LA LEYENDA DEL REY MORO

 

INTRODUCCIÓN

La Capilla donde se hallaba la cruz en aquellos tiempos estaba casi siempre sumida en las tinieblas. Solo dos puntos de luz se observaban dentro de ella: el primero era una claraboya abocinada en formaba de media naranja, por donde entraban suaves y perlados claros de luna; el segundo, dos velas que sobre el Altar Mayor alumbraban la Santa Cruz de madera. Dos delgadas velas que parecían hacer volar, con sus parpadeantes luces, los cuatro brazos de la Santísima Reliquia. La extensión de la Cruz era de un palmo poco más o menos, y a pesar de no estar adornada con oro ni piedras preciosas, resaltaba como un pequeño lucero en una noche oscura de primavera. No en vano era una porción de la misma Cruz en que el Hijo de Dios, Cristo, murió por la salvación de todos los hombres.

NOTA. La Cruz original no fue recubierta de riquezas hasta que el comendador de la Orden de Santiago don Lorenzo Suárez de Figueróa, encargó y pagó con los bienes de la Orden, un hermoso engaste de oro. Más tarde, en 1711, el duque de Montalto y marqués de los Vélez, sustituyó aquél por un finísimo engaste de oro que formaba una caja de la misma figura que la cruz. En 1777 fue sustituido este por un rico engaste de oro adornado con rubíes, chispas, y tres grandes diamantes, que fue regalado por el duque de Alba.

Cerca del armario donde se guardaban las sagradas vestiduras, se hallaban, en tiempos antiguos, tres inscripciones escritas en árabe esculpidas en la pared.  

        La primera inscripción, que era la más larga, decía literalmente:

 

Día tres de mayo del año de mil doscientos trece del calendario cristiano.  Yo, Ceit Abu-Ceit, Rey potentísimo de Mursin y Qarabaka, me convertí en esta habitación a la verdadera religión de los cristianos por la gracia del Todopoderoso. Porque mientras que el Corán, que hasta hace poco era mi libro sagrado, dice en su libro decimonoveno, sura seis, aleya cuatro, que: "Si quisiéramos les enviaríamos, desde el cielo, un prodigio ante el cual sus frentes se humillarían." Yo y treinta hombre más vimos como ese prodigio se produjo en esta habitación, pero no con la media luna, sino con la cruz. Nosotros vimos como unos ángeles del Señor traían un crucifijo doble y lo ponían sobre el altar donde se iba a celebrar una Misa que yo personalmente había pedido que se celebrara para mofarme del celebrante. En memoria de aquel recuerdo hago fijar estas letras y pido a Dios perdone mis pecados.

 

 La segunda decía:

 

Día dieciséis de julio del año de mil doscientos trece del calendario cristiano. Yo, Ceit Abu-Ceit, Rey potentísimo de Mursin y Qarabaka, en memoria de mi conversión a la verdadera fe y a la mayor gloria de Dios, elegí las vestiduras de la Orden de Predicadores, para vestirlas en el día de la Santísima Cruz.

 

La tercera decía:

 

Día catorce de septiembre del año de mil doscientos trece del calendario cristiano. Yo, Ceit Abu-Ceit, Rey potentísimo de Mursin y Qarabaka, para ensalzar la Ley de Dios, la nueva Ley que he aprendido de memoria, predico entre mis súbditos y familiares con el propósito de convertirlos y hacer que ellos también encuentren la verdadera religión. Y salgo a la calle todos los días humildemente montado en mi caballo blanco para predicar a todo el que me quiere escuchar.

 

NOTA. Estas inscripciones fueron lamentablemente picadas primero y enlucidas después, cuando se remodeló y arregló la capilla. Sabemos la traducción de dichas inscripciones porque, mientras existieron, fueron descifradas por el orientalista don Miguel de Luna en 1603.

 

TRADUCCIÓN DEL ESCRITO DEL REY MORO

       Yo, Ceit Abu-Ceit, que fui Rey potentísimo de toda la morisma de Mursin y Qarabaka, escribo de mi puño y letra el portentoso suceso de la aparición de la Santa Vera-Cruz.

