ORDEN DE MONTESA 

                           

CRÓNICA ANTIGUA.

 

Después de la extinción de la Orden del Temple, decretada por el Concilio de Viena en 1311, los reyes cristianos se vieron en la necesidad de fundar una nueva orden que viniera a llenar al vacío que la Orden del temple había dejado en sus tropas.

 

De esta forma fue como Jaime II, rey de Aragón y de Valencia, fundó esta orden y el Papa Juan XXII la aprobó en el año del Señor de 1317, la cual fue puesta bajo la especial protección de Nuestra Señora la Virgen.

Esta institución militar a la par que religiosa, no tardó mucho en hacerse célebre. Sus caballeros adquirieron gran reputación de héroes, reputación que se extendió por toda Europa. En todas las batallas los moros eran abatidos y rechazados por ellos.

Los importantes servicios prestados a la religión por la Orden de Montesa, le valieron la aprobación de los Pontífices Juan XXII, Martín V, Julio II, León X, Gregorio XII y Sixto V.

 

En el año de 1399, los bienes y rentas procedentes de la orden de San Jorge de Alfama fueron entregados a la Orden de Montesa, que adquirieron así gran importancia.

 

En el año 1587 la dignidad de Gran Maestre fue declarada aneja y a perpetuidad a la corona de España, y desde esa época la orden conservó la importancia y nombradía que le fueron peculiares.

 

La divisa de esta orden era una cruz de sable, con otra llana de gules, que los caballeros usaban sobre el manto, capitular, o sea, puesta sobre el pecho, en el centro de una medalla de oro, pendiente de una cinta roja.

 

 

CRÓNICA MODERNA.

 

La Orden de Montesa fue creada por una bula Papal de fecha 10 de junio de 1317, vísperas del apóstol San Bernabé, que empieza con las siguientes palabras: "Pia Matris Ecclesia cura, de fidelium salute solicita", pero el verdadero fundador y creador de la orden fue el rey don Jaime II, de Aragón, quien les cedió el castillo de Montesa, enclavado en territorio valenciano, frontera con los sarracenos de aquella parte. Y de allí habrían de partir los caballeros de la Orden que se denominó de Santa María de Montesa.

 

Pero las dificultades no fueron pocas. Los jueces ejecutores, de la bula pontificia, iban dando largas al asunto, motivados por sus particulares intereses que les hacían caer en continuas discrepancias. Y es que había una gran dificultad: según la bula de fundación, era al Maestre de Calatrava a quien le correspondía la creación de la nueva Orden y el armar caballeros y hacer vestir el hábito a los caballeros montesanos. El rey don Jaime, con tiempo, había escrito al Maestre calatravo para que apresurara su acción, pero este que hacía muy poco caso a su rey natural, que era el de Castilla, y muchísimo menos a otro monarca extraño, como era el de Aragón, ni se dignó contestar a aquellas cartas. Tornó a escribir el rey y tampoco obtuvo contestación, lo que no debía extrañarle porque el Papa también se había dirigido al Maestre de Calatrava sin que este se dignara darle una respuesta. El rey se dirigió al Papa para que apremiara al desobediente calatravo. El Pontífice pasó el encargo al arzobispo de Valencia y a este prelado le sucedió exactamente lo mismo cuando trató de comunicarse con el Maestre de Calatrava.

 

El arzobispo de Valencia, harto ante aquel silencio, decidió cortar por lo sano y envió a Castilla, en busca del Maestre calatravo, al Abad del Monasterio de Nuestra Señora de Benifazá, de la Orden del Cister. Este buen prelado halló al Maestre en la villa de Martos. Ante las pretensiones del recién llegado, se negó a acudir a Valencia, alegando sus obligaciones para la custodia de la frontera que su rey le tenía encomendada. En cuanto a lo de no contestar a las cartas, el Maestre alegaba que él era hombre de espada y no de pluma y que obedecía mejor las órdenes del Papa matando moros que perdiendo el tiempo creando una nueva orden Militar. Y lo que latía en el fondo de todo aquel asunto era que a la Orden de Calatrava no le sentaba muy bien ceder las posesiones de Aragón a otra Orden y hasta contemplaba con horror la citada fundación de Montesa. Al fin, cedió, enviando a Valencia a un procurador suyo, don Gonzalo Gómez.

