HISTORIA DE LA PATATA

 

INTRODUCCIÓN

 

Francisco Pizarro, en 1535, después de sentar sus reales en el valle de Jauja, fundó la que es en la actualidad floreciente capital del Perú. En un principio fue llamada Ciudad de los Reyes; posteriormente se le dio el nombre de Lima, que es corrupción del sustantivo quechua «Rimac», que significa «hablador» porque, según la leyenda, había en el lugar un oráculo que hablaba y daba sabias respuestas.

         Fue Lima capital del vasto virreinato que luego se subdividió para formar los de Santa Fe y Buenos Aires. Desde su fundación, los españoles le asignaron un puesto importante, dándole la misma preferencia que a las más prestigiosas ciudades de la Península Ibérica.

Se encuentra Lima ubicada sobre ambas orillas del río Rimac, a diez kilómetros de distancia del océano Pacífico y unos pocos más de su puerto, el Callao, con el que está unida por excelentes caminos e importantes vías férreas.

         El clima de Lima, suave y sano, acusa dos estaciones nítidamente marcadas: invierno y verano. La atmósfera esta allí siempre saturada de humedad, lo que se torna más sensible en los meses de invierno, haciendo más molesto el frío.

Los visitantes que llegan a Lima se sienten embelesados ante la belleza arquitectónica de la ciudad porque no ha perdido todavía el sello de sus primeros tiempos. Largo resultaría describir estos edificios, sólidos y armoniosos, complementados por frondosas alamedas que son otra de las características limeñas.

La catedral habla del lujo y del espíritu religioso que allí los misioneros españoles dejaron en su desenfrenado afán por salvar las almas de aquellos desventurados que no conocían al Dios verdadero. Porque tal como dice el apóstol en 1Tim 4:16. «Ten cuidado de ti mismo y predica la doctrina; persiste en ello, pues haciendo esto te salvarás a ti mismo y a los que te escuchan...»

 

DON FRANCISCO DE XEREZ

Por aquello de que lo malo ha de quedar entre nosotros y lo bueno hay que darlo a conocer a los cuatro vientos, sea tal vez por lo que la anécdota que a continuación vamos a rescatar de los interesados anales del olvido haya sido tan escasamente conocida y tan amordazada por los historiadores y cronistas de todos los tiempos.

En el año 1534, con el privilegio correspondiente, don Francisco de Xerez, uno de los primeros cronistas de la conquista del Perú, publicó un libro que fue titulado: «Verdadera relación de la conquista del Perú».

La mencionada obra fue muy bien acogida por el público español en general, y también por muchos países extranjeros.

De ella se hicieron, nada más y nada menos, que diez ediciones. La primera impresa en Sevilla en el año 1534; la segunda en Venecia en el año 1535; la tercera en Milán en 1535; la cuarta en Salamanca en 1547; la quinta nuevamente en Venecia en 1555; la sexta en Madrid en 1749; la séptima en París en 1749; la octava en Alemania en 1847; la novena en Londres en 1872, y la décima en Madrid en 1891.

A pesar de haber sido publicadas diez ediciones de esta obra, su autor, o sea, don Rodrigo de Xerez, es hoy tan desconocido como lo era en aquellos tiempos. De ahí tal vez sea por lo que el editor de la última edición, esto es de la décima edición publicada en el año 1891, gentil hombre de la villa de Madrid tenga que introducir en ella una pequeña relación biográfica de don Francisco de Xerez para decirnos de él lo siguiente:

 

La vida de Francisco de Xerez es tan desconocida de todos los eruditos, como la de tantos hombres ilustres que florecieron en España en el siglo XVI.

                   No se sabe de él más que lo que su modestia permitió que se diese a la luz. Por las quintillas impresas al fin de la edición hecha en Sevilla en 1534, se deduce que Francisco de Xerez nació en Sevilla en 1504. Fue hijo de Pedro de Xerez, ciudadano honrado que le educó como correspondía a su clase. Se embarcó cuando apenas contaba quince años para las Indias, donde por su bizarría, buen comportamiento y aplicación llegó a ganarse la simpatía de Pizarro, y acompañándole en todas sus expediciones, logró que le nombrase su secretario.

                   Desde el año 1510, en que empezaron sus aventuras, hasta el año 1532, pasó muchos trabajos y vivió en la más completa miseria; mas el año 1533, en que se verificó la captura de Atabalipa, le cupo en suerte, como premio a sus buenos servicios, un botín o repartimiento de ciento y diez arrobas de buena plata, y expresó que trajo este caudal en nueve cajas.

                   En el año 1534 volvió a su patria y retirado de la vida militar, hizo imprimir la relación de la conquista del Perú, que trajo escrita de orden de Pizarro, para entregársela al emperador.

                   En su larga estancia en las Indias había trabado amistad con el entonces cronista de las Indias, Gonzalo Fernández de Oviedo, y como en el verano de 1534 se encontraron los dos amigos en Sevilla, Oviedo le aconsejó que dirigiese al emperador una epístola en verso. Xerez jamás había compuesto en verso y dijo a Oviedo que le era imposible hacerlo, pues no sabía. Entonces Oviedo se brindó a componer dicha epístola, y sin duda más adelante hubo de arrepentirse, pues en la edición de Salamanca, 1547, se suprimieron todos los versos que redundaban en pro de Xerez.

