LOS ESENIOS
INTRODUCCIÓN
El ser humano ha estado siempre
sumergido en el error de creer que sus modelos religiosos, políticos, de raza,
de casta, de género o de cualquier otro concepto, fueron en toda época los
patrones indiscutibles e irrefutables a los que había que servir y venerar. De
ahí que el axioma extra Ecclesiam nulla salus que pronuncia san Ciprino
en su Epístola, de que «fuera de la Iglesia no hay salvación», haya
sido tan patrocinado y repetido por todas las religiones del mundo.
Además de
tomar las armas para aniquilar y hacer desaparecer de la faz de la tierra a
quienes creían en otro dios que no era el nuestro, fuimos creadores de
instituciones cuya única misión era perseguir y exterminar herejes; o sea,
todos aquellos religiosos que, profesando nuestra misma fe, se oponían a las
enseñanzas y proposiciones de la Iglesia que no estaban acordes con el Nuevo
Testamento. Quienes obraron así, no se dieron cuenta de que Jesús de Nazaret
murió en la cruz, precisamente, por oponerse a las enseñanzas y proposiciones
de su propia Iglesia. Y no fue una,
ni dos, sino muchas las veces que les recriminó a los escribas y fariseos
—que eran los que enseñaban la ley—, aquello de «¡Ay de
vosotros! Porque sois como sepulcros ocultos, y los hombres que andan por encima
no lo saben». Lucas 11,44.
Cuando se nos
acabaron los herejes, para no quedarnos sin trabajo, inventamos a las brujas.
Mujeres que, ante la ausencia de médicos en las zonas rurales, se dedicaban a
recolectar hierbas, a mezclarlas, a probar sus efectos en ellas mismas; y luego,
una vez conocidas sus propiedades, así como la enfermedad que curaban o que
aliviaban, a suministrarlas a quienes a ellas acudían en demanda de salud o de
remedio, siempre gratuitamente o a cambio de algún presente. Su único pago era
la devoción y el afecto que las gentes le profesaban, ya que al ser la mayoría
de las veces personas que vivían en la más completa soledad, por vejez, viudez
o soltería, sus casas eran visitadas a todas las horas del día.
Cuando una de
estas supuestas brujas era quemada por disposición de algún Auto de fe, las
medicinas que ya tenían catalogadas con el nombre de la enfermedad que curaban
o que aliviaban, los cuadernos de notas, los papeles donde solían escribir sus
averiguaciones, así como todas sus más mínimas pertenencias, eran también
quemadas porque nuestro Dios es fuego que todo lo consume... Si esto no
hubiese ocurrido así, si el ser humano no hubiese destruido personas que poseían
remedios terapéuticos hoy desconocidos y papeles donde esos remedios estaban
escritos, tal vez muchas enfermedades que en este momento están catalogadas de
incurables, pudiesen ser remediadas.
Una muestra que evidencia lo que se acaba de afirmar, es la historia de
los esenios, unos monjes que vivían en los desiertos solitarios y que,
precisamente por estar apartados plenamente de los seres humanos, pudieron
prevalecer sin ser perseguidos, y sus escritos, aunque muy estropeados y
fraccionados porque se van descubriendo poco a poco, haya podido llegar hasta
nosotros.
LOS ESENIOS
La
hermandad de los esenios fue fundada allá por el año 160 antes de Cristo por
un grupo de sacerdotes expulsados del Templo de Jerusalén que tenían ideas
contrarias a las doctrinas que se derivaban de las Escrituras. En los tiempos de
Jesús sus miembros eran más de seis mil repartidos por todas las tierras de
Israel.