       No me queda mucho tiempo de vida. Mañana, al amanecer, seré decapitado por el verdugo del ilegítimo rey que hoy vive en mi fortaleza. Fui juzgado por fanáticos jueces que me odiaban por haber encontrado la verdad en la religión de Jesucristo y por haber vivido mis últimos años en paz y concordia con todos los reyes cristianos.

       He sido condenado a muerte por apóstata, pero ellos están equivocados.

       No tengo miedo, estoy tranquilo, y en cierto modo contento. Rezo todos los días a nuestro Señor Jesucristo porque sé que muy pronto estaré con Él en su Reino.     

       Todo lo que estoy escribiendo es para mayor gloria de Dios, y para que quede constancia del milagroso hecho que yo presencié. Y lo hago a oscuras, a escondidas, cuando nadie me ve.

       Cuando termine de narrar este glorioso pasaje de mi vida, esconderé estos pergaminos que son de cordero nonato dentro de un agujero que yo mismo he ido haciendo poco a poco tras de una piedra que se movía en la pared de este lúgubre calabozo. Los pergaminos me los trajo mi carcelero a cambio de un hermoso y rico medallón que yo todavía conservaba escondido entre los pliegues de mi ropa. El medallón es de oro y lleva por una cara la efigie de Jesús, y por la otra la hermosa imagen de la Virgen del Carmen. Hubiera guardado de buena gana esta reliquia, porque como buen cristiano sé que todo aquél que muere con un escapulario no padece las penas del infierno; pero es más importante para mí dejar constancia de la existencia de un milagro que alaba a Dios, que mi propia seguridad o egoísmo.

       Hoy es día tres de octubre del año de gracia de mil doscientos treinta del calendario cristiano.     

       Para que los que estos escritos encuentren y puedan leer en el futuro, quiero hacer, antes de comenzar a describir el santísimo milagro, una breve reseña de cómo llegue a esta prisión en la  que ahora me encuentro privado de libertad, de todos mis derechos reales y ya próximo a la muerte: después de la imborrable batalla de las Navas de Tolosa, año de mil doscientos doce del calendario cristiano, mediante la cual fueron derrotados muchos musulmanes y mi tío el gran Rey Ceit-Abuceit Mohamed el Nacir fue obligado por las tropas cristianas a buscar refugio en las costas africanas, muchos de sus soldados vinieron a buscar vivienda en mi segura fortaleza, y a ofrecerme la lealtad que tantos años habían profesado a mi tío. Mi fortaleza se encontraba, se encuentra, aunque ya no es mi fortaleza, situada al pie de uno de los más altos cerros que hay en la villa. Bajo ella se abre a la vista una agradable y pintoresca vega de nueve mil varas de longitud y tres mil quinientas de latitud, que está bañada por un río que nosotros llamamos Argos.

       Cuando mi abuelo se apoderó de está villa, al poco tiempo de ser conquistada Hispania por las tropas musulmanas, yo aún no había nacido. Mi abuelo le puso el nombre de: Carie-acat-Tadmir, que quiere decir en cristiano: La Fortaleza de Theodomiro, que así se llamaba mi tatarabuelo. Mi padre la heredó de mi abuelo y yo de mi padre.

       Cuando yo heredé este reino y me proclamé Rey, encontré entre las muchas ruinas romanas que bajo el suelo de mi fortaleza había, una hermosa lápida de mármol en cuya cara estaba esculpido el primitivo nombre de la villa que yo había hecho proclamar como capital de mi reino. El nombre era: Chara Baca, que los sabios de mi corte dijeron que significaba en lengua latina: campo de frutos pequeños. Y como vi que era verdad, ya que la ciudad era rica en olivos, almendros, nísperos, moras, nogales y frondosas parras con racimos de uva de todas clases y colores, hice llamar a la capital de mi reino Qarabaka, que es la mejor y más fácil manera de pronunciar ese nombre en árabe. 

