos los elegidos...
La carrera eclesiástica y la militar eran las más favorecidas por las predicaciones de la Iglesia. La frase de Lucas, capítulo 22, versículo 33, campeaba sobre los púlpitos de catedrales, grandes iglesias y pequeñas ermitas: «Domine tecum paratus sum et in carcerem et in mortem ire». (Señor, estoy listo para ir contigo a la cárcel o a la muerte). La cárcel simbolizaba la clausura; la muerte la cruzada. Y ambas cosas juntas: la clausura y la cruzada, eran el camino más recto para obtener la salvación eterna. Por esta razón hubo en aquellos tiempos tantas y tantas órdenes militares-religiosas, porque: «Et galeam salutis adsumite et gladium Spiritus quod est verbum Dei», o sea, porque era mejor y más perfecto tomar a la vez el casco de la salvación y la espada del Espíritu, que es la palabra de Dios. (Efe. 6. 17).
El miedo a la muerte invadía el razonamiento humano. El camino para desprenderse del miedo a la muerte, parecía que sólo pasaba por la consagración religiosa o por la profesión militar. Cuanto más se creía en Dios, cuanto más se le defendía de sus numerosos enemigos, más probabilidades tenía el ser humano para hallar la salvación eterna. La convicción de que Dios era el Señor de vivios y muertos hacía surgir la fe en que sólo Dios podía dar la vida de nuevo y un destino eterno en el cielo. Juan lo deja dicho muy claro: «Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en mí, aunque muera, vivirá; y todo el que vive y cree en mí no morirá jamás...» De esta forma se hacía creer en la esperanza de la vida eterna. Y aquellas personas que por las circunstancias que fueran no podía acceder a la ocupación religiosa o a la carrera militar, se dedicaban a hacer grandes donaciones a la Iglesia, obras de caridad o de beneficencia para alcanzar con ello la vida eterna... Los pobres, que eran el único vehículo de salvación de estas últimas personas, además de estar condenados al hambre, al frío, a las privaciones y a las enfermedades, estaban también castigados a sufrir la condenación eterna.
Las numerosas descripciones del infierno con el fin de producir temor y suscitar conversiones provocaron en la Edad Media un penetrante miedo hacia la muerte. E incluso aquellos que optaron por encerrarse en la vida religiosa o de encaminarse a la vida militar, creyendo que con este piadoso acto dejarían de temer a la muerte, no consiguieron jamás su objetivo. La muerte seguía siendo pavorosa tanto para los primeros como para los segundos. Los primeros habían obtenido más tiempo para pensar en ella, y por su condición de frailes o sacerdotes tenían que asistir a toda clase de moribundos, de muerte natural, destrozados por animales salvajes, víctimas de epidemias, de largas y dolorosas enfermedades... Y los segundos se enfrentaban diariamente a ella y veían asustados como caían sus compañeros y como sufrían en el suelo largas horas de agonía antes de morir, unos intentando introducirse los intestinos que llevaban sujetados con las manos nuevamente en la cavidad abdominal; otros teniendo junto a ellos un brazo, una pierna o, incluso, la cabeza que le había sido arrancada de un certero tajo, moviendo todavía los ojos y la boca, como pidiendo a sus compañeros un remedio ya imposible...
La gente se aferraba a la vida como los bebés a los pechos de sus madres. La muerte era terrible, y sus diversas representaciones espeluznantes. Unas veces con guadaña, cuya instrumento agrícola ha quedado desde entonces como símbolo de la muerte; otras veces volando a media noche de ventana en ventana buscando un alma pecadora que se pudiera llevar... El pecador era el novio de la muerte porque la muerte siempre lo estaba rondando... Pero, ¿quién por bueno o justo que sea, se considera a sí mismo un santo? Los alquimistas comenzaron a brotar en la tierra con el bienintencionado propósito de librarse de la muerte y de hallar la inmortalidad eterna. El encuentro de la piedra filosofal era para otros el secreto de la vida eterna vivida, además, con poder, riquezas y sabiduría... Y, por último, el poder de los poderes: el santo Grial. El que tiene el poder de convertir el agua en vino, de multiplicar los peces, de dar salud al enfermo, de resucitar a los muertos y de dar vida y soberanía a quien tenga la suerte de poseer su prodigiosa sangre...
Bajo estos precedentes era necesario que los religiosos perdieran el miedo a la muerte, pues el nacimiento era llegar a la vida y la muerte un jubilosa ascender hacia el cielo. Y si la llegada a este valle de lágrimas era festejada con alegría y celebraciones, la desaparición debería de ser gozosa porque era el encuentro glorioso con Dios, la obtención de la vida eterna en un lugar paradisíaco, lleno de belleza y de bienestar.
La calavera se impuso como perenne compañía entre los religiosos. Su visión preparaba al monje para la hora suprema y le hacia perder el miedo a Satanás, príncipe de la tinieblas, el ángel caído que sometía a sus víctimas por el espanto que hospedaban en sus mentes hacia la muerte, y de quienes podía conseguir, bajo contrato firmado por ambos, sus asustadas almas a cambio de ofrecerles la vida eterna.
Los caballeros templarios, por su condición de monjes, también aceptaron dejarse acompañar en todos los momentos de su vida religiosa por una calavera. Con la admisión de este acto, y sabiendo que Dios les tenía reservado un paraíso lleno de belleza y de bienestar, conseguían los templarios acostumbrarse a la muerte, no temer cuando veían agonizar a un hermano, admitir con tranquilidad su propio tránsito, y perder el recelo que en aquellos tiempos todos los hijos de Dios sentían hacia las mil figuras con que el demonio se presentaba ante quienes estaban expirando, llevando bajo el brazo un contrato de vida eterna para firmar.
Sin embargo, los templarios además de monjes eran soldados, y como tal había veces que estaban fuera de sus conventos semanas, meses, e incluso años. Las batallas en aquellos tiempos eran largas, muy largas. De esta forma fue como nació en ellos la necesidad de esculpir en piedra un Bafomet de bolsa. Con esta idea nunca les faltó su necesaria compañía, pues cuando se hallaban en el convento estaban unidos a una calavera de verdad, y cuando salían de él, lo llevaban en la bolsa esculpido en una piedra que ellos mismos labraban con su puñal durante sus muchas y muy aburridos periodos de espera antes de entrar en batalla.
El famoso Bafomet templario existió. Pero intuimos que si este Bafomet templario era malicioso y, por lo tanto, merecedor de que sus poseedores fuesen condenados a morir abrasados en la hoguera por herejes, nuestras catedrales, nuestras iglesias, nuestras ermitas..., en definitiva, todos los templos del mundo, estarían ausentes de imágenes y pinturas de santos y santas porque la mayoría de ellos hubiesen sido quemados por el hecho de hacerse acompañar tanto de noche como de día por lo que desde hace ya bastante tiempo se ha venido conociendo como un Bafomet templario.
Fuentes de información a citar en caso de que este artículo sea reproducido parcial o totalmente:
Autor: Antonio Galera Gracia
Procedencia: Hispania Incognita – Antonio Galera Gracia – AGUILAR 2005