El problema de las guerras
actuales ha adquirido tales proporciones, por obra y gracia de la nuevas armas
científicas y bacteriológicas, que nos han llevado a preguntarnos si es
posible considerar ya lícita cualquier guerra, ofensiva o defensiva.
Sin embargo, si echamos la vista
atrás, nos encontramos con que la guerra es tan antigua como el hombre, y que
los deseos de paz, esos deseos que en la mayoría de nosotros han salido a flote
durante estos pasados días, son tan antiguos como la misma guerra.
La guerra, como todas las
violencias, se halla en pugna con la ley del amor y de la fraternidad humana. El
Concilio Ecuménico Vaticano II, concretamente en el documento denominado
Gaudium et Spes. 80, dice: «Toda acción bélica que tiende
indiscriminadamente a la destrucción de ciudades enteras o de extensas regiones
junto con sus habitantes, es un crimen contra Dios y contra la Humanidad, que
hay que condenar con firmeza y sin vacilaciones.»
Así, pues, el cristianismo
encierra la culminación de la teoría de la paz, pues aunque los evangelios no
reprueban la guerra expresamente, la doctrina de amor que contiene es, en
realidad, una condenación tácita hacia la guerra.
Los sentimientos cristianos y las reclamaciones de las
doctrinas pacifistas dieron origen a la primera Conferencia de la Haya,
celebrada en 1899, en la que se pacto una Convención para el arreglo pacífico
de los conflictos internacionales, confirmada, con algunas modificaciones, en
1907. Y se instituyó un Tribunal permanente de arbitraje, que comenzó a
ejercer sus funciones el día 15 de septiembre de 1902.
A fin de que ese Tribunal
pudiese llevar a buen puerto y de forma conveniente su elevada misión, un
millonario norteamericano, Andrew Carnegie, donó generosamente la cantidad
necesaria para que se construyera un edificio, que pasaría a ser llamado: El
Palacio de la Paz, con sede en la Haya (Holanda), que fue solemnemente
inaugurado, asistiendo al acto la reina Guillermina de Holanda y Andrew Carnegie, el día 28 de Agosto de 1913.
Alberga este «Templo de la
Paz», como familiarmente se le ha venido conociendo, la Corte Internacional
de Justicia, La Corte permanente de Arbitraje, la Academia de Ley Internacional
y una extensa biblioteca de leyes internacionales.
¡La paz para el mundo había
llegado! —afirmaban todos los habitantes de la tierra, con inmenso gozo y
extraordinaria alegría—. Pero la alegría y el gozo del mundo, duró muy
poco, ya que un año después de haber sido inaugurado El Palacio de la Paz,
estalló la gran guerra Europea. Y durante los cuatro años que perduró la locura de la
primera guerra mundial que sufrió el mundo entero desde 1914 hasta 1918, hubo
diez millones de muertos identificados, tres millones de desaparecidos y trece
millones de víctimas entre la población civil. El total de las víctimas
ascendió a 26 millones, a las cuales hay que agregar unos ocho millones de inválidos
y veinte millones de heridos... Y faltan todavía enumerar los 800.000 muertos
de hambre, el número incalculable de enfermos, arruinados y niños que quedaron
huérfanos
Se eligió para este edificio el nombre de Palacio
de la Paz para
expresar la gran importancia que envuelve el constante intento de resolver
desacuerdos y mantener la paz en el mundo, pero ni el influjo de este Templo
de la Paz, ni
las lamentaciones que surgen de una gran mayoría de los habitantes de la
tierra, han valido nunca nada desde que el mundo fue mundo... ¿Qué extraño
poder será entonces el que promueve las guerras?