ORDEN DE SAN JORGE DE ALFAMA
CRÓNICA
ANTIGUA. Esta orden fue instituida en el año del Señor de 1201 por
Pedro II, rey de Aragón, con el objeto de defender la religión cristiana de los
ataques de los infieles, y en agradecimiento a los muchos y singulares favores
recibidos del gloriosa San Jorge.
Fue llamada de Alfama por ser esta villa donde se fundó, pero no fue, sin embargo, aprobada por ningún Papa, hasta que habiéndola incorporado el rey Martín a la de Montesa en el año de 1399, la confirmó el papa Benedicto XIII.
La cruz de San Jorge era de oro, esmaltada en gules.
CRÓNICA MODERNA. Esta Orden fue fundada en el año 1201, por el rey Pedro II, de Aragón y I de Cataluña, con el título de Orden de San Jorge de Alfama. Recibió este nombre dado que se le concedió el desierto de Alfama, a unas cinco leguas de Tortosa. Para comprender la decisión real de fundar una Orden Militar, hay que tener en cuenta la personalidad del monarca y las circunstancias que rodearon su reinado.
Pedro era hijo primogénito de Alfonso "el Casto". Por el testamento paterno recibió Aragón, Cataluña y tierras en el sur de Francia, en tanto que su hermano, Alfonso, recibía Provenza Millán y Gabaldá. A pesar de esta división, se conservó, cierta unión en los dominios catalano-occitanos, fortaleza por la alianza política entre ambos hermanos y porque a la muerte de Alfonso de Provenza, Pedro ejerció la tutoría sobre su joven sobrino. Pero para mantener la fastuosidad de su corte, al tiempo que un ejército bien pertrechado, Pedro precisaba dineros y estos los obtenía mediante el impuesto de fuertes tributos que provocaban el descontento popular. Una de sus ideas fue ampliar sus dominios, emprendiendo la guerra contra los musulmanes a fin de arrebatarles tierras. Con este fin, en al año 1201, creyó muy interesante la creación de una Orden Militar cuyos caballeros le ayudaran en la empresa y a tal fin, se determinó a fundar la Orden de San Jorge, a la que se añadiría, "de Alfama", por el señorío que le dio de ciertas tierras, en realidad desérticas, muy próximas a la villa de Tortosa. La Orden decidió regirse por la Regla de San Agustín (confirmada en el año 1373).
Pedro emprendió la guerra y consiguió, con la ayuda de los caballeros de la recién creada Orden Militar, arrebatarles a los musulmanes de Valencia, Ademuz Castielfabib. El rey se centró en su alianza con Castilla y trató de apoderarse de la isla de Mallorca con una expedición que finalizó en fracaso. Alfonso VIII, de Castilla solicitó su ayuda para combatir el poder musulmán y los aragoneses y catalanes así lo hicieron, participando en la batalla de las Navas de Tolosa. Entre las huestes del rey Pedro, se encontraban los Caballeros de la Orden de San Jorge, que no dudaron en acudir al llamamiento del monarca.
Vino un intento de apoderarse de parte del País Vasco, en detrimento de Navarra, y los que resultaron más beneficiados fueron los castellanos. La última etapa de su reinado se caracterizó por las convulsiones producidas en Occitania con motivo del catarismo. Pedro se encontró ante un dilema, por un lado deseaba conservar la amistad de los nobles del Languedoc y por otro, no quería enfrentarse al Papa que había decretado la Cruzada contra los Cátaros. La decisión papal de enviar a la nobleza franca contra los albigenses (cátaros) occitanos, obligó a Pedro a alinearse junto a estos. No sólo porque era su deber proteger a los que eran sus vasallos, sino que en aquel conflicto estaba en juego toda la política occitana de sus antepasados.
El problema afectaba también a la Orden de San Jorge, obligada, por un lado a combatir con el Rey que la había creado, y por otro, a entrar en combate con las fuerzas protegidas por el Papa, lo que repugnaba a su catolicismo. En suma, Pedro y los occitanos se enfrentaron a las tropas francas dirigidas por Simón de Monfort. La batalla se riñó a las puertas de Muret el 12 de septiembre de 1212; Pedro resultó derrotado y muerto y toda Occitania quedó en poder de los cruzados, con lo que las pretensiones sobre todas estas tierras quedaron definitivamente arruinadas.