En todas las ciudades, pueblos, aldeas y lugares, los esenios eran
queridos y admirados por todas las gentes que los conocían. Los miembros
liberados de la comunidad andaban los caminos ayudando al enfermo a salir de su
enfermedad, dando el pan que ellos pedían por amor de Dios a los necesitados y
a los hambrientos, ayudando a los desvalidos, predicando su doctrina entre las
gentes que voluntariamente los quería escuchar... Eran, sin lugar a duda, unos
hombres santos. De ahí que la gente, a través del tiempo, los fuera conociendo
como: «los esenios», del griego ’Esshnoí
(santidad) y del hebreo Hásayyá’
(hombres santos). Los esenios llegaron a hacerse tan populares y queridos de
todas las gentes que los fueron conociendo, que incluso una de las puertas de
acceso a la ciudad santa de Jerusalén fue bautizada con el nombre de: «Puerta
de los Esenios», en honor de estos santos varones y en recuerdo de su
continuo paso por el umbral de la misma.
Las ideas que estos monjes ascéticos tenían sobre Dios y sobre la Ley y
por las que fueron y seguían siendo expulsados del Templo de Jerusalén, eran
las siguientes: Si Dios había creado a la primera pareja, todos procedíamos de
ella, y por lo tanto, no sólo el pueblo de Israel era hijo de Dios, sino que
toda la humanidad lo era; la circuncisión podía contemplarse como medida de
higiene, pero no como alianza con Dios, porque esa alianza habría sido hecha
por Dios con los egipcios que la practicaban mucho antes de que Abraham se
circuncidara; que todo lo creado por Dios es bueno, por lo tanto el flujo
seminal del hombre no puede ser inmundo ni el flujo de sangre en la mujer
impura; los sacerdotes deben elegir libremente entre casarse y quedarse
solteros. El sacerdote que crea que sirve a Dios mejor casado y con
descendencia, que se case. Y el Sacerdote que crea que sirve a Dios mejor célibe
y estéril, que se quede soltero..., porque no es la descendencia ni la
esterilidad lo que hace santo al sacerdote, sino la vocación de servir, la
capacidad de amar y la disposición para asistir y darse al prójimo; que el
sacerdote ha de servir a Dios desde la pobreza, y vivir pobremente en
solidaridad con los desprotegidos del mundo; que los deformes provenientes de la
estirpe de Arón, también tienen derecho a mostrarse en el santuario para
ofrecer el pan de Dios y las combustiones de Yavé, pues los ciegos, los cojos,
los mutilados, los monstruosos, los quebrados de pie o mano, los jorobados, los
enanos, los bisojos y los hernioso, no tienen culpa de serlo.
Los esenios reconocían a Dios como rector supremo de la Creación, decían
que Él no intervenía en el devenir del mundo y creían en la resurrección de
los muertos en cuerpo y alma.
La comunidad estaba muy bien organizada, pero sin jefatura jerárquica.
Dentro de sus posesiones eran todos hermanos, todos iguales y con la misma
dignidad. Cada uno se atribuía a sí mismo un trabajo según sus conocimientos
o su vocación, y lo llevaba a
efecto con alegría, dignidad, honradez y espíritu de servicio; de manera que
cada cual respondía de su propio trabajo sin interferencias jerárquicas. El más
sabio de entre ellos era elegido como «el
maestro». Este no era precisamente un puesto de mando, sino un trabajo que
había que efectuar como otro cualquiera. El maestro estaba asesorado por doce
hermanos elegidos personalmente por él mismo, y su trabajo consistía en juzgar
imparcialmente todos los desacuerdos y dudas que existían entre sus hermanos.
Todos ellos conocían a la perfección su trabajo y lo ejercían a las mil
maravillas; por ejemplo, el que se encargaba de comprar, preparar y cocinar los
alimentos sabía a ciencia cierta que los requisitos para ejercer este cargo
eran los conocimientos profundos de la limpieza y la meticulosidad. Antes de
tocar cada alimento se tenía que lavar escrupulosamente las manos.
Su género de vida era ascético y cuando salían a la calle vestían de
blanco.
Cuando un aspirante era aceptado para convivir con ellos y ser educado en
sus creencias, lo primero que hacían con él era purificarlo sumergiéndolo por
completo en una balsa de agua; después le daban una túnica blanca, un
taparrabos para el baño y un instrumento para limpiar el suelo después de
satisfacer sus necesidades naturales. Antes de ser admitidos de pleno en la
comunidad eran probados durante un año. Después iniciaban otro periodo
probatorio de dos años de duración. Durante este lapso no les era permitido
ejercer ningún trabajo: eran aprendices y su única misión era estudiar y
aprender.
