A través de la historia hemos encontrado autores que han dudado de que
la Regla de los Caballeros Templarios hubiera sido dictada por San
Bernardo y, también, por otra parte, algunos que han aseverado lo contrario. Ni
unos ni otros nos han dado, a mi entender, pruebas que nos hicieran creer en una
o en otra hipótesis.  
Si no fuese suficiente el documento histórico del escribano Juan de
Michaelensis, en el que nos dice, entre otras muchas cosas, que: «...por
mandato del Concilio y del venerable Abad de Claraval, a quien estaba encargado,
y aún le era debido este asunto, merecí, por la Gracia de Dios ser escritor de
la siguiente Ordenanza...» Documento que está rubricado o marcado por más
de 17 dirigentes de la Iglesia, entre los cuales se encontraban Obispos,
arzobispos y Abades; por más 12 seglares, entre los que se encontraban los
condes Teobaldo, Nivernense y Andrés de Bandinento. Y donde se nos dice que
también se hallaban presentes el Maestre Hugo, con Fray Godofrido, Fray Rotallo,
Fray Gaufrido Bisól, Fray Pagano de Monte Desiderio y Archembando de Santo
Amando, Caballeros Templarios...
Pues, como decía, si no fuese suficiente este documento histórico que
ha llegado hasta nosotros a través del tiempo, gracias a personas honestas que
lo guardaron del fuego vengativo o de la destrucción despreocupada de necios
que creían estar haciendo un favor a la Iglesia, descubramos y comparemos cual
era el espíritu de San Bernardo de Claraval:
La regla número XXV, dice: «Si algún hermano quisiera, por mérito o
por soberbia, el mejor vestido, sin duda merece el peor.»
En el año 1150, San Bernardo escribe al Papa Eugenio III, una carta de
la que sacamos el siguiente fragmento: «...Has de promover a los cargos no a
quienes los desean, sino a quienes los rehúsan; no a los que corren hacia
ellos, sino a los que se detienen...»
La regla número XXIX, comienza de la siguiente forma: «Que los
rostrillos, y lazos es cosa de Gentiles, y como sea abominable a todos, lo
prohibimos, y contradecimos, para que ninguno los tenga, antes carezca de
ellos...»
De un sermón que San Bernardo pronunció al pueblo, criticando a los
obispos, hemos tomado el siguiente fragmento: «...Míralos cómo van de
elegantes, de esplendorosos, envueltos en trapos como una esposa que sale de su
tálamo...»
La regla número XXXVII, dice: «De ninguna manera queremos sea lícito a
ningún hermano comprar, ni traer oro, o plata, que son divisas particulares,
tampoco en los frenos, pectorales, estribos, y espuelas, pero si estas cosas les
fueran dadas de caridad, estos instrumentos usados, el tal oro, o plata se le dé
tal color, que no parezca, y reluzca tan espléndidamente, que parezca
arrogancia; si fueran nuevos los dichos instrumentos, haga el Maestre de ellos
lo que quisiera.»
San Bernardo escribió en el año 1125 una serie de cartas para
defenderse de los ataques de los monjes de Clunny, que estaban muy dolidos por
unas críticas que el santo había pronunciado contra ellos unos años antes.
Una de estas cartas, de la que hemos elegido un trozo, dice lo siguiente: «Nadie
se atreve a responder con libertad cosas que, aunque sean reprensibles, son
conformes con la flaqueza humana. Nadie se atreve a indignarse severamente
contra otros por cosas en las que uno mismo se muestra blando consigo. Voy a
hablar, pues: Hablaré, aunque me tacharán de atrevido; pero diré la verdad.
¿Cómo se ha entenebrecido la luz del mundo? ¿Cómo se ha vuelto insípida la
sal de la tierra? Aquellos que con los ejemplos de su vida debían ser guías y
faros de nuestra vida, ofreciéndonos, al contrario, ejemplos de soberbia en sus
obras, se han vuelto ciegos y guías de ciegos. Pues —por callar otra cosa—
¿qué espejo de humildad es ése que nos muestran cuando pasan rodeados de tan
grandes procesiones y cabalgatas, con lacayos de largas y peinadas pelucas y
cantos y cortejos que no parecen sino que con el séquito de un abad se podrían
formar dos cortejos para dos distintos obispos? Mentiría si dijera que no he
visto a un abad que llevaba en su seguimiento más de sesenta cabalgaduras. Al
verlos, dirías que pasaban por allí no abades de monasterios, sino castellanos
y príncipes; no pastores de almas, sino señores de provincias....»
Y en la misma carta que San Bernardo escribió al Papa Eugenio III, que
se cita más arriba, dice: «...Aquél en cuya silla estás es san Pedro, de
quien no se sabe jamás que saliera vestido de sedas o adornado de piedras o
cubiertas de oro...»
Y en un tratado que San Bernardo escribe sobre “Las costumbres y
deberes de los obispos”, dice: «Se indignan contra mí y me mandan cerrar la
boca diciendo que un monje no tiene por qué juzgar a los obispos. ¡Ojalá me
cerrasen también los ojos para que no viera lo que me prohíben impugnar..!
Pero, aunque yo me calle, se oirá una voz en la Iglesia: “Qué no lleven
vestidos suntuosos ni ricas prendas... Y clamarán los hambrientos y los
desnudos quejándose: ¡Nuestro es lo que malgastáis! ¡Vuestras vanidades nos
roban lo que nos es necesario!»
La regla número IV, dice: «Mandamos dar las demás oblaciones,
limosnas, de cualquiera forma que se hagan, a los capellanes, o a otros que están
por tiempo a la unidad del común Cabildo, por su vigilancia, y cuidado; y así,
que los servidores de la Iglesia tan solamente tengan , según la autoridad
comida, y vestido, y nada más, sino lo que cristianamente les diere de su
voluntad el maestre.»
Un escrito de San Bernardo sobre la curia romana comenzaba de la
siguiente forma: «Ayer hablábamos de qué obispos nos gustaría tener para que
nos guíen en nuestro camino; pero no de cuáles tenemos en realidad. Nuestra
experiencia dista mucho de lo que dijimos, pues los que hoy rodean y adiestran a
la Iglesia no son todos amigos de la Iglesia. Más bien son escasos los que no
buscan sus propios intereses. Aman los regalos y no pueden amar igualmente a
Cristo, porque se han dejado atar las manos por el dinero...»