No por esto, la Orden de San Jorge, dejó de existir. Permaneció; pero, de acuerdo a las crónicas, aunque sus caballeros eran hombres de bien probado valor en la guerra, en tiempos de paz llevaban una vida un tanto relajada. El rey Pedro IV de Aragón y III de Cataluña, llamado "el Ceremonioso", quiso darle nuevo vigor a la Orden para lo que solicitó del Papa Gregorio XI, su aprobación pontificia. Esta le fue otorgada y por parte del Rey, la Orden recibió el lugar de Aranda.
Ya por aquel tiempo, la Orden de San Jorge había iniciado su decadencia. Su convento era muy pobre, el número de caballeros era cada vez más escaso. De todos modos, participaron en cuantas empresas emprendió el rey Pedro "el Ceremonioso", un reinado caracterizado por convulsiones internas y guerras externas, entre las que destacó la denominada "de los dos Pedros", a causa del enfrentamiento de los aragoneses y catalanes del rey Pedro "el Ceremonioso", contra los castellanos del también Pedro, Rey de Castilla, apodado "el Cruel". A estas alturas, la Orden de San Jorge ya estaba en franca decadencia y así llegó hasta el reinado de Martín "el Humano".
Cuando sucedió en el trono a su hermano Juan, se encontraba en Sicilia y aún tardó casi un año en regresar a la Península. En 1397, Martín, juró los Fueros de Aragón y en la primera etapa de su reinado se esforzó en acabar con las rencillas que existían en varios puntos del Reino. Tuvo que pasar a Cerdeña para aplastar la rebelión de los Jueces de Arborea, que, ayudados por los genoveses, dominaban toda la isla a excepción de Cagliari, Alghero y Longorado, que permanecían fieles a la corona aragonesa.
Este rey tuvo la idea de fortalecer a la Orden de San Jorge, pero ya era muy tarde estando la misma en absoluta decadencia, extinguiéndose poco a poco. Fue entonces cuando Martín "el Humano", concibió una solución: Unir la Orden de San Jorge con la de Montesa. El Papa Benedicto XIII, dio su aprobación y así, sin la menor dificultad, los Caballeros de San Jorge se integraron en la de Montesa. ¿Qué otra cosa podían hacer? La Orden de San Jorge de Alfama era como un débil riachuelo de escasas aguas comparado con el caudal ancho y caudalosa del río de la de Montesa. Pero, al menos, algo consiguió: que la Orden de Montesa, en lugar de utilizar la Cruz de los Calatravos como distintivo, aceptase portar la suya, la de San Jorge, la roja cruz del Santo.
Diez Maestres tuvo la Orden de San Jorge: El primero fue don Frey Juan de Almenara. El último, don Frey Guillén Castello, que fue a quien le tocó ver como su Orden desaparecía absorbida por la poderosa de Montesa. Durante su existencia, que duró dos siglos, menos algunos meses, tuvo que enfrentarse, no pocas veces, a la Orden de Calatrava, aun teniendo la misma Regla.
Siempre fue su rival y en no pocas ocasiones su enemiga. De todos modos, al fundirse San Jorge con Montesa, la primera dio a la segunda su insignia como emblema, la roja Cruz de San Jorge, y la segunda, al acoger a los miembros de la otra, su nombre y protección.
Una vez que se unieron, los Caballeros de San Jorge ya estuvieron siempre al servicio de su nueva Orden y con los de esta participaron juntos, como un solo Cuerpo Militar, que eso fue lo que en realidad eran, en los días de gloria de Montesa, así como en los de su decadencia.
Se distinguieron bravamente luchando en Valencia, contra los sublevados nobles de aquella ciudad que, apoyados por el pueblo, formaron la llamada "Unión" contra el poder centralizador del rey Don Pedro "el Ceremonioso", de Aragón. Tomaron parte asimismo en las guerras de Italia, acompañando a Alfonso V. En un combate naval contra los genoveses los caballeros de la Orden de Montesa, en cuyas filas luchaban ya los antiguos de la de San Jorge, tomaron al enemigo cinco galeras e hicieron numerosos prisioneros.
Cuando en el año 1587, la Orden de Montesa fue incorporada a la Corona de Felipe II, por bula del Papa Sixto V, los antiguos caballeros de San Jorge ya no existían. De la Orden a la que pertenecieron tan solo quedaba, en el mejor de los casos, su cruz y un lejano recuerdo.