 

Se acabó nombrando primer Maestre de la nueva Orden a don Guillén de Eril, hombre ya anciano, pero muy experimentado en las artes militares y no cediendo a nadie en nobleza porque descendía nada menos que don Berenguer Roger de Eril, uno de los llamados "Nueve de la Fama", en Cataluña. Poco le duró el cargo a Eril, porque a los setenta días de haber sido elegido, entregaba su alma a Dios. El segundo fue don Arnaldo de Soler, que tampoco dejó gran huella en la recién creada Orden. El tercero fue don Pedro de Thous y este sí que fue distinto porque era hombre acostumbrado a la brega y no le asustaba batalla más o menos. Participó en la batalla de las Navas de Tolosa y tal sería su ayuda, que el Rey se la agradeció mucho, teniéndolo a partir de entonces en mucha estima.

 

Le sucedió otro Maestre que prestó muy buenos servicios al rey de Aragón, don Pedro "el Ceremonioso". Se hallaba el reino de Valencia alborotado por la sublevación denominada, de "la Unión", por la que algunos nobles valencianos, apoyándose en el pueblo, deseaban emanciparse de la tutela del Reino de Aragón, constituyéndose en Reino independiente. Razón tenían los valencianos en sus justas quejas y los muchos agravios sufridos. Encomendó, el rey de Aragón, al Maestre de Montesa que metiera en cintura a los sediciosos. De esta guerra a la que se llamó, de la Unión, no hablaremos. Está en la historia. Únicamente diremos que los montesanos fueron baza muy importante para que el rey don Pedro, de Aragón, venciera a los sublevados de Valencia. A la hora del castigo, utilizó un método muy especial. No hizo que el verdugo, o los verdugos, utilizaran la espada ni el hacha para decapitar a los jefes de la Unión. Tampoco los ahorcó. Resulta que había una gran campana que utilizaban los unionistas para llamar a sus Juntas. El rey Pedro, "el Ceremonioso", hizo que esta campana fuera fundida y a los principales cabecillas les hizo tragar el bronce derretido.

 

Como en las otras Ordenes Militares, en esta también existieron Maestres cuyo final fue bastante lastimoso. Al décimo, don Felipe Vivas de Cañamás, sin que se sepa por qué, unos asesinos le dieron veneno. Pasó el séptimo que fue don Gilaberto de Monsaviu, que dio paso al octavo Maestre, don Luis Duspuig. Fue un hombre que conquistó para la Corona de Aragón el reino de Nápoles. Estuvo en todas las empresas, que fueron muchas, de Italia. Tomó por su esfuerzo a Bicari, escalando la muralla y en ella se mantuvo mucho tiempo en medio de los dardos que le disparaban. Y como el terreno era resbaladizo y apenas si se podía sostener, se hizo sostener por las puntas de las lanzas de sus caballeros. Permaneció fiel al rey, don Juan II, en cuantas turbulencias tuvieron efecto en su reinado. La Orden de Montesa se convirtió en la principal fuerza militar defensora del Trono.

Pero ya los reyes comenzaban a tomar parte activa en la elección de los Maestres. A la muerte del Maestre Duspuig, la Orden nombró nuevo Maestre a don Felipe Díaz de Cañamás, pero el rey Fernando "el Católico", impuso, como tal, a don Felipe de Aragón y Navarra, sobrino suyo, así que revocando el anterior nombramiento dio el cargo a su pariente. Ahora que entraban don Fernando y doña Isabel en el último acto de la conquista de Granada, el nuevo Maestre de Montesa al frente sus caballeros fue el primero en el peligro y el más valiente en la batalla. Cercó y tomó a Vera. Pasó a Muxacar, cerca de Cartagena y asimismo la rindió. Innumerables plazas fuertes sucumbieron ante el ataque de los caballeros de Montesa y pasando a mayores, el Maestre y los suyos llegaron hasta Baza. Allí se dio una fuerte batalla. Peleaban los montesanos para vencer, pero las huestes de moros que se le enfrentaron eran mucho más numerosas que ellos y peleaban con gran fiereza. Hubo que iniciar la retirada, pero desconociendo el terreno, muchos se perdían, para caer muertos a lanzazos por los moros. En aquellos momentos no le faltó el valor al Maestre, pero un arcabuzazo disparado a poca distancia puso fin a su vida y a sus proezas, cuando sólo contaba treinta y dos años.