                   De dichos versos resulta que Francisco de Xerez fue varón de vida honesta, virtuoso y caritativo, pues al imprimirse su obra llevaba ya dados de limosna mil y quinientos ducados sin contar muchos socorros y auxilios que a las personas necesitadas repartía a escondidas.

                   Si en su obra no encuentran los eruditos y hombres de ciencia citas de autores ni de hechos que se apoyen en documentos justificados, bueno es que tengan en cuenta que es libro escrito sobre el campo de batalla y en el mismo día en que se verifican los sucesos, y ninguna cita o documento puede dar más garantías que la relación escrita por un testigo ocular, que interviene como actor importante en los sucesos que refiere.

                   Francisco de Xerez fue un historiador español de primera mitad del siglo XVI, que no cita ninguna obra de españoles ilustres, lo que prueba que España siempre fue ingrata con los hombres que más contribuyeron a enaltecer sus glorias.

 

LA CONQUISTA DEL PERÚ

 

Siguiendo con el hilo que anteriormente dejamos, don Rodrigo de Xerez nos dice en su obra lo siguiente:

 

Otro día fueron el capitán y su gente a otro pueblo que se dice Conchucho, que son cuatro leguas de camino muy agrio.

                   Este pueblo está en una hoya; media legua antes que lleguen a él va por un camino muy ancho cortado por peñas, hechos en la peña escalones; hay muchos malos pasos, que servirían de fuertes si hubiese defensa. Partiendo de allí el capitán y su gente, fueron a dormir a otro pueblo, llamado Andamarca, que es donde se apartó para ir a Pachamarca; a este pueblo se vienen a juntar los dos caminos reales que van al Cuzco. Del pueblo del Pombo a este hay tres leguas de camino muy agrio; en las bajadas y subidas tiene hechas sus escaleras de piedra; por la parte de ladera tiene su pared de piedra porque no puedan resbalar, porque por algunas partes podrían caer, que se harían pedazos; para los caballos es gran bien, que caerían si no hubiese pared. En medio del camino hay un puente de piedra y madera muy bien hecho, entre dos peñoles, y a la una parte del puente hay unos aposentos bien hechos y un patio empedrado, donde dicen los indios que cuando los señores de aquella tierra caminaban por allí, les tenían hechos banquetes y fiestas con un suculento manjar que ellos crían en sus tierras...

 

LA ANÉCDOTA

 

En este pueblo, y según podemos saber por retazos escritos por otros cronistas y soldados que también estuvieron allí, sufrieron las tropas españolas que iban al mando del capitán Pizarro una extraña enfermedad que durante mucho tiempo estuvieron atribuyendo a una maldición de los indios.

         Ocurrió que durante el tiempo que los soldados estuvieron pernoctando en aquel lugar, se dieron cuenta de que los agricultores indios se comportaban con mucho secreto.  Desde el mismo día en que éstos llegaron, los indios descansaban de día y trabajaban de noche. Parecía como si quisiesen ocultar algún secreto tesoro.

         A la tercera noche de estar en el mencionado pueblo, el capitán encargó a dos de sus mejores y más jóvenes soldados que, procurando no ser descubiertos, siguieran a los agricultores indios y se percatasen con todo detalle de qué era lo que hacían, y qué clase de riquezas arrancaban de la tierra.

         Al día siguiente los dos soldados comunicaron a su superior que lo que los agricultores tomaban de la tierra debía de ser un tesoro que no querían compartir con nadie, tal vez porque fuese «fuente de juventud eterna» o, quizás, porque era un manjar propio de dioses.  Explicaron que mientras unos vigilaban y se mantenían de pie, otros llenaban unas canastas que éstos llevaban a las espaldas, tomando de la tierra unos alimentos que parecían muy buenos para comer, y que después desaparecían ocultándose por entre los peñascos con su carga.

         Aquel mismo día el capitán envió a esos dos mismos soldados con la orden de que se desplazasen al sitio donde la noche anterior habían visto hacer eso a los indios, y les encareció, que sin ser vistos por ellos, tomaran suficiente cantidad de aquel secreto producto para que toda la compañía pudiese disfrutar de él.

         Al día siguiente no había ni un solo soldado que no padeciese diarrea. Las salidas hacia los descampados que había alrededor de la casa que habían elegido para montar su cuartel general, eran continuas. Las tripas andaban tan sueltas que algunos creyeron tener algún extraño animal vivo y gruñón dentro de la barriga.

         Creyendo que todos eran víctimas de algún maleficio que les llevaría directamente hacia la muerte, si antes no encontraban un antídoto que detuviera el infierno que estaban sufriendo, tomaron como rehén a uno de aquellos agricultores indios y se fueron con él hacia las plantaciones.

         El indio, para saciar cuantas preguntas por señas los oficiales le estaban haciendo, se agachó, arrancó una de las muchas matas verdes y altas que crecían por doquier, y después, escarbando con sus manos, sacó de la tierra cinco patatas rojizas y tiernas. Luego encendió un fuego, las asó y las dio a comer a los soldados. Todos coincidieron en que, si aquel manjar no era «fuente de juventud eterna», si era lo mejor y más sabroso que habían comido mientras estuvieron por aquellos pueblos. Más todavía cuando observaron que la diarrea cesó comiendo patatas asadas.

         La diarrea les había sobrevenido porque los soldados que fueron a coger el alimento, en vez de tomar la raíz, tomaron para guisarlas y comerlas, como si fuesen acelgas, las matas llenas de flores de las patatas.