EL PROCESO CONTRA LOS TEMPLARIOS A TRAVÉS DE LA DOCUMENTACIÓN HISTÓRICA
Antes de comenzar a leer, lo 
primero que deberemos saber es que en 
la época que vamos a describir, la distribución de los cargos eclesiásticos 
estaba en posesión de los laicos. 
Las parroquias rurales eran propiedad de las familias de la nobleza que, heredadas de los fundadores de los santuarios, se consideraban con derecho a explotarlas como los demás elementos de su patrimonio y no sólo se apropiaban de las rentas del altar, sino que también nombraban ministros del mismo a un hombre de toda su confianza.
Los efectos de esta clase de feudalismo trajeron consigo el nicolaísmo, es decir, el desorden de las costumbres y la simonía, o sea, el comercio de objetos sagrados con ánimo de lucro y, con más precisión, el tráfico de los sacramentos y la venta al mejor postor de las funciones religiosas.
Para que nos demos cuenta de hasta donde había llegado este lamentable y poco religioso problema, tendremos que decir que cuando el papa Bonifacio VIII subió a la silla de Pedro, lo primero que hizo fue difundir una bula para que el rey de Francia, Felipe el Bello, y, naturalmente, todos los reyes de la Europa cristiana, no pudieran tomar los bienes de la Iglesia en su propio beneficio.
La difusión de esta bula le costó al Pontífice la enemistad con el rey de Francia y, aunque no se sabe muy seguro, porque esa parte de la historia está todavía muy en la oscuridad, creemos que también la muerte, pues se dice que por medio de una persona que era de toda la confianza del rey francés, envió éste al papa Bonifacio VIII unos higos envenenados que acabaron con su vida.
Pero haya algo de verdad o no sobre los higos envenenados, hay que decir que en un libro que fue publicado en Madrid en el año 1855 por un historiador español llamado Wenceslao Ayguals de Izco, en la imprenta de los hermanos Ayguals de Izco, cuyo título es «Los verdugos de la Humanidad», dice este noble señor lo siguiente:
Felipe IV, llamado el Hermoso, debido a la defunción prematura y muy extraña de su hermano mayor, que al comer unos higos envenenados murió, sucedió en el trono de Francia a su padre a la edad de diecisiete años...
Lo que nos hace pensar que si fue verdad lo del papa Bonifacio VIII, este rey sería reincidente, y optaría por los higos para acabar con quienes le estorbaban para conseguir sus propósitos.
La bula que acabamos de mencionar, divulgada por el papa Bonifacio VIII, fue conocida como «Clericis Laicos», y publicada el día 25 de febrero del año 1296. Sus fuentes documentales son: Archivo secreto Vaticano. Registro de Bulas Pontificias. Bonifacio VIII. Libro 18, folios del 109 al 111.
Felipe IV el Bello, en represalia a esta férrea determinación que el Papa había tomado contra los reyes, nobles y señores que se lucraban de los bienes de la Iglesia, y muy especialmente contra él, pues su necesidad de dinero no tenía límite, replicó prohibiendo que bajo ningún concepto saliera dinero ni otras ayudas económicas hacia la Santa Sede.
Seis años estuvieron tanto el rey como los nobles predichos censurando y reprochando todas las actuaciones del papa Bonifacio VIII, y declarando en sus escritos, tanto en los que eran comunicados al Pueblo como los que eran enviados a la Santa Sede, que el poder de un Papa no era ni podía ser nunca superior al de un Rey.
Bonifacio VIII, viéndose acorralado y reprobado, y advirtiendo asimismo que la Iglesia estaba sufriendo un gran quebranto con las continuas críticas del rey Felipe y de algunos nobles que, con toda seguridad, estarían alentados por él, publicó otra bula cuyo nombre fue «Unam Sanctam», o sea, «Una y Santa». La fecha de publicación es el día 18 de noviembre de 1302, y su referencia documental: Archivo Secreto Vaticano. Registro de Bulas pontificias. Bonifacio VIII. Libro, 18. Folio, 387. Y en ella, entre otras muchas cosas, el Papa Bonifacio, decía:
...Mas a la Iglesia la veneramos también como única, pues dice el Señor por boca de los profetas: «Libra mi alma de la espada, y mi vida de las garras de los perros...
Y más abajo sigue diciendo:
Por las palabras del Evangelio somos instruidos de que, en ésta y en su potestad, hay dos espadas: la espiritual y la temporal. Una y otra espada, pues, están en la potestad de la Iglesia, la espiritual y la material. Mas ésta ha de esgrimirse en favor de la Iglesia; aquélla por la Iglesia misma. Una por mano del sacerdote, otra por mano del rey y de los soldados, si bien a indicación y consentimiento del sacerdote. Pero es menester que la espada esté bajo la espada y que la autoridad temporal se someta a la espiritual...