Y llegamos al último Maestre, don Pedro Luis Garcerán de Boria, electo a los diecisiete años. Fue un valiente y leal servidor del rey Felipe II, alcanzando las más famosas dignidades y altos empleos. Pero, al cabo de algún tiempo, renunció al maestrazgo en favor del rey pidiendo al Pontífice que incorporara la Orden de Montesa a la Corona. Así se hizo por una bula de Sixto V expedida en Roma siendo el 15 de marzo de 1587, que daba por concluida la dignidad del Maestre.

 

Acabó la Orden de Montesa como Caballería Militar y desde aquel momento quedó incorporada al Estado. Su carrera no fue muy larga, pero su gloria, sí fue grande. Tuvo Maestres que fueron valerosos caballeros, dignos de toda alabanza y sus miembros siempre se caracterizaron por su culto al honor. Vivió dos siglos y medio para entrar en la Historia de España. Y, en realidad, si murió como organización religiosa-militar, no lo hizo como entidad honorífica: Vive y vivirá su bandera, la Cruz de San Jorge, como memoria de sus hazañas.

 

NOTA FINAL DE ANTONIO GALERA: Se sabe que en el reino de Aragón, por ejemplo, una vez extinguida la Orden del Temple, tendrían que haber pasado los bienes que estos dejaron vacantes a depender de los Hospitalarios de San Juan, pero el rey don Jaime II no quiso que esto se produjera.

La historia dice que la Orden de Montesa fue creada por el rey Jaime II para sustituir el vacío que la Orden del Temple había dejado, pero ajustándonos a la verdad habrá que decir que fue creada por este Rey porque temía que la Orden de los Hospitalarios se hiciesen los dueños y señores de sus posesiones, ya que no sólo contaban los del Hospital con sus propias posesiones sino que por disposición de la bula «Nuper in Concilio» publicada por el papa Clemente V en mayo de 1312, se estaban haciendo cargo de todos los bienes que antes habían pertenecido al Temple. De ahí que, ante el temor que mostraba este Rey a que cualquier orden militar pudiera hacerse más fuerte y numerosa que sus propias tropas reales, don Jaime le escribiese al Papa una carta de la cual sacamos el siguiente fragmento: «...que los bienes del Temple, que están en la tierra de mi reino, sean donados a alguna orden de caballería actual o por fundar, pero que no se consienta de ninguna forma que sean donadas a la Orden del Hospital...»

El Papa, después de algunos tiras y aflojas, como no podía negarse porque en Francia había ya sentado un precedente con el rey Felipe IV, después de hacerlo constar así en bula «Licet Pridem» editada el día 13 de enero de 1313, en la cual decía, entre otras muchas cosas: «Excluimos de dicha donación, unión e incorporación, la propiedad de la antigua orden del Templo en los reinos y las tierras de nuestros hijos queridos en Cristo, los reyes ilustres de Castilla, de Aragón, de Portugal, y de Mallorca...», concedió al fin su aprobación para que el rey Jaime II pudiera fundar la Orden de Montesa con el propósito de que se hiciese cargo en la Corona de Aragón de todos los bienes que anteriormente habían pertenecido al Temple. Bienes inmuebles, naturalmente, pero no dinero, joyas ni oro porque éstas pasaron a las arcas del rey aragonés, ya que de no haberse éste apropiado de ellas hubieran pasado a las arcas de la Santa Sede.

Y ahora leamos la carta que Felipe IV envía a su senescal —cargo que como sabemos en Francia pertenecía al mayordomo mayor de la casa real—, que era, como podemos entresacar de la carta, el que por orden suya estaba guardando los bienes que habían sido incautados en Francia a los templarios, ordenándole que a la recepción de la misma entregue los mencionados bienes al procurador general en Francia de la Orden de los Hospitalarios de San Juan. (Anexo. Documento número 39)

 

Biblioteca Nacional de París. Piece du registre: latino, 9035. Armario 7. Libro 4. Páginas 34-35.