Casados y solteros vivían en comunidad, ya que las esposas, por el mero
hecho de estar desposadas con ellos, pasaban a formar parte de la hermandad.
Ellas elegían su propio trabajo, se sometían a su mismo género de vida y,
cuando salían a la calle, también vestían de blanco.
Ni los casados ni los solteros podían tener propiedades privadas, ni
nada que les perteneciera. El fruto de su común trabajo era puesto en manos del
hermano que ejercía el puesto de administrador. Los que no reunían condiciones
físicas para el trabajo, así como los enfermos y los ancianos, eran en todo
momento cuidados esmeradamente por los más privilegiados. La posesión en común
iba acompañada de la práctica de la pobreza personal. No desechaban túnica y
calzado hasta que ya resultaban del todo inaprovechables.
Rezaban a Dios cinco veces al día, repartidas de la siguiente manera: de
5 a 6; de 9.30 a 10.30; de 14 a 15;
de 18 a 19 y de 1 a 2. Para ello, se sentaban por orden de edad, atendían a la
lectura de libros sagrados y los interpretaban. Después, cada uno se buscaba un
rincón y rezaba o hablaba con Dios en solitario.
Sus ideales eran el amor a Dios, el amor al prójimo y el amor a la
virtud. El amor a Dios se manifestaba por el amor y el respeto a todo lo creado;
el amor al prójimo significaba la igualdad de todos los hombres, la exclusión
de la esclavitud, espíritu de amistad y ayuda, y sobre todo, cuidar de los
enfermos, los inválidos y los ciegos. El amor a la virtud, además de la
pobreza, implicaba frugalidad, sobriedad, paciencia, comprensión, respeto,
limpieza meticulosa del cuerpo tanto por dentro como por fuera, renuncia a la búsqueda
de honor y poder soportar con valentía el sufrimiento.
Las notas más características en su vida comunitaria y pública, eran
la mesa común, bienes comunes y vida cultural y ascética concebida en razón
de los pobres y los desprotegidos.
Por llevar
esta forma de vida, el grupo de los esenios era conocido, entre la gente, como: «comunidad»,
del griego «écclhsía»;
o sea, iglesia, comunidad o asamblea.
Eran estudiosos de las raíces y de las plantas medicinales, y observaban
con detenimiento las propiedades útiles de las piedras. Tenían más de cien
variedades distintas de raíces y plantas medicinales meticulosamente envasadas
y catalogadas con el sello de la enfermedad que curaban, que mitigaban o que
prevenían. Conocían, asimismo, plantas que producían extraños sueños,
hongos que volvían dichosos a los infelices y cactus mediante los cuales se podían
ver y explicar visiones celestes.
La limpieza de los lugares que habitualmente habitaban, así como la
profunda limpieza de su propio cuerpo, era una manera de purificarse y de
purificar los recintos donde todos convivían. Pues creían firmemente que allí
donde más de cinco estaban reunidos, Dios estaba con ellos. Y por esa razón se
bañaban tres veces al día y bebían grandes cantidades de agua para purificar
el cuerpo tanto por dentro como por fuera; limpiaban profunda y meticulosamente
los utensilios que usaban para comer, los muebles, los taburetes donde se
sentaban, los sitios donde se reunían y el pequeño santuario donde diariamente
ofrecían a Dios el oficio divino. Lavaban meticulosamente su cuerpo tanto por
dentro como por fuera para ser gratos a los ojos del Señor cuando éste
estuviera entre ellos; y limpiaban escrupulosamente todos los enseres y rincones
de la casa para que Dios estuviera a gusto en todos los lugares donde ellos se
reunían en su nombre para estar con Él.
