SAN BERNARDO

 

Bernardo de Claraval nació en el pintoresco pueblo de Fontaine, concejo de Dijon, en el año del Señor de 1090.

 

Cristianamente educado por sus honrados padres, Tescelin, señor de Fontaine y Aleth de Montbard, pertenecientes ambos a la nobleza de Borgoña, sintió desde muy joven una profunda inclinación hacia el estado religioso, y siguiendo los levantados impulsos del alma que parecían una revelación de sus futuros destinos, después de obtener el consentimiento paterno, ingresó en la famosa escuela de Chatillon-sur-Seine que seguía la antigua regla de san Vorles, donde estudio teología, literatura y filosofía.

 

Cuando murió su madre tenía Bernardo diecinueve años recién cumplidos. Y fue entonces cuando, quizás apenado por la muerte de su madre, ingresó en la orden del Cister, una orden que san Roberto había fundado en el año 1098 en el monasterio de Cîteaux, a unas cuatro leguas de Dijon, el pueblo donde vivía Bernardo, con el objeto de restaurar la regla de san Benito en todo su rigor.

 

Vistió Bernardo el hábito religioso en el año 1109. Transcurrido el año de noviciado y suficientemente probada su vocación, profesó en el mismo monasterio durante tres años. Transcurrido este tiempo, san Esteban envió al joven Bernardo al frente de un grupo de monjes con el mandato expreso de fundar una nueva comunidad en el Valle de Absinthe (Valle de la amargura), en la diócesis de Langres. Bernardo y sus acompañantes llegaron a este lugar en día 25 de junio de 1115 y fundaron la nueva comunidad con el nombre de Claire Vallée o Clairvaux, que el santo había cambiado de Valle de la amargura en Claro Valle. Desde aquellos mismos días comenzaría a correr y a popularizarse una frase que crearon sus discípulos que decía: «Bernardus valles, colles Benedictus amabat»

 

Y a la edad de veinticinco años, en esa hermosa primavera de la vida en que todo parece sonreír al hombre, en que el corazón todavía puro se forjan mil sueños de felicidad y de grandeza, y en que la imaginación brillante y soñadora nos presenta alfombrados de rosas y flores los caminos de la vida, Bernardo de Claraval llevó a cabo ese gran sacrificio que consiste en renunciar a los más caros y legítimos derechos inherentes a la personalidad humana para consagrarse irrevocablemente a Dios y comenzar a gobernar un grupo de monjes que habían sido puestos bajo su autoridad. Hermoso sacrificio que solo puede inspirar la religión cristiana, porque sólo ella posee una eternidad de dichas para ser galardonado en la fe.

 

Al poco tiempo de haber sido inaugurado el monasterio de Claraval, el número de discípulos deseosos de ponerse bajo la dirección espiritual de Bernardo eran tantos que hubo que enviar nuevos grupos a fundar otras comunidades para despejar y hacer más habitable el monasterio de Claraval.

 

El santo fue investido como abad definitivamente en el año 1117 de las manos del obispo de Châlons-sur-Marne, Guillermo de Champeaux. Y es en este preciso momento cuando su padre, el anciano Tescelin y sus cinco hermanos varones ingresan todos en el monasterio de Claraval.

 

La influencia de este santo varón comenzó a notarse pronto en los asuntos franceses e incluso en los de la Santa Sede. Defendió los derechos de los pobres; preconizó las potestades de la Iglesia frente a las intromisiones de reyes y príncipes, y recordó a los obispos sus deberes. Y para que se conozca de qué forma lo hizo, voy a dar a conocer un fragmento de su tratado sobre las costumbres y deberes de los obispos que, precisamente por sus acrecentadas acusaciones, no ha sido muy divulgado por la Iglesia de todos los tiempos:

«Se indignan contra mí y me mandan cerrar la boca diciendo que un monje no tiene por qué juzgar a los obispos. Ojalá me cerraran también los ojos para que no viera lo que me prohíben impugnar... Pero, aunque yo me calle, se oirá una voz en la Iglesia: “que no lleven vestidos suntuosos”. Y esto está dicho a las mujeres, a ver si se avergüenza el obispo de que se le aplique también a él... Y clamarán los hambrientos y los desnudos quejándose: ¡nuestro es lo que malgastáis! ¡Vuestras vanidades nos roban lo que nos es necesario!»

En el año 1140, san Malaquías, que regresaba de Roma, al pasar por Francia, se detuvo en la abadía de Claraval. San Bernardo le recibió con claras muestras de alegría porque había oído hablar mucho de él. Y cautivado por su sabiduría y virtudes, entabló con él una sólida amistad que llevó a Bernardo a ser, más tarde, biógrafo del santo.

San Malaquías nació en el año de 1094, en Armagh, región del Ulster. Sacerdote a los veinticinco años, obispo de Connor a los treinta, y poco después arzobispo de Armagh, Dios le favoreció con una inteligencia admirable y con un sentido profético fuera de lo común.

Malaquías quedó tan seducido por la abadía de Claraval y tan estrechamente unido a su abad, que cuando años después tuvo que ir a Roma para solucionar algunos asuntos concernientes a la diócesis que él tutelaba, volvió nuevamente a ella con la esperanza de quedarse unos días en compañía de su íntimo amigo Bernardo. Pero durante el viaje que lo llevaba al encuentro de su hermano, san Malaquías contrajo unas fiebres malignas que lo llevaron a la muerte. Murió en los brazos de san Bernardo, y en la abadía que él había amado hasta el punto de haberle pedido, años atrás, permiso al papa Inocencio II para enclaustrarse en ella. Permiso que le fue negado, aduciendo para ello que su colaboración era para la Santa Sede muy necesaria.

