ORDEN DE VALENTÍN
Commodo, que sucedió
a su padre Marco Aurelio en el imperio en el
año 180, aunque príncipe afeminado y vicioso, restituyó
la Iglesia. Pero se vio turbada al mismo tiempo con
un número execrable de herejías, particularmente de los gnósticos y
valentinianos. Contra estos últimos fue contra quienes escribió particularmente
san Ireneo sus cinco libros contra las herejías. Este
Valentín era un buen estudiante, y predicó con aplauso primeramente en Egipto,
y después en Roma. Por Tertuliano sabemos que
su caída había sido ocasionada de su soberbia, y de la envidia de
que hubiera sido otro preferido a él en un obispado de Egipto. Propagó
su herejía primeramente en Chipre, pero la propagó después en Italia y Galia.
Cuando Florino, que había sido su condiscípulo en la escuela de san Policarpo,
y después presbítero de la Iglesia de Roma, afirmó blasfemando que Dios era
autor del pecado, por cuya causa
había sido depuesto del sacerdocio, le escribió san Ireneo
una carta titulada: «Sobre la monarquía o utilidad de Dios, y sobre
que este no es autor del pecado» que al presente no
aparece. Eusebio
cita de ella un pasaje, en que con el estilo más tierno le recuerda
y pone palpable el santo el horror con que el maestro de ellos
Policarpo hubiera mirado y escuchado sus impiedades, si hubiera vivido. Florino
volvió de su error con esta carta, pero como era
de espíritu turbulento y soberbio, a poco tiempo incurrió en la herejía
valentiniana. En cuya ocasión escribió san Ireneo su Ogdoada, o confutacion de
los ocho principales Eones de Valentín, por quiénes
pretendía este hereje que hubiese sido criado, y se gobernase el mundo. Al fin
de este libro añadió el santo la súplica si siguiente
que Eusebio nos conservó: «Pido a cualquiera que copie este
libio o lo traduzca, por nuestro Señor Jesucristo, y por su glorioso
advenimiento a juzgar vivos y muertos, que coteje diligentísimamente la copia,
y la corrija por su original». Por esta precaución podemos inferir el cuidado
grande de los Padres en este punto, y
cuán sensible era para ellos la abominable máxima de algunos herejes en
interpolar sus escritos.
Un tal Blasto, presbítero de Roma, formó y levantó un cisma; guardando la Pascua en el día catorce de la primera luna, y al cisma añadió la herejía enseñando ser esta asignación de día de precepto divino. Fue depuesto del sacerdocio, y san Ireneo escribió contra él su tratado sobre el cisma. Renovada, pues, la disputa sobre la Pascua, el Papa Víctor conminó con descomunión a los asiáticos; pero se le persuadió a que tolerase algún tiempo aquella práctica por una carta de san Ireneo que le pedía, y aconsejaba, consideradas las circunstancias, que podía ser muy bien permitida la diferencia de disciplina en esta parte, como lo era la de la distinta observancia de superpoción, o de unos dos o mas días sin tomar alimento en la Semana Santa, en que unos los observaban en un día, otros en dos, y otros en más. De esta suerte la severidad del Papa precavió el que estos falsos propaladores que pretendían ser de precepto las ceremonias legales, sacasen algún argumento o ventaja en su opinión de la práctica de los orientales; y la moderación de Ireneo preservó muchos de la tentación de pecar por obstinación y desobediencia hasta que quedase establecido con más seguridad este importante punto de disciplina. San Ireneo se queja en su tercer libro de que cuando los herejes se ven oprimidos de las Santas Escrituras, las eluden suponiendo que se atienen á la tradición, y que cuando se les arguye con la tradición, la abandonan por irse y atenerse a solas las Escrituras. En el libro quinto hace una recapitulación de las herejías que había confutado, y dice que sola la novedad es bastante para confundir a los herejes.