Practicaban la imposición de manos porque creían que, mediante este
rito, la energía del sano pasaba al enfermo, y si no lo sanaba, le daba vigor y
fuerzas para vivir; la fortaleza del fuerte pasaba al débil; la sabiduría del
sabio o del viejo pasaba al ignorante o al inculto; la alegría del jovial
pasaba al triste; la bondad del apacible pasaba al malo; la dulzura del manso
pasaba al colérico...
Creían firmemente en la venida al mundo de un doble mesías: el mesías
de Arón y el mesías de Israel, es decir, un mesías de ascendencia sacerdotal
y otro de origen davídico. Y daban por cierto que ambos mesías se manifestarían
al mundo a través de ellos, pues ellos se tenían por el «resto santo»
de Israel que una vez más había superado la crisis de la historia. Ellos conocían
muy bien, porque lo habían meditado largamente, la idea profética del «resto»,
según la cual el plan salvífico de Dios se ejecutaría, no a través de
toda la colectividad de Israel, infiel y claudicante, sino a través de
sucesivas minorías cualificadas y preparadas. El profeta Safonías había
anunciado el juicio y la supervivencia de un resto «humilde y pobre»
que buscaría refugio en el nombre de Yavé... Los esenios creían firmemente
ser ese resto.
Su liturgia, u oficio divino diario, comenzaba con la lectura de textos
sagrados y comentarios de estos, y terminaba con el rito del banquete sagrado.
En el cual todos participaban comiendo un pedacito del mismo pan y bebiendo un
pequeño sorbo de una misma copa de vino.
Los esenios tuvieron también sus desacuerdos, y como consecuencia de
ellos hubo una escisión y se formaron dos grupos: los esenios «justos»
y los esenios «celosos». Los esenios justos siguieron en la misma línea
que siempre habían seguido, y los esenios celosos (zelotes) mezclaron la política
con la religión y comenzaron a cometer actos terroristas contra los romanos y
contra sus mismos correligionarios. Creían que el mesías de origen davídico
que había de nacer de entre ellos, sería un gran caudillo que lucharía contra
el poder de Roma y contra los reyes títeres de Israel para sacarlos del oprobio
y de la marginación inhumana a la que estaban sometidos. Y pensaban que debía
haber un ejército organizado, compacto y numeroso, para ponerse a sus órdenes
y facilitarle las cosas cuando estuviera entre ellos. Por esta razón se
jerarquizaron. Los que provenían de la rama sacerdotal se auto nombraron
sacerdotes, y los laicos tomaron grados militares y se escalafonaron en
millares, centenas, cincuentenas y decenas. Se instalaron por los alrededores
del mar Muerto y se construyeron una ciudad fortificada con murallas de gran
espesor y una gran fragua para templar las herramientas que usaban para trabajar
y las armas que fabricaban para luchar y cometer actos terroristas.
Redactaron también un Manual de la Guerra, y en él iban escribiendo las
tácticas y las estrategias que los mandos iban ideando, estudiando, practicando
y ensayando diariamente para que la luz venciera a las tinieblas.
La
lectura de los cuatro evangelios, los tres sinópticos y el de Juan, sorprende
un poco porque hay un momento en que Jesús niño desaparece y no vuelve a
presentarse hasta que ya es adulto.
El
Evangelio de Marcos, el primero que fue escrito, es el más breve. Y debe su
brevedad a que su autor omite totalmente el nacimiento y la infancia de Jesús.
Mateo, aunque coincidiendo en todo con el anterior, se dirige
especialmente a los judíos conversos. Se le ve esforzarse por demostrar que Jesús
es el Mesías anunciado y que su reino es ciertamente el esperado. El
evangelista pone mucho énfasis al presentar la venida, la persona, las enseñanzas
y las obras de Jesús como el coronamiento del Antiguo Testamento. Fin, éste,
esperado por los Padres y anunciado por los Profetas.
Mateo es capaz de recordar toda la genealogía del Salvador, comenzando
por David y terminando por Cristo Jesús, y es incapaz de recordar un solo día
de los años jóvenes del Nazareno, ya que lo único que recuerda es el
nacimiento en Belén y la vuelta a Nazaret. Después de estos dos recuerdos, el
niño desaparece, y cuando vuelve a mostrarse es ya un hombre adulto.
