Mel
Gibson ha vuelto a demostrar en la película enunciada como título de este artículo,
que es un verdadero mercader de sensacionalismo. Sin mencionar si en la película
se desperdiga o no el polvo del antisemitismo, o introducirme en cualesquier
otro esparcimiento siempre peligroso que pueda llevarme a tener que defenderme
luego ante réplicas furibundas provenientes de personas que todavía creen que
fueron los romanos quienes condenaron a Jesús de Nazaret, mientras los judíos
se lavaban las manos, quiero manifestar, sin embargo, como teólogo y profundo
estudioso del tema, que quien o quienes asesoraron a Mel en lo concerniente a la
abundante sangre que sobre el cuerpo de Cristo chorrea después de ser azotado,
se equivocaron de principio a fin.
Sobre el tema comenzado, sabemos que los
flageladores o verdugos romanos conocían perfectamente la estructura anatómica
humana. Eran preparados minuciosamente para castigar de tal forma, que al
castigado se le quitasen para siempre las ganas de reincidir. El hecho que
convierte en verdad el atribuido conocimiento de anatomía a estos azotadores,
es que ningún azotado salía de sus manos llevando en su cuerpo ni una sola
gota de sangre. Los diversos estudios que se han llevado a cabo sobre escrituras
hebreas o romanas, que citan a infractores azotados por los romanos, nos
expresan claramente que en todos ellos fue respetada la zona pericardio para no
causarle una muerte inmediata. Llevándose a cabo este castigo con los flagelos
romanos «flagrum taxillatum» que, en sus diversos modelos, todos estaban
formados por bolas redondas de plomo unidas a unas tiras de cuero que estaban
perfectamente diseñadas para golpear duramente y conseguir con ello la rotura
de los órganos internos y, por consiguiente, no producir lisiados sangrantes en
la zona exterior del cuerpo humano.
Para tener una idea más clara de este castigo,
nos remitiremos al siguiente ejemplo: la flagelación hebrea constaba de 39
golpes, en el decir de los hebreos 40 menos uno; en cambio, la flagelación
romana no tenía límite, es decir que el castigo se dejaba a juicio de los
verdugos que eran los que evaluaban tanto el número de golpes como el sitio
donde tendrían que ser dados, según la fortaleza del reo. Con 39 golpes, los
azotados por los hebreos, terminaban chorreando sangre, y todos curaban al poco
de ser castigados; con un número indeterminado de golpes, que por débil que
fuese el reo siempre superaba los 39, los azotados por los romanos terminaban
reventados interiormente, y de sus cuerpos apenas brotaban algunas tímidas
gotas de sangre. El castigo era tan hábil que, de hecho, estos delincuentes,
nunca morían al ser flagelados, pero pocos de ellos quedaban intactos, ya que
el que no quedaba lisiado para toda su vida, agonizaba al poco tiempo en su
casa. La única sangre que estos reos expulsaban era la que transcurridos veinte
o treinta minutos después de ser azotados les brotaba por la boca y por el ano.
Este ejemplo quiere hacernos ver que la diferencia entre un castigo y otro
radicaba en que el látigo hebreo estaba erizado de puntas, 
y el romano era redondo y liso. Dos formas de impartir justicia. Una, la
hebrea, castigaba para hacer ver a los espectadores lo que a ellos les podría
ocurrir en caso de violar la Ley; otra, la romana, castigaba para asegurarse de
que el reo no volviese a delinquir. 
Visto el modo de castigar de los romanos, al que
estamos seguros no pudo sustraerse Jesús, podemos afirmar que la primera sangre
que brotó del cuerpo de Cristo fue la que le provocaron las largas espinas que
entrelazadas en una corona de rey le encasquetaron. Corona que, aunque fuese ceñida
por los verdugos romanos, estamos seguros no fue creada por ellos, ya que éstos
desconocían tanto la política como los grados observados por los hebreos, y en
caso de haber realizado con sus propias manos algún signo regio para ponérselo
en la cabeza a Jesús, le hubiesen puesto una corona de laurel que era el signo
que los dirigentes romanos habían recibido del Senado y de su pueblo.
  
Más tarde brotó sangre de los hombros y de la
espalda de Jesús, por efecto del continuo roce que el «patibulum» fue
provocando durante su andadura hacía el Calvario. Pues, en contra de lo que se
cree, Jesús no portó la cruz entera (ésta hubiera pesado unos 90 ó 100
kilogramos), sino el palo transversal, que pesaba 40 ó 50 kilogramos; el «stipes»,
o palo vertical, estaba siempre clavado en tierra y era, a menos que estuviera
deteriorado, inamovible.
Teniendo en cuenta que Jesús, iba ya reventado
por dentro, debido a los azotes recibidos, sus continuas caídas no fueron por
falta de fortaleza física sino por debilidad corporal, por mareos y desmayos.
Estos continuos derrumbes, provocaron en sus rodillas, en su cara, en su nariz y
en sus manos, heridas profundas que también sangraron. 
Y ya, por último, la sangre que brotó de sus muñecas
a la altura del llamado «espacio de Destoc», y de sus pies, que fueron
clavados por separado, y la que después se presentó, abundante y poderosa,
cuando el soldado lo hirió con su lanza en el costado. Abundancia y poderío de
sangre que nos dice que la lanzada traspasó primero la pleura y luego el pulmón
derecho.
Hombres de ciencia, que han estudiado este tema
con seriedad, entre los que se encuentra el prestigioso forense cartagenero
Alfonso Sánchez Hermosilla, uno de los grandes estudiosos de la Sábana Santa
de Turín, afirman que la sangre que se encuentra en dicha Sábana, se halla en
los lugares que acabamos de manifestar.
Si Mel Gibson hubiese cambiado dolor por sangre,
estamos seguros que hubiese conseguido más sensacionalismo, pues el dolor que
Jesús tuvo que soportar durante su pasión fue tanto que quienes nos dedicamos
a estudiar esta parte de la historia, no nos explicamos cómo pudo resistirlo.