Esta representación de San Jorge, conservada en el Museo de Arte de Cataluña, lo muestra con ropajes de la época, pues su autor, Jaime Huget, no estimó, como era normal entonces, la rigurosidad de la cronología y por ello lo viste de armadura y alabarda que contrastan con el espadín de corte que porta al cinto.
Regla de San Agustín:
1. Ante todas las cosas, queridísimos Hermanos, amemos a Dios y después al
prójimo, porque estos son los mandamientos principales que nos han sido dados.
2. He aquí lo que mandamos que observéis quienes vivís en comunidad.
Capítulo I -Fin
Y Fundamento de la Vida Común.
3. En primer término ya que con este fin os habéis congregado en comunidad,
vivid en la casa unánimes tened una sola alma y un solo corazón orientados hacia
Dios.
4. Y no poseáis nada propio, sino que todo lo tengáis en común, y que el
Superior distribuya a cada uno de vosotros el alimento y vestido, no igualmente
a todos, porque no todos sois de la misma complexión, sino a cada uno según lo
necesitare; conforme a lo que leéis en los Hechos de los Apóstoles: "Tenían
todas las cosas en común y se repartía a cada uno según lo necesitaba".
5. Los que tenían algo en el siglo, cuando entraron en la casa religiosa,
pónganlo de buen grado a disposición de la Comunidad.
6. Y los que nada tenían no busquen en la casa religiosa lo que fuera de ella no
pudieron poseer. Sin embargo, concédase a su debilidad cuanto fuere menester,
aunque su pobreza, cuando estaban en el siglo, no les permitiera disponer ni aun
de lo necesario. Mas no por eso se consideren felices por haber encontrado el
alimento y vestido que no pudieron tener cuando estaban fuera.
7. Ni se engrían por verse asociados a quienes fuera no se atrevían ni a
acercarse; más bien eleven su corazón y no busquen las vanidades terrenas, no
sea que comiencen a ser las Comunidades útiles para los ricos y no para los
pobres, si sucede que en ellas los ricos se hacen humildes y los pobres altivos.
8. Y quienes eran considerados algo en el mundo no osen menospreciar a sus
Hermanos que vinieron a la santa sociedad siendo pobres. Más bien, deben
gloriarse más de la comunidad de los Hermanos pobres que de la condición de sus
padres ricos. Ni se vanaglorien por haber traído algunos bienes a la vida común,
ni se ensoberbezcan más de sus riquezas por haberlas compartido con la Comunidad
que si las disfrutaran en el siglo. Pues sucede que otros vicios incitan a
ejecutar malas acciones, la soberbia, sin embargo, se insinúa en las buenas
obras para que perezcan. ¿Y qué aprovecha distribuir las riquezas a los pobres y
hacerse pobre, si el alma se hace más soberbia despreciando las riquezas que lo
fuera poseyéndolas?
9. Vivid, pues, todos en unión de alma y corazón, y honrad los unos en los otros
a Dios, de quien habéis sido hechos templos.
Capítulo II - De
la Oración.
10. Perseverad en las oraciones fijadas para horas y tiempos de cada día.
11. En el oratorio nadie haga sino aquello para lo que ha sido destinado, de
donde le viene el nombre; para que si acaso hubiera algunos que, teniendo
tiempo, quisieran orar fuera de las horas establecidas, no se lo impida quien
pensara hacer allí otra cosa.
12. Cuando oráis a Dios con salmos e himnos, que sienta el corazón lo que
profiere la voz.
13. Y no deseéis cantar sino aquello que está mandado que se cante; pero lo que
no está escrito para ser cantado, que no se cante.
Capítulo III -
De la Frugalidad y Mortificación.
14. Someted vuestra carne con ayunos y abstinencias en el comer y en el beber,
según la medida en que os lo permita la salud. Pero cuando alguno no pueda
ayunar, no por eso tome alimentos fuera de la hora de las comidas, a no ser que
se encuentre enfermo.
15. Desde que os sentáis a la mesa hasta que os levantéis, escuchad sin ruido ni
discusiones lo que según costumbre se os leyere, para que no sea sola la boca la
que recibe el alimento, sino que el todo sienta también hambre de la palabra de
Dios.