Lucas se manifiesta con un estilo muy superior al usado por los dos
anteriores. Encadena bien unos episodios con otros y se hace entender
escrupulosamente. Él es el que más sabe de la infancia del niño Jesús. Nos
describe con mucho detalle la Anunciación a María, la visita de Isabel, el
nacimiento del bautista, el misterio de la concepción revelada a José, el
nacimiento de Jesús, la circuncisión, la presentación en el Templo... Y desde
la presentación en adelante, no sabe o no quiere decir nada, quedan ahí un
montón de años que se pierden y permanecen en blanco.
Juan, que fue compañero de Jesús desde el bautismo en el Jordán, es el
último en ofrecernos sus recuerdos y reflexiones. En su evangelio trata de
completar a los sinópticos dando por sabido lo que en ellos hay escrito.
Selecciona unos pocos hechos de la vida de Jesús y los expone con amplitud,
completándolos con sus propios fundamentos, de tal manera que no sabemos dónde
acaba la palabra de Jesús y donde comienza la palabra de Juan... Pero, al igual
que los tres sinópticos, tampoco dice nada de los años mozos de Jesús de
Nazaret.
¿Qué ocurre, pues, con los años jóvenes de Jesús? ¿Por qué nadie
nos dice nada de ellos? ¿Dónde estuvo? ¿Qué hizo?
INFANCIA
DE JESÚS DE NAZARET[1]
Cuando
faltaban cinco meses para que mi hermano cumpliera los dos años, Herodes mandó
matar a todos los niños de dos años para abajo que hubieran nacido en Belén o
en alguno de sus términos municipales.
Nadie se explicaba el porqué, ni cómo Herodes había llegado a hacer
algo tan inhumano y despreciable. Aunque, al parecer, según se decía por la
ciudad de Nazaret, Herodes había procedido así aconsejado por algunos doctores
del pueblo que le habían dicho que la interpretación que los magos le habían
dado acerca de la aparición de la extraña estrella era cierta. Dijeron que tenían
sobrados motivos para pensar que un gran rey había nacido en Belén hacía dos
años y que pronto se cumpliría la profecía que decía que el recuerdo y la
estirpe de Herodes se borrarían de la tierra.
Mi padre temió por mi hermano Jesús, porque cuando nos empadronó en
Belén, tuvo que decir dónde había nacido cada uno de nosotros y dónde teníamos
en aquellos tiempos nuestra residencia. Y le habían dicho que los soldados de
Herodes estaban en Belén consultando los archivos de la Sinagoga y tomando nota
de las direcciones de los padres de los niños nacidos circunstancialmente en
Belén por aquella época.
Mi padre, esperando que más tarde o más temprano los soldados de
Herodes se hicieran presentes en nuestra casa para llevarse a mi hermano y
matarlo, asustado, se dirigió hacia la sinagoga de Nazaret y, allí, en el más
estricto secreto, mantuvo con el archisinagogo Zacarías la siguiente conversación:
—Que Dios te guarde, Zacarías —saludo mi padre.
—Que haga lo mismo contigo, José —contestó Zacarías—. ¿En qué
puedo servirte?
—Supongo que ya sabrás que Herodes, haciendo gala de su locura y de su
desamor por el pueblo, ha dado orden a sus soldados para que todos los niños
que hace dos años nacieron en Belén sean arrebatados del seno familiar y
ejecutados.
—Sí, lo sé, José. Lo sé. El demonio ha poseído a ese hombre...
—Zacarías, yo tengo un gran problema en este momento. Mi hijo Jesús
nació en Belén y fue empadronado en aquella ciudad. Al empadronarnos dimos la
dirección de Nazaret. Ha llegado hasta mis oídos que los soldados de Herodes
están anotando las direcciones de todos los niños que nacieron en Belén y que
hoy viven en otras ciudades. Dicen que en Siquem de Samaria, los soldados de
Herodes han llegado a la casa de un niño que nació en Belén por aquellas
fechas y lo han matado delante de su padre y de su madre. Temo por mi hijo Jesús,
Zacarías. ¿Qué puedo hacer? ¿Dónde puedo esconder a mi hijo?
