Entre las dolorosas noticias que diariamente recibimos
del tremendo maremoto que ha devastado numerosas poblaciones de Asia, hemos
podido leer que entre los miles y miles de cadáveres que se están encontrando,
no se ha hallado todavía ningún animal muerto, ni pequeño ni grande. ¡Qué
curioso! Siendo aquellas tierras de animales salvajes, sobre todo de elefantes,
ni uno solo de ellos fue alcanzado por el terrible siniestro. Pero hay más
todavía; de las tribus que permanecen salvajes, exceptuando algunas cuyos
miembros viven más en contacto con la civilización, ninguna de ellas ha
perdido ni un solo miembro de su comunidad. Tanto los animales salvajes como los
hombres que viven todavía en armonía con la naturaleza y con los mismos
animales, tuvieron como un sexto sentido que les avisó, con tiempo suficiente
para ponerse a salvo, del terrible desastre que se aproximaba. Parece ser que el
hombre civilizado tubo en tiempos antiguos este sexto sentido, pero conforme fue
civilizándose lo perdió. Es decir, lo fue perdiendo gradualmente, conforme se
acomodaba a los nuevos mecanismos que fueron poco a poco llenando su hogar y el
lugar de su trabajo. Antes de inventarse el reloj, por ejemplo, el hombre sabía
con certeza la hora que era tanto de noche como de día con sólo oír el cantar
de los pájaros; antes de que existiera la ciencia de la meteorología, el
hombre sabía si iba a llover, granizar, nevar o hacer aire, con sólo mirar al
cielo; antes de que ocurriera un desastre, el hombre sabía qué clase de
tragedia iba a ocurrir porque algo en su interior le avisaba de ello y porque
los animales que lo rodeaban cambiaban su conducta habitual... El hombre
civilizado ha perdido este sexto sentido porque todo lo que antes obtenía por sí
mismo y por la observación de los animales y de la naturaleza que lo rodeaba,
lo obtiene hoy cómodamente por la prosperidad y el progreso. Podríamos decir
que el hombre ha ido sufriendo progresivamente un proceso de secularización,
que es el proceso cultural por el que mundo es progresivamente «desdivinizado»,
«desmitificado» y entregado a la razón, a la comodidad y al poder del hombre.