16. Si los débiles por su anterior régimen de vivir son tratados de manera
diferente en la comida, no debe molestar a los otros, ni parecer injusto a los
que otras costumbres hicieron más fuertes. Y éstos no consideren a aquéllos más
felices, porque reciben lo que a ellos no se les da, sino más bien deben
alegrarse, porque pueden soportar lo que aquéllos no pueden.
17. Y si a quienes vinieron a la casa religiosa de una vida más delicada se les
diese algún alimento, vestido, colchón o cobertor, que no se les da a otros más
fuertes y por tanto más felices, deben pensar quienes no lo reciben cuánto
descendieron aquéllos de su vida anterior en el siglo hasta ésta, aunque no
hayan podido llegar a la frugalidad de los que tienen una constitución más
vigorosa. Ni deben querer todo lo que ven que reciben de más unos pocos, no como
honra, sino como tolerancia, no vaya a ocurrir la detestable perversidad de que
en la casa religiosa, donde en cuanto pueden se hacen mortificados los ricos, se
conviertan en delicados los pobres.
18. Empero, así como los enfermos necesitan comer menos para que no se agraven,
así también después de la enfermedad deben ser cuidados de tal modo que se
restablezcan pronto, aun cuando hubiesen venido del siglo de una humilde
pobreza; como si la enfermedad reciente les otorgase lo mismo que a los ricos su
antiguo modo de vivir. Pero, una vez reparadas las fuerzas, vuelvan a su feliz
norma de vida, tanto más adecuada a los siervos de Dios cuanto menos necesitan.
Y que el placer no los retenga, estando ya sanos, allí donde la necesidad los
puso, cuando estaban enfermos. Así, pues, créanse más ricos quienes son más
fuertes en soportar la frugalidad; porque es mejor necesitar menos que tener
mucho.
Capítulo IV - De
la Guarda, de la Castidad y de la Corrección Fraterna.
19. Que no sea llamativo vuestro porte, ni procuréis agradar con los vestidos,
sino con la conducta.
20. Cuando salgáis de casa, id juntos, cuando lleguéis adonde os dirigís,
permaneced juntos.
21. Al andar, al estar parados y en todos vuestros movimientos, no hagáis nada
que moleste a quienes os ven, sino lo que sea conforme con vuestra consagración.
22. Aunque vuestros ojos se encuentren con alguna mujer, no los fijéis en
ninguna. Porque no se os prohíbe ver a las mujeres cuando salís de casa lo que
es pecado es desearlas o querer ser deseados de ellas. Pues no sólo con el tacto
y el afecto, sino también con la mirada se provoca y nos provoca el deseo de las
mujeres. No digáis que tenéis el alma pura si son impuros vuestros ojos, pues la
mirada impura es indicio de un corazón impuro. Y cuando, aun sin decirse nada,
los corazones denuncian su impureza con miradas mutuas y, cediendo al deseo de
la carne, se deleitan con ardor recíproco, la castidad desaparece de las
costumbres, aunque los cuerpos queden libres de la violación impura.
23. Asimismo, no debe suponer el que fija la vista en una mujer y se deleita en
ser mirado por ella que no es visto por nadie, cuando hace esto; es ciertamente
visto y por quienes no piensa él que le ven. Pero aun dado que quede oculto y no
sea visto por nadie, ¿qué hará de Aquél que le observa desde arriba y a quien
nada se le puede ocultar? ¿O se puede creer que no ve, porque lo hace con tanta
mayor paciencia cuanta más grande es su sabiduría? Tema, pues, el varón
consagrado desagradar a Aquél, para que no quiera agradar pecaminosamente a una
mujer. Y para que no desee mirar con malicia a una mujer, piense que el Señor
todo lo ve. Pues por esto se nos recomienda el temor, según está escrito:
"Abominable es ante el Señor el que fija la mirada"
24. Por lo tanto, cuando estéis en la Iglesia y en cualquier otro lugar donde
haya mujeres, guardad mutuamente vuestra pureza; pues Dios, que habita en
vosotros, os guardará también de este modo por medio de vosotros mismos.
25. Y si observáis en alguno de vuestros Hermanos este descaro en el mirar de
que os he hablado, advertídselo al punto para que lo que se inició no progrese,
sino que se corrija cuanto antes.