—¡Dios sea loado! —exclamó Zacarías—. Veo que tenemos un grave
problema. Sin embargo, creo que vamos a poder solucionarlo. Mi hermano Josué,
que hace cuatro años era sacerdote del Templo de Jerusalén y que fue expulsado
por desacuerdos religiosos con sus correligionarios, es ahora miembro de un
grupo de monjes esenios que tienen el santuario en las afueras de Quedes. Ellos
suelen tomar niños para darles su doctrina y educarlos en el temor de Dios y en
la Ley de Moisés. Hace tres meses yo mismo llevé a mi hijo Juan para que se
eduque entre ellos y sea el día de mañana un hombre santo, como todos ellos lo
son. Si quieres, José, podemos salir ahora mismo hacia Quedes llevando a tu
hijo escondido en el carro de la sinagoga. Puedes estar seguro, José, que allí
nadie lo buscará. Creo que aquél es el lugar que más garantías ofrece para
esconder a tu hijo.
—¿Pero de qué rama son esos esenios? ¿De los celosos o de los
justos? —preguntó mi padre.
—Son de la rama de los justos, José. La rama pacífica que en tan alto
concepto tiene Herodes. Si hubieran sido de la rama violenta, ni yo hubiera
llevado a mi hijo Juan, ni te hubiera propuesto llevar a tu hijo Jesús con
ellos. Así que, en tus manos está tomar la decisión, José. Si estás de
acuerdo lo podemos llevar hoy mismo...
—Estoy de acuerdo, Zacarías —contestó mi padre viendo un rayo de
esperanza en la solución que le había propuesto el archisinagogo—. No sabes
cuánto te agradezco que me ayudes en tan triste y desagradable momento.
—No tiene importancia, José. Los parientes estamos para eso. Ahora,
mientras yo preparo el carro de la sinagoga, ve rápidamente a por tu hijo. Pero
procura no tardar, José. Porque, aunque el trayecto no es muy largo, no quiero
que la noche nos sorprenda en el camino. Aquellos lugares están plagados de
ladrones y bandidos.
—Estaré aquí en un momento, Zacarías. No te preocupes —manifestó
mi padre para tranquilizar a su amigo, saliendo después de la sinagoga lo más
rápidamente que pudo.
Aquel día,
mi hermano Jesús salió de nuestra casa, y ya no volví a verlo más hasta que
nuestro padre entró en las agonías de la muerte. Las únicas noticias que tuve
de él, eran las que mis padres y mi hermano Santiago me traían cada vez que
iban a verlo.
Se dice que san Jerónimo
encontró trozos de este evangelio en manos de algunos anacoretas que vivían
como él en un valle muy escondido del desierto de Calkis. Se dice también que
aceleró el aprendizaje de la lengua hebrea precisamente por el impacto que
algunas de los trozos de este evangelio produjeron en su espíritu. Las enseñanzas
que iba descubriendo a medida que los traducía, causaran en el santo un
profundo efecto que no olvidaría jamás.
Pocos trozos
de este evangelio fueron los que el santo Jerónimo pudo dejar traducidos. No
obstante, algo bueno sí que hizo, y ello fue que todos los trozos que fue
reuniendo entonces, hoy se encuentran en el Archivo Vaticano esperando que
alguien termine de traducirlos.
En este evangelio Jesús se
comporta más como médico que como hombre religioso. Es seguido en todo momento
—y en esto si que son coincidentes los evangelios sinópticos—, por personas
enfermas, lisiados, ciegos, endemoniados...
Los remedios que Jesús prescribe a los enfermos que le siguen, están
siendo hoy motivo de asombro en las modernas instituciones médicas. Muchos de
los tratamientos recetados por Jesús a sus enfermos han sido descubiertos hace
apenas unos años.