Con estos destemplados antecedentes, y como ustedes habrán podido suponer, el rey Felipe IV el Bello, comenzó a proyectar la idea de que necesitaba en la Santa Sede un papa que fuera un hombre de toda su confianza. Alguien que pudiera ser manejado a su antojo y necesidad. Alguien cuya carrera eclesiástica le fuera debida a él.
No tuvo mucho que pensar. Una vez muerto el papa Bonifacio VIII —ya fuese de muerte natural o no—, que ese es un tema que todavía no está muy claro, fue elegido como su sucesor el papa Clemente V.
Lo primero que hizo este Papa fue trasladar la Santa Sede de Roma a Aviñón, tal vez para que el Rey la tuviera más cerca.
Aquellas personas que han idealizado a los templarios hasta el punto de creer que eran una especie de Rambos, hombres que soportaban el dolor sin proferir queja alguna, han estado siempre muy equivocados.
Los templarios eran personas tan normales como todos nosotros. Esta clase de personas son las que muy a menudo me preguntan por qué los templarios declararon haber cometido herejías, si verdaderamente no las habían cometido. Y cuando yo les contesto que lo hicieron bajo torturas horrendas, ellos se extrañan todavía más y me manifiestan que no llegan a comprenderlo.
Bien, pues para que podamos comprenderlo, quiero ahora que todos ustedes se pongan en el lugar de los templarios que se encontraban encarcelados e incomunicados en las cárceles de la Inquisición francesa.
La Inquisición oficial de la Iglesia comenzó en 1232, por instrucción del papa Gregorio IX. Una vez instituida como oficial, unos países comenzaron a servirse de sus funciones desde el mismo momento de haber sido constituida, y otros después.
En España, por ejemplo, la Inquisición no se estableció plenamente hasta el año 1478, aunque mucho antes de esta fecha, en 1234, ya era aprovechada por la Corona de Aragón y otros reinos españoles. Francia, sin embargo, comenzó a beneficiarse de sus servicios desde el principio.
Las torturas que se practicaban en las dependencias que estaban en poder de la Santa Inquisición eran diversas, pero las más populares por su eficacia fueron «la garrucha, la toca, y el potro».
La garrucha

Este aparato de tortura era bastante desagradable. En él el reo era colgado, sujetado por las muñecas y con grandes pesos atados a los pies. Luego era alzado hasta el tope de la altura y se le dejaba caer de golpe. El efecto era terrible y doloroso. Las articulaciones de los brazos y de las piernas se le dislocaban sin llegar a romperse y un gran dolor recorría todo su cuerpo.
Repitiendo este brutal acto, una y otra vez, los duros verdugos solían hacer confesar a los detenidos.

Conocida también como la tortura del agua, era, aunque menos doloroso que la garrucha, más desagradable y más molesta. Ataban al reo a un bastidor de madera y se le forzaba a abrir la boca. Le metían una toca de las usadas por las mujeres para cubrir la cabeza y, seguidamente, comenzaban a echarle dentro grandes cantidades de agua. La toca se empapaba y producía en el reo una desagradable sensación de ahogo que iba siempre acompañada de angustiosas arcadas que impedían el vómito.
La víctima no podía respirar, se le desorbitaban los ojos y había que ser muy valiente o tener muchas ganas de morir para no confesar cualquier cosa que le exigieran.

Este aparato era diabólico por lo dañino. Acostaban al reo sobre una plataforma compuesta de rodillos de madera y lo ataban fuertemente a ella por el cuerpo y por las extremidades. El verdugo apretaba las gruesas maromas con una polea. Cada vez que el funcionario daba una vuelta, las maromas producían en el cuerpo del reo grandes heridas que solían ser muy dolorosas porque la cuerda, nervuda, seca y tosca, abría el tejido carnoso por medio de fuertes restregones que quemaban la carne, evitando que de ella saliera ni una gota de sangre.
Además de los instrumentos descritos, solían haber otros muchos que usaban los verdugos, como era una silla con puntas al rojo vivo, donde eran sentados los reos; zapatos con afilados punzones en su interior; cintas con agujas que eran sujetadas fuertemente en la cabeza, en los brazo y en los muslos; hierros candentes; tenazas al rojo vivo, con las cuales solían sacar las uñas y los dientes...
Sufriendo año tras año, mes tras mes, día tras día, hora tras hora y minuto tras minuto, estuvieron el gran maestre de la Orden del Templo de Salomón y sus tres lugartenientes durante siete largos años.
¿Quiénes de ustedes, por muy valientes y duros que se consideren, podrían aguantar esta clase de torturas, las veinticuatro horas del día, durante más de siete años?
Un oficial del ejército real que estuvo unos días siendo interrogando en los mismos calabozos que el Gran Maestre de los templarios, y que más tarde fue declarado inocente de los cargos que se le imputaban. Escribió una carta a un tío suyo que militaba en la casa de Templo de la ciudad de Bayona, llamado André Virón. Dicha carta ha quedado en el Archivo Histórico de París. Cajón 7, libro 12, página 30, como mudo testigo de lo que don Jacobo de Molay tuvo que soportar.