26. Pero si de nuevo, después de esta advertencia o cualquier otro día le
viéreis caer en lo mismo, el que le sorprenda delátele al momento como a una
persona herida que necesita curación; sin embargo, antes de delatarle,
expóngaselo a otro o también a un tercero, para que con la palabra de dos o tres
pueda ser convencido y sancionado con la severidad conveniente. No penséis que
procedéis con mala voluntad cuando indicáis esto. Antes bien, pensad que no
seréis inocentes si, por callaros, permitís que perezcan vuestros Hermanos, a
quienes podríais corregir indicándolo a tiempo. Porque si tu Hermano tuviese una
herida en el cuerpo que quisiera ocultar por miedo a la cura, ¿no seria cruel el
silenciarlo y caritativo el manifestarlo? Pues, ¿con cuánta mayor razón debes
delatarle para que no se corrompa más su corazón?
27. Pero, en caso de negarlo, antes de exponérselo a los que han de tratar de
convencerle, debe ser denunciado al Superior, pensando que, corrigiéndole en
secreto, puede evitarse que llegue a conocimiento de otros. Empero, si lo
negase, tráigase a los otros ante el que disimula, para que delante de todos
pueda no ya ser argüido por un solo testigo, sino ser convencido por dos o tres.
Una vez convicto, debe cumplir el correctivo que juzgare oportuno el Superior
Local o el Superior Mayor, a quien pertenece dirimir la causa. Si rehusare
cumplirlo, aun cuando él no se vaya de por sí, sea eliminado de vuestra
sociedad. No se hace esto por espíritu de crueldad, sino de misericordia, no sea
que con su nocivo contagio pueda perder a muchos otros.
28. Y lo que he dicho en lo referente a la mirada obsérvese con diligencia y
fidelidad en averiguar, prohibir, indicar, convencer y castigar los demás
pecados, procediendo siempre con amor a los hombres y odio para con los vicios.
29. Ahora bien, si alguno hubiere progresado tanto en el mal, que llegara a
recibir cartas o algún regalo de una mujer, si espontáneamente lo confiesa,
perdónesele y órese por él; pero si fuese sorprendido y convencido de su falta,
sea castigado con una mayor severidad, según el juicio del Superior Mayor o del
Superior Local.
Capítulo V - Del
Uso de las Cosas Necesarias y de su Diligente Cuidado.
30. Tened vuestros vestidos en un lugar común bajo el cuidado de uno o de dos o
de cuantos fueren necesarios para sacudirlos, a fin de que no se apolillen. Y
así como os alimentáis de una sola despensa, así debéis vestiros de una misma
ropería. Y, a ser posible, no seáis vosotros los que decidís qué vestidos son
los adecuados para usar en cada tiempo, ni si cada uno de vosotros recibe el
mismo que había usado o el ya usado por otro, con tal de que no se niegue a cada
uno lo que necesite. Pero si de ahí surgiesen entre vosotros disputas y
murmuraciones, quejándose alguno de haber recibido algo peor de lo que había
dejado, y se sintiese menospreciado por no recibir un vestido semejante al de
otro Hermano, juzgad de ahí cuánto os falta en el santo vestido del corazón,
cuando así contendéis por el hábito del cuerpo. Mas si se tolera por vuestra
flaqueza recibir lo mismo que dejasteis, tened, no obstante, lo que usáis, en un
lugar común bajo la custodia de los encargados.
34. No se niegue tampoco el baño del cuerpo, cuando la necesidad lo aconseje;
pero hágase sin murmuración, siguiendo el dictamen del médico, de tal modo que,
aunque el enfermo no quiera, se haga por mandato del Superior lo que conviene
para la salud. Pero si no conviene, no se atienda a la mera satisfacción, porque
a veces, aunque perjudique, se cree que es provechoso lo que agrada.
35. Por último, si algún siervo de Dios se queja de algún dolor latente en el
cuerpo, créasele sin dudar; empero, si no hubiese certeza de si para curar su
dolencia conviene lo que le agrada, entonces consúltese al médico.
36. No vayan a los baños o a cualquier otro lugar adonde hubiere necesidad de ir
menos de dos o tres. Y al que necesite ir a alguna parte, no vaya con quienes él
quiere, sino con quienes manda el Superior.
37. Del cuidado de los enfermos, de los convalecientes o de quienes, aun sin
tener fiebre, padecen algún achaque, encárguese a un Hermano para que pida de la
despensa lo que cada cual necesite.
38. Los encargados de la despensa, de los vestidos o de los libros sirvan a sus
Hermanos sin murmuración.