Allí vemos como Jesús les dice a todos sus seguidores, especialmente a
aquellos que padecen de alguna enfermedad renal, que beban mucha agua, que beban
agua hasta que su orina se cambie de amarilla a blanca... Hoy vemos cómo la
mayoría de los médicos, y todos los urólogos, aconsejan a sus pacientes beber
un mínimo de dos litros de agua diaria. Incluso hay personas que llevan siempre
consigo una botella de agua para beber y beber hasta que su orina se convierta
en blanca.
Otro de los remedios que Jesús aconseja a sus seguidores, es el de que
coman muy a menudo toda fruta u hortaliza que tenga la piel morada, como la uva
negra, la berenjena, la mora, la zarzamora, el higo, los arándanos, las
grosellas, las ciruelas moradas, los espárragos trigueros... No hace mucho los
investigadores médicos descubrieron que el consumo de estas frutas retrasa el
envejecimiento, mantiene un mejor funcionamiento de la memoria y, por si fuese
poco, previene el cáncer.
En este evangelio Jesús nombra a la Trinidad de la siguiente forma:
Padre, Hijo y Madre Tierra. De ahí que cuando los enfermos le preguntan con
desconcierto: «¿Quién es nuestra Madre y dónde está su reino?» Él
conteste: «Vuestra Madre está en vosotros y vosotros en Ella. Fue Ella
quien os dio el cuerpo, y a Ella tendréis que devolvérselo algún día. La
sangre que en nosotros corre ha nacido de la sangre de nuestra Madre Terrenal;
el aire que respiramos ha nacido de nuestra Madre Terrenal; la dureza de
nuestros huesos ha nacido de los huesos de nuestra Madre Terrenal; la delicadeza
de nuestra carne ha nacido de la carne de nuestra Madre Terrenal; la luz de
nuestros ojos y el oír de nuestros oídos han nacido ambos de los colores y de
los sonidos de nuestra Madre Terrenal, que nos envuelve como envuelven las olas
del mar al pez... De ella nacisteis, en ella vivís y a ella de nuevo retornaréis.
Guardad por tanto sus leyes, pues nadie puede vivir mucho ni ser feliz sino
aquel que honra a su Madre Terrenal y cumple sus leyes. Pues vuestra respiración
es su respiración; vuestra sangre su sangre; vuestros huesos sus huesos;
vuestra carne su carne; vuestros ojos y vuestros oídos son sus ojos y sus oídos.
Quien daña a la Madre Tierra se daña a sí mismo...»
Una de las conclusiones a las que se ha llegado modernamente, es a la de
que lo peor que hizo el ser humano fue calzarse y acostumbrarse al calzado. Al
cubrir sus pies, se quedó sin la posibilidad de la única «toma de tierra»
que poseía.
Todo
mecanismo que funcione con energía necesita una toma de tierra para descargar
la sobrante. El ser humano no se libra de esta necesidad. Convierte un tanto por
ciento bastante elevado de los alimentos que consume en energía. Ésta es
necesaria para el organismo humano porque sin ella no existirían esos
impulsos nerviosos que forjan el movimiento. Los nervios son cables que sin
energía no podrían funcionar, y como tales, necesitan toma de tierra para
descargar la sobrante. Tal vez sea por ello por lo que el moderno ser humano esté
sumido en tantas depresiones y en tantos problemas nerviosos. Algunos médicos
han comenzado a aconsejar a sus pacientes que procuren descalzarse en lugares
arenosos. En las orillas de las playas y de los ríos, donde, después de pasear
un rato descalzos, habrán descargado tensiones y se sentirán mejor.
—¿Qué hemos de hacer para hallar la salud? —le preguntan sus
seguidores en otra ocasión.
Y él les contesta:
—Buscad el aire fresco del bosque y de los campos; buscad el agua.