La carta, despojada de protocolos y de otras cosas sin interés, dice lo siguiente:
Aquel viejo testarudo mostró en cuantos espantosos suplicios tuvo que sufrir, un valor que excedía a toda ponderación. Sin lanzar ni un solo gemido, sin exhalar una queja, impasible como si su cuerpo hubiera sido de bronce, dejóse sujetar a una columna con cadenas enrojecidas al fuego; le arrancaron una a una todas las muelas y dientes, que conservaba todavía a pesar de sus años; rompiéronle los dedos de la mano derecha falange por falange; le sacaron una a una las uñas de ambas manos y de ambos pies; le pellizcaron todo su cuerpo con pinzas ardientes... Fue mutilado, quemado y desgarrado por espacio de tres días y tres noches sin tregua ni reposo y, además, colgado por los pies...
El contenido de esta carta es muy parecido al de otra carta que fue escrita por el capellán del Coro de la catedral de Notre Dame, don Joahnnes de Blanchefort, y dirigida a su obispo. Sus fuentes documentales son: Archivo de la catedral de Notre Dame, libro 61, página, 43. Un fragmento de la carta, dice lo siguiente:
Me confeso que lo habían torturado durante tantos años, en tal proporción y de tal forma, que si le hubiesen exigido decir que él había sido el asesino de Nuestro Señor Jesucristo, lo hubiera confesado sin dilación alguna por tal de acabar cuanto antes con ese lacerante sufrimiento…»
El proceso fue largo, como ya se ha dicho. La legalidad contenida en los libros de derecho Penal no permitían al Papa condenar a los templarios por vía ordinaria, en primer lugar porque el 70 por ciento de los miembros del tribunal que él mismo había constituido, no encontraban pruebas suficientes para condenarlos; y en segundo lugar porque todas las acusaciones que el mencionado tribunal había conseguido venían de las declaraciones hechas por los propios templarios.
El Papa tenía dos opciones: declararlos inocentes de todos los cargos, o condenarlos por vía de provisión Apostólica, es decir, porque así lo decidía personalmente el Papa.
Pero ya era demasiado tarde para declararlos inocentes de todos los cargos imputados. Los siete años en que las maldades templarias habían estado difundiéndose por todo el mundo cristiano, habían creado tal conciencia en ellos, que por esta causa los templarios no podían ser rehabilitados. El Papa era consciente de ello. Y en vez de abolir la Orden y darle a sus caballeros el permiso pertinente para ingresar en otras, tal como los templarios deseaban, para quitarse prontamente el problema de encima, los condenó por vía de provisión Apostólica.
Esta afirmación es revalidada por el historiador y experto en leyes medievales, el Padre Antoine Henri de Barault y Bercastel en su obra titulada «Historia de la Iglesia», que fue publicada en París en el año 1778 en veinticuatro volúmenes. Allí, el autor, dice:
Según las reglas del derecho, nadie podía ser testigo en su propia causa; los testimonios contra los templarios venían de ellos mismos. La publicidad de estos testimonios los había difamado en términos de que ya no podían subsistir; pero como el Papa no tenía más que las declaraciones de estos caballeros, muchos de los cuales confesaban y negaban alternativamente, no permitía el rigor del derecho fallar de otra manera que por vía de precaución y reglamento apostólico. Y esto fue lo que hizo el papa Clemente...
Todos los templarios que fueron interrogados personal y secretamente, excepto, naturalmente, los detenidos y torturados, declararon falsas todas y cada una de las acusaciones que a ellos les eran imputas en los 88 artículos que fueron presentados en los diversos concilios, coincidiendo cada uno de ellos por separado, en que aquellas confesiones no podían haber sido obtenidas por otro medio que no fuese por la tortura.
Las acusaciones más esenciales que estaban recogidas en estos 88 artículos, a las que todos los templarios que fueron interrogados tenían que contestar, fueron las siguientes: renegar de Nuestro Señor Jesucristo en el acto de aceptación; idolatría; herejía; prácticas obscenas y homosexuales, y secreto de la orden. Y en sus respuestas, lo único que asumen los freiles, capellanes y servidores que fueron interrogados, es lo siguiente:
En este tema hay que tener en cuenta además, que los inquisidores tenían sobre la mesa el libro de la regla y el de los estatutos, por si tenían que consultarlos. Que entre los interrogados se encontraban maestres, comendadores, caballeros, capellanes y servidores; estos últimos, tal como reza uno de los documentos que fueron consultados, sin instrucción alguna porque han tenido que ser interrogados en lengua vulgar, ya que ninguno de ellos sabe latín.