 

Felipe, por la gracia de Dios, Rey de los francos, al Senescal de Poitiers o a su lugarteniente, salud.

 

Dado que, por las abominaciones y los errores contra le fe católica hallados en los Templarios, su Orden, nombre y hábito han sido recientemente suprimidos a perpetuidad por la autoridad apostólica en el Concilio General de Vienna, y a Nos, presente, instante y reclamante, concedidos los bienes de dichos Templarios o de su Orden, que por piadosa devoción estaban destinados al servicio de Tierra santa y que por la misma Sede apostólica fueron concedidos al maestre y hermanos del Hospital de san Juan de Jerusalén y a su Orden para auxilio de dicha Tierra santa, y han sido traspasados a los míos para ser recibidos, tenidos y poseídos perpetuamente con el mismo estado y el mismo derecho con que los poseyeron los antedichos Templarios con todos los honores, cargas, derechos y pertenencias de dichos bienes; salvos siempre los derechos que nos, los prelados, barones, nobles y otras personas de nuestro reino pudiéramos tener de cualquier manera sobre dichos bienes en el tiempo en que los poseían los dichos Templarios.

Nos, investimos con autoridad sobre los dichos bienes existentes en el reino de Francia a frey  Leonardo de Thibertis, hermano de la dicha orden hospitalaria y procurador general del maestro y hermanos de dicha orden, designado especialmente para ello con anterioridad, para adquirir la posesión de dichos bienes de los Templarios.

Y le enviamos para adquirir la posesión de tales bienes en nombre de la orden hospitalaria antedicha, con todos los honores, cargas, derechos y pertenencias de dichos bienes y salvos siempre los derechos que, en el tiempo en que los poseyeron los Templarios, pertenecían a nos, a los prelados, barones, nobles u otras personas de nuesto reino.

Y ello para que el maestre, los hermanos y la orden antedicha los reciban tengan y posean y disfruten de los mismos con el mismo estatuto y derecho respecto de sí mismos o de otros, en que dichos Templarios los poseyeron, por el tiempo en que, por los predichos errores, fueron capturados en nuestro reino y se comenzó un proceso contra ellos.

Nos mismo hicimos la investidura y dimos la misión para la adquisición y entrega de los bienes en el modo y forma antedichos y de modo expreso al procurador antedicho; y que de dichos bienes se hagan y administren los gastos de los Templarios, que por razón de dichos errores y por disposición eclesiástica se hallan presos o serán apresados, y de modo semejante las expensas, que en razón de los procesos de fe contra personas singulares de los Templarios que hayan de hacerse por la autoridad apostólica; y que los bienes muebles, frutos, adquisiciones y réditos de dichos bienes, deducidas las cargas y los gastos que hayan de hacerse para su régimen, administración, recolección y custodia, se destinen fielmente a la ayuda de Tierra santa.

Así pues, el dicho procurador aceptando, en nombre del maestre y hermanos de la dicha Orden, todo lo anterior en la forma y modo descritos y expresados anteriormente, recibió de nos la investidura, el encargo para tomar posesión, la entrega y la administración de los bienes antedichos. Por lo cual os mandamos que entreguéis en su totalidad los bienes antedichos y su real posesión, esto es, los que se encuentran en vuestra senescalía y en su asentamiento, después de la debida deliberación, a los dichos maestre, hermanos, priores provinciales y administradores o procuradores de los mismos, y por lo que a vos toca les hagáis gozar plenamente de dichos bienes y de su posesión, con el mismo estatuto y derecho respecto de sí y de otros, con que los gozaban en el tiempo dicho los antedichos Templarios. Y una vez removidos enteramente los ocupantes o detentores injustos de tales bienes, convocadas y oídas las partes interesadas, y según sea razonable, mandamos por las presentes a todos los prelados, barones, nobles y personas cualesquiera de nuestro reino que os obedezcan y ayuden en todo lo anterior y en cuanto lo atañe.

 

Fechado en París, en el día 28 de marzo, del año del Señor mil trescientos doce.