       Todo iba muy bien en mi reino. Hasta que un día, concretamente el día quince de septiembre del año de mil doscientos trece del calendario cristiano, un día después de haber mandado esculpir sobre la pared que sostiene la ventana por donde entraron los ángeles portadores de la Cruz el tercer mensaje conmemorativo de mi gloriosa conversión, mi primo Abu Ceit-Allah Muhammad Ibn Hud, quince años más joven que yo, hombre de toda mi confianza y valeroso coronel de mis ejércitos, al ver que por designio de los ángeles de Jesús yo dejaba la religión de mis padres y me convertía al cristianismo, abandonó mi reino acompañado de cincuenta hombres de su confianza que también decidieron dejar de servirme por creerme apóstata. Ibn Hud, mi primo, hijo de la hermana del rey de Zaragoza y de un general de sus ejércitos, se fue maldiciéndome y diciéndo que: "todo el que reniega de la verdadera fe está llamado a ser esclavo o preso, porque no hay más Dios que Alá ni más apóstol que Mahoma, su profeta". Me dijo asimismo que no descansaría hasta vencer a todos los que, como yo, habían renegado de la fe y de las enseñanzas del profeta. No tomé yo, por entonces, muy en serio sus amenazas. Creí que era una rabieta de un joven malcriado, porque en realidad era, o yo creía que lo era, un hombre noble, valeroso, bueno, en cierto modo fiel, formal, tranquilo y siempre optimista; aunque tengo que decir, que de decisiones rápidas.

       Hice mal, como pude comprobar más tarde, en no tomar en serio sus amenazas, porque mientras que yo rezaba y pedía a Dios por mi primo, él se dedicaba a reunir un gran ejército de fanáticos y aventureros ansiosos de recuperar la unificación de la fe y ávidos de grandes botines.

       Cinco años más tarde, el día doce de marzo de mil doscientos dieciocho del calendario cristiano, Ibn Hud, se presentó ante las inmediaciones de mi fortaleza respaldado por una guarnición de quinientos hombres. No se acercaron al castillo ni se dejaron ver hasta que se hizo de noche. Entonces, escalaron las murallas con una escala de cuerda y degollaron a todos los centinelas que estaban de guardia. Al ser nosotros sorprendidos en pleno sueño no pudimos responder a tan cobarde ataque. Naturalmente no esperábamos que nadie nos atacara, ya que en aquellos tiempos los musulmanes estaban completamente vencidos y dispersos, y entre todos los reyes cristianos y mi reino, reinaba una gran tranquilidad y un gran entendimiento nacido de treguas y alianzas que yo tenía que pagar a muy alto precio. Yo y los hombres que aún quedaban vivos, nos refugiamos en la Torre Sanfiro (ACLARACIÓN: hoy torre chacona), y desde allí enviamos a un hombre que intentó descolgarse por la muralla para pedir socorro. Pero mi primo, Ibn Hud, que lo vio, mandó prender fuego a la puerta de la torre y todos los demás tuvimos que rendirnos.

       Nadie, excepto yo, quedó vivo. Mi primo, Ibn Hud, había cambiado. Ya no era el hombre noble, bueno, fiel, formal y siempre optimista que yo había conocido y educado. Ahora era cruel y sanguinario. Por orden suya, decapitaron a mis oficiales; degollaron a mis soldados; atormentaron, hasta hacerles morir, a mis ministros; se divirtieron con las mujeres, les cortaron los pechos y después las mataron; y, por último, estrellaron a los niños contra los muros de la fortaleza. Todo ello ante mí, sabedores del dolor que la visión de tan terroríficos actos causaba en mi corazón.

       Aquello fue el principio de una escala de terror, fanatismo y miedo. Con la promesa del restablecimiento de la unidad de Al-Andalus, Ibn Hud, fue poco a poco reclutando más y más hombres. Conquistó Murcin, Taybaliyya, Mulah, Muratalla, Socouos, Nerpe, Yeste, Catena, Lurqa, Miravet, Vulteyrola, Aznar, Balanah, Ceheginh, Uriyola, Ilsh, Ayyinh, Lacant y Balantalh.

NOTA ACLARATORIA. Murcia, Taibilla, Mula, Moratalla, Socovos, Nerpio, Yeste, Catena, Lorca, Miravetes, Bolteruela (posteriormente llamada: Puebla de don Fadríque), Iznar, Villena, Cehegín, Orihuela, Elche, Hellín, Alicante y Valencia.

      Ibn Hud, se proclamó Rey, sin tener linaje para serlo, el primero del Ramadan del año seiscientos veinticinco (cuatro de agosto de mil doscientos veintiocho del calendario cristiano).