Todos los interrogatorios se efectuaron después de haber jurado el testificador sobre los santos Evangelios. Es decir, todas las preguntadas efectuadas por los inquisidores comienzan de las siguiente forma: El Hermano fulano de tal, de la casa de la dicha Orden del Templo de…, testifica, jura y confiesa sobre los santos Evangelios, con relación a los mencionados artículos…
En cuanto los templarios fueron detenidos en Francia, el rey Felipe IV le escribe una carta a Jaime II. La fecha de esta carta es el día 16 de octubre del año del Señor de 1307, sólo tres después de la detención de los templarios, y en ella dice el rey de Francis lo siguiente:
...Que de acuerdo con el Papa habían ordenado apresar a todos los templarios de Francia, y le aconsejaba que, dados los sacrílegos cargos que se les imputaban, procediese él a hacer lo mismo en sus reinos...
Y para incitarlo a la inmediata detención, en otro lugar de la carta le dice lo siguiente:
...es evidente que en esta confraternidad se están llevando a cabo hechos ocultos contra Nuestro Señor Jesucristo, ya que han sido acusados de realizar maldades y vicios ocultos, como es negar y llenar el rostro del Señor de escupitajos de arriba abajo. Recibir a los aspirantes secretamente con besos obscenos, primero donde termina la espina dorsal, bastante debajo de la cintura; segundo, en el ombligo, y tercero, en la verga. Y de tomar después a los novicios en carnal connivencia, haciéndolo todo como si eso fuese lo más normal de la tierra...
El rey Jaime II, a pesar de haber tenido en el pasado grandes desavenencias con los templarios que protegían su reino, no pudiendo creer tales acusaciones por parecerle monstruosas, escribe al Papa para que éste se las confirme o se las desmienta. La mencionada carta se encuentra en el Archivo de la Corona de Aragón. Cartas reales. Jaime II. Número 45. Y la carta dice lo siguiente:
Reverendísimo en Cristo Padre Clemente, por la Divina Providencia Papa de la Santa y universal Iglesia.
Nos, Jaime, por la Gracia de Dios, Rey de Aragón, de Valencia, de Cerdeña y de Córcega, Conde de Barcelona, porta Estandarte de la Iglesia Romana, Almirante y Capitán General, vuestro humilde y devoto hijo con toda reverencia y honor besa vuestro anillo venerable.
Extraordinarios por demás y muy pesarosos sucesos han llegado a nuestra noticia, ¡ojalá no fueran ciertos! la maldad es muy grande, pues hemos sabido por cartas que sobre este particular nos ha remitido el ilustre príncipe amado y consanguíneo nuestro Felipe, por la gracia de Dios Rey de Francia, que los freyles de la Orden de la milicia del Templo en sus estados, son acusados de ciertos errores perniciosos, y en tanto que se tienen en público con infamia por ciertas enormidades sobre las cuales Santísimo Padre, nos dolemos de corazón, y al saberlo nos causó una violenta desazón, por cuanto desde el principio de esta Orden, según la pública creencia y experiencia de sus hechos la teníamos en muy buen concepto, por la exaltación de la fe católica y aumento del culto cristiano, pues dichos freyles no habían dejado de pugnar contra los enemigos de la fe, y en esto muchas veces morían, siendo así que mientras aquellos freyles de dicha Orden que en nuestros estados y tierras han nacido y conservado hasta ahora la consideración de una limpia fama, según la común reputación de todos, y se han tenido por laudables en público por Nos y se han hecho abiertamente recomendables, y más de una vez les hemos admirado, ignorando si ocultamente hacían alguna cosa, o cualquiera cosa cometían secretamente con la cual impugnasen a Cristo por cuya fe luchaban, o si cometían algún insulto por cuya injuria batallaban, o si ofendían la religión durante su vida a la que en muerte procuraban imitar según la opinión universal.
Por cuyo motivo nuestros progenitores a ejemplo de los cuales se procuraba combatir a los enemigos de la fe, y en unión con ellos se luchaba también hasta que dichos enemigos por la gracia de Dios fueron echados de sus límites, ahora bien si de estos freyles se hubiera tenido una opinión contraria, a tales expediciones no hubieran sido llamados ni admitidos en los reinos y estados nuestros ni tampoco concedidas tantas prerrogativas y posesiones de tierras como hasta el presente se conocen.
Por todo lo cual Santísimo Padre no queremos ejecutar y así lo juzgamos rectamente, el proceder sobre este asunto ni tomar resolución alguna hasta que sepamos por medio de un escrito de vuestra Santidad la verdad de todo.
Suplicamos humildemente a Vuestra Santidad que si acaso halláis en error a dichos freyles, nos lo hagáis saber por escrito, así como vuestra resolución para que Nos podamos obrar con certeza.
El criador de todas las cosas conserve vuestra sagrada persona largos años para utilidad de su santa Iglesia.
Dada en Teruel a 17 de noviembre de 1307.
El papa Clemente contesta a Jaime II el día 22 de noviembre del mismo año. Y en su carta lo anima a que proceda a detener a los caballeros templarios existentes en su reino y a incautarse de todos los bienes que posean.
