AMOR A LA CRUZ

La Santísima Cruz de Caravaca, orgullo de los Caravaqueños y buque insignia de la historia de la Región de Murcia, a cuya sagrada intervención se le debe —confesado y escrito por cuantos reyes gobernaron Castilla—, abundantes victorias contra los musulmanes de Granada, así como la reconquista y unidad de toda España, ha ido soportando, durante su larga estancia entre nosotros, diferentes formas de donaciones. El Rey Fernando el Santo la dotó de ministros que la sirviesen y de nutrida guarnición militar para que la guardase y la defendiese... Pero conforme los reyes fueron sucediéndose, las ayudas también fueron menguando.

El Rey Felipe III concedió a la entonces villa de Caravaca para los gastos de manutención de la Real Capilla, siete mil ducados anuales, que fueron impuestos sobre el Marquesado de Espinardo. Pero como el marqués conforme pasaba el tiempo iba rebajando el pago, la cuenta se fue reduciendo de  tal forma que a los pocos años la Real Capilla no contaba con más renta que la escasa suma de dos mil reales anuales.

Ante este grave inconveniente, que dejaba al administrador de la Capilla en el más absoluto abandono, el padre Luis Ferrer, de la Compañía de Jesús, pidió al rey les fuese concedido el privilegio de que todas las asaduras y cabezas de las reses que se matasen en la carnicería de dicha villa para el abastecimiento de sus vecinos, se vendiesen al precio de la carne y que el beneficio que este acto produjera fuese para la administración de la Real Capilla.

Esta solución fue del gusto del rey porque autorizándola aliviaba sus arcas y, naturalmente, la aprobó. Era tan buena esta solución para los reyes, que el Rey Carlos II la prorrogó sin poner en ella ninguna pega; el Rey Felipe V hizo lo mismo, y el Rey Fernando IV, no sólo la continuó, sino que la concedió a perpetuidad. En una Carta que este rey envía a don Juan Pedro Navarro, apoderado en aquellos tiempos de la villa de Caravaca, le dice, entre otras cosas, lo siguiente:  

«...Se acordó expedir esta nuestra carta, por la qual, teniendo consideración a los motivos presentados por la villa de Caravaca y a las limitadas rentas con que se halla hoy reducida la Santísima Cruz, concedemos licencia y facultad perpetua a la propia villa, para que, sin incurrir en pena alguna, las cavezas y asaduras de todas las reses que pesaren en el matadero de ella para el público abasto, se venda cada pieza por el precio que tiene la libra de carne, sin beneficiarlas en añadiduras en la carne, y que revajados los veinte y dos maravedies, que por cada pieza parece recibe el Abastecedor, el sobrante lo perciba el Fabriquero de la Real Capilla, por las certificaciones que deberá dar el Fiel de Carnicerías: y así mismo el permiso de pedir limosna en todo el obispado de la ciudad de Cartagena y pueblos de las Órdenes Militares comprendidas en su territorio, para lo que puede dicha villa de Caravaca otorgar los poderes correspondientes a la persona, o personas que tengan por conveniente: cuyos efectos de esta gracia se distribuyan en la manutención de Capellanes, provisión de Vasos Sagrados, ornamentos, alajas, y demás cosas que se ofrezcan como necesarias al culto de la Santísima Cruz, según lo tuviese la villa por más proporcionado...»

Desde el año 1610 hasta el fin del reinado de don Alfonso XIII en que desapareció el mencionado privilegio, cuántas cabezas, cuántos hígados y cuántos despojos habrán comido los vecinos de Caravaca para que hoy los murcianos podamos presumir de la Cruz y el Mundo entero ganar el jubileo por su santa mediación.

Si hoy la Cruz de Caravaca es venerada y conocida por todo el mundo, y uno de los cinco lugares santos que existen en él, es gracias al amor, sacrificio y dedicación que los caravaqueños de todos los tiempos demostraron hacia su santa y adorada reliquia, por cuya conservación no escatimaron en ningún tiempo sacrificios, riesgos ni penalidades; demostrando a quienes estudian su historia, que el amor hace fáciles las acciones más difíciles; que la fe une personas y que la felicidad de la vida cotidiana de un pueblo, se encuentra en la defensa pretérita de lo que se ama, no como un desagradable trabajo, sino como un deber y un placer. Tal vez por esto, alguien dijese una vez, que todo pueblo tiene lo que se merece.

 

 

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