       He de reconocer que yo fui un irreconciliable enemigo de los cristianos. Confieso que yo también fui cruel y sanguinario. Maté, cautivé y privé de libertad a muchas personas, sobre todo cristianas. Nunca desprecié medio alguno para reírme de los que rezaban a Jesucristo, y derramé mi furor contra los prisioneros que se encomendaban a Él antes de ser ajusticiados por mis soldados.

       Un día, con la idea de engrandecer y embellecer más mi palacio, di orden de que todos los cristianos cautivos trabajaran en sus oficios bajo las ordenes de mis maestros. Entre todos los cautivos se encontraba un bendito sacerdote de la Orden de Predicadores que decía ser de Cuenca y llamarse Chirinos, que había venido a las tierras de Qarabaka llevado por su amor a Dios y su celo por enseñar y predicar el Evangelio. Lo que le llevó a ser hecho preso por mis soldados y estar, por aquellos días, cautivo en estos mismos calabozos en los que hoy yo me encuentro.

       Todos los días salía a inspeccionar las obras que los cristianos, bajo la dirección de mis maestros, estaban realizando. Pero un día observé que, mientras los demás cautivos trabajaban, había uno que estaba quieto y en actitud de oración constante. Entonces le pregunté que por qué no imitaba a sus compañeros trabajando en el oficio que supiera; a lo que él me contestó: que no podía complacerme porque no tenía cuanto necesitaba para hacer lo que él sabía hacer. Pues, según dijo, su oficio no era otro que el de celebrar el Santo Sacrificio de la Misa. Yo vi en aquella respuesta una ocasión única e irrepetible para poder, con algunos de mis ministros y consejeros, reírme a costa de aquél que yo creía entonces un tonto o un desgraciado. Y a tal efecto hice venir a uno de mis soldados para que se pusiera a la disposición de aquel cautivo y trajera todo lo que él necesitara para celebrar la Misa. El soldado fue buscando entre los diversos botines que de los cristianos teníamos en las arcas de mi reino, y proporcionó al sacerdote todo lo que necesitaba para celebrar la Santa Misa.

       Al día siguiente, yo, con diez de mis ministros y veinte de mis consejeros, nos presentamos en la habitación donde el sacerdote iba a celebrar la misa con ánimo de mofarnos de él y de su liturgia que, entonces, creíamos era ridícula e ineficaz. El Padre Chirinos salió revestido con los ornamentos sagrados que el soldado le había proporcionado y se dirigió hacia el altar para celebrar el Santo Sacrificio. Mas cuando iba a dar principio, notó que faltaba para el acto lo más esencial: la Cruz del Redentor. Así que, de repente, se quedó parado. Entonces yo le pregunté que por qué no empezaba. Y él me respondió que la causa era debida a que el soldado no le había traído el elemento más necesario para la celebración de la Misa... Pero todavía no había acabado de decir estas palabras, cuando aparecieron milagrosamente por la claraboya en la que yo hice esculpir la reseña de la milagrosa aparición, dos ángeles que conducían una Cruz de dos brazos... ¿Es eso lo que necesitabais? —le pregunté, un poco asustado y muy maravillado por aquella celeste escena—. El sacerdote al oírme alzó los ojos siguiendo mi dedo índice, y al ver aquel Sagrado Leño conducido por dos bellísimos ángeles celestes, con lágrimas en los ojos se adelantó a recibirlo con veneración de sus divinas y angelicales manos. Después, colocó el Sagrado Leño en el Altar, y celebró gozosamente la Misa.

       Tengo que decir que, tanto a mí como a los que me acompañaban, nos conmovió tan palpable y milagroso hecho. Y convencidos de que semejante prodigio solo podía ser obra del verdadero Dios, renunciamos todos a nuestras falsas creencias, y abrazamos la Religión Cristiana.

       Y para perpetuar la memoria de ese maravilloso suceso, hice esculpir en las paredes de la estancia donde esto sucedió la inscripción de mi conversión que, a la vez, atestigua la verdad de la aparición de la Santísima Vera-Cruz.

       En recuerdo de aquel maravilloso suceso y en memoria del Santo Padre Chirinos, quiero que mis últimas palabras escritas sean las que él mismo pronunció ante aquel Sagrado Leño, con las mismas lágrimas que entonces embargaron sus ojos y con la misma emoción que hoy inflama mi corazón: Dei gratia.