Cosa que comenzó a hacer el rey Jaime II, en el mismo momento que recibió la carta.
Estos hechos dieron lugar a que la mayoría de los templarios, enterados de estas detenciones, se refugiasen y se hiciesen fuertes en los castillos de Miravet, Ascó, Monzón, Cantavieja, Villel, Castellót y Chalamera.
El rey envía al castillo de Miravet al maestre don Pedro de Queralt, más conocido por su valentía demostrada en un sin fin de batallas como corazón de roble, con órdenes precisas de hacer saber a los rebeldes que tenían que obedecer al Papa deponiendo las armas y sometiéndose al juicio del Inquisidor.
Y en la contestación que el maestre don Ramón de Saguardia da en su nombre y en el de todos los caballeros que le acompañan, podremos percibir el gran temor que sentían los templarios de Aragón, y por ende todos los templarios del mundo, a ser condenados como herejes. La fuente documental de esta carta es Archivo de la Corona de Aragón. Estante 15. Libro 20. Página 12. La carta, de la cual sacamos solamente el párrafo que más nos interesa, dice lo siguiente:
...obedeceremos al Papa, pero le obedeceremos solamente si suprime la orden y nos da libertad para entrar en otra; pero no le obedeceremos si nos condena por herejes. En este caso queremos antes morir que seguir con vida...
A esta carta contesta el Rey ambiguamente, dando una de cal y otra de arena, y en ningún momento les asegura a los templarios rebeldes que si deponen las armas no serán condenados por herejes.
La carta que el Rey le escribe a frey Ramón de Saguardia, que en aquellos tiempos era lugarteniente de la orden del Temple en Aragón y Cataluña, cuyas fuentes documentales son Archivo de la Corona de Aragón. Cartas reales de Jaime II. Templarios. Número 21, es la siguiente:
Don Jaime, por la gracia de Dios rey de Aragón y conde de Barcelona y de todas sus provincias, a vos don Ramón de Saguardia os respondo que nos tenemos la certeza de que vosotros los templarios habéis recibido de nuestros antepasados y de nos mismo muchos bienes y privilegios, y que habéis servido bien tanto a nos como a los nuestros en muchas ocasiones.
Sin embargo, esto que ahora hacemos contra vosotros es lo que todo soberano católico debe de hacer, de la misma manera que en lo sucesivo seguiremos haciéndolo de aquí en adelante, siguiendo el camino de la verdad y de la justicia.
Dada en Alcira bajo nuestro sello secreto el día de Santa Lucía (13 de diciembre 1307).
Por documentos y epístolas se sabe que no sólo los templarios franceses fueron objeto de torturas, sino que también fueron atormentados y mal tratados los de Aragón y Cataluña.
A consecuencia del Concilio provincial de Tarragona, que fue celebrado el día 4 de septiembre del año 1310, donde nadie observó ninguna culpa que se les pudiera imputar a los templarios aragoneses, el rey de Francia vuelve a escribirle al rey Jaime II una nueva carta con fecha 18 de marzo de 1311, cuya referencia documental es Archivo de la Corona de Aragón. Cartas reales. Jaime II. Núm. 84, allí le aconseja el rey Felipe, lo siguiente:
...puesto que en el proceso efectuado por el arzobispo de Tarragona y obispo de Valencia, no ha quedado el tribunal eclesiástico convencido de sus crímenes, os aconsejo que procedáis a torturarlos...
Así debió de hacerlo el rey Jaime II, porque con fecha 3 de diciembre del mismo año, se puede ver también un escrito del monarca dando órdenes precisas de que se proporcionasen medicinas e ungüentos a los templarios que las necesitasen, ya fuese por enfermedad o por haber sufrido tortura.
Si todo lo anterior no fuese suficiente para poder sopesar con qué grado de angustia temían los templarios ser condenados como herejes, y, al mismo tiempo, el miedo que albergaban los corazones tanto del papa Clemente V como del rey Felipe a ser agredidos por los templarios que quedaban libres, veamos esta carta que el Papa le escribe al Rey, para prevenirlo del peligro que ambos creían correr, porque tal como rezaba un refrán de aquella época: «Quien perversamente interviene, cien males teme».
Como no quiero que nadie me pueda tildar de partidista ni manipulador, ya que esta carta es muy poco conocida en los ámbitos templarios, me voy a tomar la libertad de darla a conocer completa para que sean ustedes los que saquen sus propias conclusiones.
Clemente, obispo, servidor de los servidores de Dios, a nuestro muy querido hijo en Jesucristo Felipe, ilustre Rey de los franceses, salud y bendición Apostólica.
Sabiendo que las noticias de la buena salud son agradables para su majestad, os anunciamos que con la ayuda del Todopoderoso, Nos gozamos de una salud plena y excelente, y sabemos con alegría que la vuestra es también buena.