39. Pídanse cada día los libros a la hora determinada y, si alguien los pidiere
fuera de la hora señalada, no se le concedan.
40. Los vestidos y el calzado, cuando quien los pide es porque los necesita, no
difieran en dárselos quienes los guardan bajo su custodia.
Capítulo VI - De
la Pronta Demanda del Perdón y del Generoso Olvido de las Ofensas.
41. No haya disputas entre vosotros, o, de haberlas, terminadlas cuanto antes
para que el enojo no se convierta en odio y de una paja se haga una viga,
convirtiéndose el alma en homicida: pues así leéis: "El que odia a su hermano es
homicida".
42. Cualquiera que ofenda a otro con injuria, con ultraje o echándole en cara
alguna falta, procure remediar cuanto antes el mal que ocasionó y el ofendido
perdónele sin discusión. Pero si mutuamente se hubieran ofendido, mutuamente
deben también perdonarse la deuda, por vuestras oraciones, que cuanto más
frecuentes son, con tanta mayor sinceridad debéis hacerlas. Con todo, mejor es
el que, aun dejándose llevar con frecuencia de la ira, se apresura sin embargo a
pedir perdón al que reconoce haber injuriado, que otro que tarda en enojarse,
pero se aviene con más dificultad a pedir perdón. El que, en cambio, nunca
quiere pedir perdón o no lo pide de corazón, en vano está en la casa religiosa,
aunque no sea expulsado de allí. Por lo tanto, absteneos de proferir palabras
duras con exceso y, si alguna vez se os deslizaren, no os avergoncéis de aplicar
el remedio salido de la misma boca que produjo la herida.
43. Pero cuando la necesidad de la disciplina os obliga a emplear palabras duras
al cohibir a los menores, si notáis que en ellas os habéis excedido en el modo,
no se os exige que pidáis perdón a los ofendidos, no sea que por guardar una
excesiva humildad para con quienes deben estaros obedientes, se debilite la
autoridad del que gobierna. En cambio, se ha de pedir perdón al Señor de todos,
que conoce con cuánta benevolencia amáis incluso a quienes quizá habéis
corregido más allá de lo justo. El amor entre vosotros no debe ser carnal, sino
espiritual.
Capítulo VII -
Criterios de Gobierno y Obediencia.
44. Obedézcase al Superior Local como a un padre, guardándole el debido respeto
para que Dios no sea ofendido en él, y obedézcase aún más al Superior Mayor, que
tiene el cuidado de todos vosotros.
45. Corresponde principalmente al Superior Local hacer que se observen todas
estas cosas y, si alguna no lo fuere, no se transija por negligencia, sino que
se cuide enmendar y corregir. Será su deber remitir al Superior Mayor, que tiene
entre vosotros más autoridad, lo que exceda de su cometido o de su capacidad.
46. Ahora bien, el que os preside, que no se sienta feliz por mandar con
autoridad, sino por servir con caridad. Ante vosotros, que os proceda por honor;
pero ante Dios, que esté postrado a vuestros pies por temor. Muéstrese ante
todos como ejemplo de buenas obras, corrija a los inquietos, consuele a los
tímidos, reciba a los débiles, sea paciente con todos, Observe la disciplina con
agrado e infunda respeto. Y aunque ambas cosas sean necesarias, busque más ser
amado por vosotros que temido, pensando siempre que ha de dar cuenta a Dios por
vosotros.
47. De ahí que, sobre todo obedeciendo mejor, no sólo os compadezcáis de
vosotros mismos, sino también de él; porque cuanto más elevado se halla entre
vosotros, tanto mayor peligro corre de caer.
Capítulo VIII -
De la Observancia de la Regla.
48. Que el Señor os conceda observar todo esto movidos por la caridad, como
enamorados de la belleza espiritual, e inflamados por el buen olor de Cristo que
emana de vuestro buen trato; no como siervos bajo la ley, sino como personas
libres bajo la gracia.
49. Y para que podáis miraros en este pequeño libro como en un espejo y no
descuidéis nada por olvido, léase una vez a la semana. Y si encontráis que
cumplís lo que está escrito, dad gracias a Dios, dador de todos los bienes. Pero
si alguno de vosotros ve que algo le falta, arrepiéntase de lo pasado,
prevéngase para lo futuro, orando para que se le perdone la deuda y no caiga en
la tentación.