En sus famosas profecías de los papas, san Malaquías comienza con dos papas contemporáneos suyos, Celestino II y Lucio II, y de ahí en adelante va nombrando uno por uno y por orden cronológico todos los papas que han de reinar hasta el fin del mundo.

Según nos dice san Bernardo, san Malaquías profetizó también la fecha de su muerte que se produjo el día 2 de noviembre de 1148, recién cumplidos los 54 años de edad.

Parte de las profecías de san Malaquías fueron escritas en la soledad de una celda del monasterio de Claraval. Todas ellas están fundamentadas en el Apocalipsis de Juan, y este detalle no debió de pasarle por alto al abad, quien sería, años más tarde, el mejor amigo del Temple y su más esforzado defensor. Él fue quien escribió: «De Laudibus Novae Militiae», cuyo texto damos a conocer en el siguiente capítulo para poder comprobar que no es otra cosa que una acentuada alabanza a la milicia del Templo.

Siguiendo con la biografía de Bernardo, quiero detallarte un dato que creo es muy importante para darnos cuenta de hasta que punto el santo estaba atraído por los cruzados que servían en Tierra santa y en especial por sus apadrinados los caballeros templarios. En el año 1135 llegaron alarmantes noticias desde el Este de que Edesa había caído en manos de los turcos, y se temía que Jerusalén y Antioquia siguieran la misma suerte.

El Papa encomendó a Bernardo predicar una nueva Cruzada, y éste tomó el asunto como suyo propio y lo llevó con tanto celo que incluso predicó ante el parlamento de Vezelay, Burgundia. Su prédica estuvo tan inflamada de exaltación y de santidad que el rey Luis el joven, la reina Leonor, los príncipes, los señores y los caballeros que se hallaban presentes, se postraron a los pies del predicador para recibir de sus manos la bendición y la cruz. Y fue aquel acto tan popular que se terminaron las cruces y san Bernardo se vio obligado a cortar en pedacitos su hábito para ir formando todas las cruces que le eran demandadas.

Bernardo de Claraval murió el día 20 de agosto de 1153 a los sesenta y tres años, poco después de haber fallecido su amigo el papa Eugenio III. Desde entonces este santo es el más popular y honrado dentro de la orden del Cister.

San Bernardo fue una persona que alojó en su vida la pobreza y la  humildad para hacerse pobre entre los pobres por amor a Nuestro Señor Jesucristo. Luchó enconadamente para que los clérigos, sobre todo los abades, obispos y arzobispos, llevasen una vida modesta y no de relumbre, honores, cortejos y vestidos de oro y plata. Muchas son las cartas que este santo fraile ha dejado para la posteridad criticando abiertamente el despilfarro que esta clase de líderes eclesiásticos producían en una hora tan sólo para mostrarse en publico; al mismo tiempo que les aconsejaba por el amor de Dios, que dejaran cuanto antes la vida cómoda a la que se estaban acostumbrando y que volvieran pronto a la santidad y rigidez de la antigua regla de san Benito. En una de estas cartas, san Bernardo dice lo siguiente:

«...Nadie se atreve a reprender con libertad cosas que, aunque sean reprensibles, son conformes con la flaqueza humana. Nadie se atreve a indignarse severamente contra otros por cosas en las que uno mismo se muestra blando consigo. Voy a hablar, pues. Hablaré, aunque me tachen de atrevido; pero diré la verdad. ¿Cómo se ha entenebrecido la luz del mundo? ¿Cómo se ha vuelto insípida la sal de la tierra? Aquellos que con los ejemplos de su vida debían ser guías y faros de nuestra vida, ofreciéndonos, al contrario, ejemplo de soberbia en sus obras, se han vuelto ciegos y guías de ciegos. Pues —por callar otras cosas— ¿qué espejo de humildad es ese que nos muestran cuando pasan rodeados de tan grandes procesiones y cabalgatas, con lacayos de largas y peinadas pelucas y tantos cortejos que no parece sino que con el séquito de un abad se podrían formar dos cortejos para dos distintos obispos? Mentiría si dijera que no he visto un abad que llevara en su seguimiento más de sesenta cabalgaduras. Al verlos, dirías que pasaban por allí no abades de monasterios, sino castellanos y príncipes; no pastores de almas, sino señores de provincias. Además de esto, se hacen llevar manteles, vajillas, candelabros, grandes valijas atiborradas no de las ropas necesarias, sino de edredones y otros lujosos adornos para sus lechos. Apenas se alejan cuatro leguas de su abadía, mandan ya por delante la recámara y aun todo su ajuar, como si fuesen a la guerra o hubieran de cruzar algún desierto donde no fuera posible proveerse de lo más preciso...»

Todo lo expuesto anteriormente sobre la vida del santo, nos da una pequeña visión de cómo y de qué forma combatía interiormente en contra de los que siendo clérigos tenían que estar más cerca de la pobreza que de la opulencia, pero para saber hasta que punto llegaba su ardor guerrero en el exterior no hay una forma más positiva que leer el «Libro de la Alabanza a la Nueva Milicia», que san Bernardo escribió a los «Los Soldados del Templo», a quien él consideraba, y de esta forma se dirige a ellos en infinidad de escritos, como «mis hijos queridos».