Por la presente queremos hacer saber a su Alteza Real la verdad de todos los acontecimientos que han sobrevenido en el asunto de los templarios, no os quiero esconder que mientras que las condenas hechas contra la orden de los templarios estaban siendo leídas delante de los prelados y otros eclesiásticos que habían sido convocados por Nos, se personaron en la sagrada Asamblea siete caballeros de la Orden de los templarios, en la primera sesión, y dos en la segunda sesión, y en nuestra ausencia se han presentado delante de los predichos prelados y eclesiásticos, y les han comunicado que están dispuestos a defender la orden, asegurando que 1.500 ó 2.000 hermanos de la misma orden, se encuentran ya en Lyon y en sus alrededores, diciendo que todos están dispuestos y reunidos para defenderse.
Aunque estos nueve templarios se habían presentado voluntariamente, Nos les hemos ordenado sin embargo que no hiciesen nada, y les hemos hecho retener en prisión.
Desde entonces hemos creído nuestro deber emplear, para salvaguardar nuestra persona, cuidados más constantes que de costumbre, y hemos creído asimismo que era nuestro deber anunciar estos acontecimientos a su Alteza, con el fin de que la prudencia de su Majestad obre en consecuencia y piense qué es lo más conveniente para la vigilancia de su persona.
Dado a Viena el 11 de noviembre, año sexto de nuestro pontificado (1311)
A todo lo demás hay que añadir la carta fechada en Londres el día 13 de diciembre de 1307, cuya referencia documental es Archivo de la Corona de Aragón. Cartas de Jaime II. Núm. 338, que los templarios ingleses escriben a los del reino de Aragón, donde furiosos por las acusaciones de herejía, animan a éstos y se ofrecen para defenderse con las armas de tales calumnias y falsos testimonios.
Todas estas dudas se acentúan más cuando sabemos que apenas un mes antes de que se ordenara la detención de todos los caballeros de la Orden del Templo de Jerusalén allá donde fuesen hallados, o sea, el 8 de septiembre de 1307, el papa Clemente V y el maestre Jacques de Molay se encontraban ambos en la ciudad francesa de Pictavis, sin que al parecer el Papa tuviese la necesidad de llamar al gran maestre de los templarios para prevenirlo o amonestarlo. Y esto hubiera sido, a mi juicio, lo más lógico y natural, ya que como podemos ver en el documento que a continuación damos a conocer, el maestre Jacques de Molay sigue administrando la orden y promoviendo nuevos preceptores como si no supiese nada de lo que apenas un mes después le sobrevino a la orden. La referencia documental es Archivo de la Corona de Aragón. Pergaminos. Jaime II. Número 2470. La carta dice lo siguiente:
El Hermano Jocobo de Molay, pobre maestre de la milicia del Templo, humilde entre los humildes, se dirige a la fraternal bailía de Aragón y Cataluña en nombre de Dios Eterno.
Por la presente, y deseando que las necesidades religiosas provinciales de ésa queden atendidas en todos los lugares, promovemos al Hermano Jimeno de Lenda, actual caballero preceptor de Orta, para que, como caballero de los nuestros que es, se traslade a esa nuestra bailía de Aragón y Cataluña para hacerse cargo de la prefectura de dicha bailía de Aragón y Cataluña como preceptor de la misma.
Por todo lo expuesto, mandamos a todos los habitantes de ese distrito que reciban y obedezcan a dicho preceptor con el debido respeto y honores porque ha sido nombrado por Nos. Nosotros lo elegimos para que gobierne, administre, premie y, como es preceptivo entre nosotros, corrija y castigue según los estatutos de nuestra religión. Os rogamos, pues, que hagáis lo posible en acogerlo, atenderlo y acatarlo inmediatamente. Ya que es nuestro deseo que sea puesta vuestra devoción en este mandato, cuyos testimonios quedan garantizados por nuestro sello para que sea respetado lo aquí acordado.
Escrito en Pictavis, por uno de nuestros caballeros, siendo el año del Señor de 1307, día 8 de septiembre.
Pictavis es el nombre con que fue conocida en la Edad Media la ciudad de Poitiers, de donde le viene el nombre. Históricamente sabemos que los primeros pobladores de esta ciudad fueron las tribus galas de los Pictones o Pictavos.
Sabemos que el papa Clemente V se encontraba también en la ciudad de Pictavis faltando tan sólo siete días para ser escrita y publicada la bula donde mandaba proceder a la detención de los templarios, porque después de leer el anterior documento escrito por el maestre don Jacobo de Molay, encontramos otro fechado el día 6 de octubre del mismo año, apenas un mes después de haber sido escrita la carta del maestre que hemos dado a conocer, en el cual el papa Clemente V ordenaba al Patriarca de Sant Egidio que procediera enérgicamente contra algunos canónigos que habían sido hallados culpables de graves ofensas hechas al obispo Pola Oddone.
El documento aludido puede ser encontrado en la Biblioteca Nacional del París, libro 503, folio: 20. Documento este que, como ya hemos dicho, también está fechado en Pictavis el día 6 de octubre del mismo año, lo que nos lleva a pensar que si Papa y maestre se encontraban en la misma ciudad y en las mismas fechas y no hablaron, es porque el Pontífice no estimó necesario o no se dignó prevenir al maestre del grave peligro en que se encontraba.
La Orden del Templo de Jerusalén fue condenada siendo inocente de todos los cargos que les fueron imputados. Hoy podemos saberlo; ayer no. Ayer fue un suceso que espantó a todos los cristianos del mundo por la importancia y calidad moral demostrada durante más de dos siglos por los condenados. Nadie podía creer que tantos delitos, quebrantos, transgresiones, crímenes y falsedades, hubiesen sido obrados por unos caballeros que no habían cesado en ningún tiempo de derramar su sangre para el engrandecimiento de la religión cristiana, de sus papas y de sus reyes.
Siete largos años dilucidando si la Orden del Templo de Jerusalén era o no era culpable de los cargos imputados; siete largos años sin llegar a un común acuerdo, ya que la mayoría de los prelados y auditores repetían una y otra vez que no encontraban suficientes pruebas para condenarlos... Siete largos años haciendo sufrir mediante torturas y vejaciones a los templarios que tenían presos en las mazmorras francesas. ¡Triste final de unos hombres cuya única culpa fue atesorar riquezas para sostener las necesidades monetarias de los papas y de los reyes! Pues se sabe con toda certeza que de las riquezas que los templarios custodiaban, jamás tomaron para ellos nada. Al contrario, a las riquezas conquistadas o adquiridas con su productiva administración, se sumaron las que ellos personalmente aportaron en su vida o legaron en su muerte de su propio patrimonio personal o familiar…
Y ya, para terminar, creo que sería conveniente hacerlo con aquella oración que los templarios tenía que rezar todas las noches antes de acostarse. La letra de esta oración nos deja ver, muy a las claras, el espíritu religioso y la búsqueda del Reino a través de la batalla y de la vida monástica. Esta oración, cuya referencia es Archivo Nacional de París. Templarios. Libro de oraciones. Página 4, dice lo siguiente:
Pongo en vuestras manos Señor, el ser que me habéis dado; este ser que ha de cesar por la muerte en el mismo instante que Vos lo dispongáis. Acepto desde ahora esta muerte con sumisión y espíritu de humildad, en unión de la que sufrió mi Señor Jesucristo; y espero que con esta aceptación mereceré vuestra misericordia para salir felizmente de ese paso tan terrible. Deseo, ¡oh Dios mío!, haceros por mi muerte, batallando contra los infieles, un sacrificio de mí mismo, rindiendo así el debido homenaje a la grandeza de vuestro ser por la destrucción del mío. Y con esta esperanza acepto gustoso todo lo que tiene el campo de batalla de horrible. Consiento, ¡oh Dios mío!, en la separación del alma de mi cuerpo, en castigo de lo que por mis pecados me he separado de Vos. Acepto, Señor, que mi cuerpo sea escondido en la tierra y pisado para castigar el miedo que a veces he tenido al enfrentarme a vuestros enemigos: acepto la soledad y horror del sepulcro, para reparar las críticas que haya pronunciado contra mis superiores: acepto, en fin, la reducción de mi cuerpo a polvo y ceniza, y que sea pasto de los gusanos, en castigo del amor que le tengo a la vida. Reparad Vos las injurias que os he hecho, destruid este cuerpo de pecado, este enemigo de Jesús, estos miembros de iniquidad que a veces se han negado a matar a un enemigo... A todo me sujeto, ¡oh Dios mío!, como también a la sentencia que vuestra divina justicia quiera dar a mi alma en el momento de mi muerte.
Amén
 
Antes de terminar de analizar el proceso contra los templarios, quisiera hace un breve inciso para desvelar algo que a todos ustedes estoy seguro que les va a interesar conocer.
Una de las preguntas que más me han sido hechas a lo largo de mi vida literaria, ha sido la siguiente: ¿Si los templarios estuvieron al servicio de diferentes reinos, tendrían que enfrentarse en batalla entre ellos cuando estos reyes luchaban entre sí?
La respuesta es no. Uno de los pocos requisitos que los templarios exigían a los soberanos bajo cuyo autoridad ponían sus armas, era la de que ellos venían a luchar contra el moro, pero nunca contra sus hermanos de armas.
Al principio, y como quiera que exceptuando el reino de Aragón, muy pocos reinos españoles tenían bajo su mando milicias templarias, no hubo grandes problemas para que los reyes respetasen esta cláusula. Sin embargo, más tarde, cuando los templarios ya comenzaron a poner sus armas al servicio de diferentes reinos españoles, este requisito comenzó a ser un incordio para los monarcas. Todos exigieron a los templarios que luchasen contra quienes eran sus enemigos, ya se tratase de moros, cristianos, otras órdenes militares o, incluso, contra sus propios hermanos de orden y armas. El rey don Alfonso II, apodado el Casto, por ejemplo, firmó primero un tratado con el rey don Alfonso VII de Castilla, y más tarde, por un quítame allá esas pajas, se revolvió contra él aliándose con los monarcas de León, Portugal y Navarra. Teniendo en cuenta que algunos de estos reinos mencionados ya contaban con la ayuda y protección de las milicias templarias.
Ante este inesperado inconveniente, los soldados del Templo se reunieron en Capítulo y decidieron poner en antecedentes de tal irregularidad a la Santa Sede.
A consecuencia de este escrito, el papa Celestino II (1130-1143), deseando que hubiese paz entre los reyes y príncipes cristianos, mandó al rey Alfonso II y a los demás reyes de España un escrito donde se les decía
...que no guardasen paz ni tregua contra los moros, y que conviniendo amigablemente entre ellos tornasen de nuevo a sus guerras y enemistades contra ellos...
No debió de producir mucho efecto esta bula entre los reyes españoles, ya que cincuenta y cuatro años después el papa Celestino III (1191-1198) se vio obligado a publicar otra bula fechada en Letrán el día 29 de marzo de 1196, en la que recomienda muy encarecidamente al rey don Sancho el Fuerte a unirse a los demás reyes españoles, especialmente a los de Castilla y Aragón.
Más tarde, el papa Honorio III (1216-1227), en un documento que se encuentra en el Archivo de la Corona de Aragón, fechado en Letrán el día 22 de noviembre del año del Señor de 1222, libro I, página 111, ordenaba lo siguiente:
...que los individuos pertenecientes a la milicia del Temple no están obligados a tomar armas en las guerras que los cristianos mantienen entre sí, y que sólo están autorizados a guerrear contra los infieles...
Estos escritos papales, aunque nos parezca un poco raro, produjeron en los diferentes reinos de España un efecto bastante favorable. Los reyes comenzaron a pensárselo dos veces antes de atacarse los unos a los otros. A consecuencia de lo cual principiaron a firmar acuerdos de ayuda y de no agresión mutua.
Poco duró la armonía entre los reyes cristianos. En el año 1300 el joven rey de Castilla don Fernando, hijo de Sancho IV, apodado el Bravo, fuertemente escoltado por poderosas tropas —entre las cuales nos consta que no venían milicias templarias—, llega a las fronteras que delimitan su reino con el de Aragón. El rey Jaime II se puso muy nervioso y mandó, sin pérdida de tiempo, que las tropas de Aragón se preparasen para defender el reino de cualquier ataque.
Siendo informado el rey Jaime por sus agentes secretos que las tropas que traía el rey de Castilla eran muy superiores a las que él había podido reclutar, ni corto ni perezoso escribió una carta al maestre general del Temple de Aragón, y sabiendo que éstos siempre se habían negado a luchar entre ellos, le amenaza diciéndole que si se niega a cumplir sus órdenes procederá contra los bienes de la Orden y contra los caballeros que rehúsen la pelea. Este es el documento:
Jaime, por la gracia de Dios Rey de Aragón, conde de Barcelona y de todas sus provincias, al varón religioso que tiene las veces del Maestre del Temple en Aragón. Salud y gracia.
Habiendo llegado a nuestro conocimiento que Fernando, hijo de don Sancho de Castilla, accediendo temerariamente con gente armada a pie y a caballo contra estas partes, con la intención de invadir nuestro reino de Aragón, de tal modo que ya ha llegado hasta las fronteras con Castilla; e intentando Nos resistirle con fuerza y varonilmente habíamos mandado prepararse a nobles, mesnaderos, soldados y demás gente de este reino y debiendo vosotros en este caso ayudar para la defensa de nuestro reino, por ello os requerimos, decimos y mandamos firme y expresamente que inmediatamente al recibo de la presente os preparéis con los caballos, armas y aparatos de guerra, que vuestra Orden tiene en el reino de Aragón, de modo que inmediatamente que seáis requeridos por Nos u os llegue del modo que sea el anuncio de que los susodichos enemigos nuestros han llegado contra estas partes, accedáis a nosotros sin demora alguna en donde quiera que nos halláremos, sin esperar ningún otro mandato nuestro; sabiendo que si obrareis de otro modo, procederemos como fuere de justicia tanto contra vosotros y contra los bienes de dicha Orden como contra los caballeros que se niegan inhumanamente a pelear por la patria.
Dado en Zaragoza, a 16 de agosto de 1300.
En contestación a esta carta, el maestre general del Temple en Aragón, respondía lo siguiente:
Nuestra patria, señor, se encuentra en Jerusalén, donde nacimos y nos criamos. Allí aprendimos que nuestra lucha es contra los enemigos de Cristo, nunca contra nuestros Hermanos que son, igual que nosotros, enviados de la Iglesia y defensores de Nuestro Señor Jesucristo...
Jaime II, como hemos visto en El Proceso Contra los templarios, no olvidó nunca esta insolencia.