Quitaos allí el calzado y andad por la orilla. Después meteos en el agua
y entregaos por entero a sus acogedores brazos, y así como antes el aire penetró
en vuestra respiración, que el agua penetre también en vuestro cuerpo. Luego
dejad que la luz del sol abrace vuestro cuerpo. Tened en cuenta que los ángeles
del aire, del agua y de la luz del sol son hermanos. Y fueron entregados al los
hijos de la Madre Tierra para que estos pudiesen servirse de ellos e ir siempre
de uno a otro.
El bautizo es aconsejado por Jesús en este evangelio no como sacramento
que nos libra del pecado original, sino como limpieza del cuerpo que nos libra
de las enfermedades.
—Entregaos por entero a los acogedores brazos del agua
—dice Jesús a sus seguidores—, y así como el aire penetra en
vuestra respiración que el agua penetre también en vuestro cuerpo. En verdad
os digo que el ángel del agua expulsará de vuestro cuerpo toda inmundicia que
lo mancille por fuera y por dentro. Y toda cosa sucia y maloliente fluirá fuera
de vosotros, igual que la suciedad de las vestiduras, lavadas en el agua, se va
y se pierde en la corriente del río...
Luego sigue diciendo el evangelio:
Y cuando se bautizaron a sí mismos, el ángel del agua penetró en
sus cuerpos, y de ellos salieron todas las abominaciones e inmundicias que les
estaban dañando, y semejante a un río que descendiese de una montaña,
salieron a borbotones de sus cuerpos grandes cantidades de inmundicias duras y
blandas...
En el evangelio de los esenios
hemos visto que la Santísima Trinidad es nombrada Padre, Hijo y Madre Tierra.
El hecho de que en los evangelios canónicos se la describa como Espíritu Santo
en vez de como Madre Tierra pudo haber sido debido a que fuese cambiado el
nombre en algún momento de la historia del cristianismo. ¿Pero dónde, por qué
y cuándo se tuvo la necesidad de cambiar el nombre? Sigamos los eslabones de
esta cadena. En los primeros tiempos cristianos se vivía la realidad de un Dios
en tres personas de una forma casi natural, sin necesidad de elaborar teorías
sobre su relación, unidad ni diferencia, es decir, muy parecida a la que nos da
a conocer el evangelio de los esenios. Tal era así, que los sinópticos no
hablan mucho del Espíritu Santo. Parece ser que por aquellos días la comunidad
cristiana identificaba el espíritu con la fuerza. Según Lucas, el espíritu
es el mayor regalo del cielo...
En el libro de los Hechos de los Apóstoles es donde comienza a ser
presentado el Espíritu Santo. Allí es el Espíritu el que conduce el
desarrollo de la naciente Iglesia, y su acción sobre ella es constante. Tal vez
por ello se conozca este libro como «el Evangelio del Espíritu Santo».
El Evangelio de Juan sigue mostrándonos el Espíritu Santo. Este
Evangelio está lleno de su presencia. Allí se nos muestra como el don del
Padre que será enviado por petición de Jesús a lo más profundo del corazón
del hombre, donde habitará...
En las cartas de san Pablo se habla ya muchísimo del Espíritu Santo,
pero parece ser que su argumento más característico es que toda la existencia
cristiana se desarrolla y se mueve por el Espíritu. Para Pablo, la acción del
Espíritu Santo no se queda en pura interioridad, sino que se exterioriza en una
serie de virtudes que él llama «frutos del Espíritu». Estos son los
que caracterizan el talante cristiano y le hacen estar presente en el mundo de
una manera determinada y no de otra.
Desde el
libro de los Hechos de los Apóstoles, pasando por el Evangelio de Juan, hasta
llegar a las cartas de san Pablo, como si fuese una bola de nieve que conforme
rueda y rueda más grande se va haciendo, el Espíritu Santo es manifestado como
un dinamismo interno que actúa en el interior del hombre. O como dice Jesús en
el evangelio de los esenios: «Vuestra Madre está en vosotros y vosotros en
Ella».
El hecho que
nos lleva a pensar que el nombre de Madre Tierra fuese cambiado en algún
momento de la historia del cristianismo por el de Espíritu Santo, es que los
hagiógrafos que intervinieron en las escrituras del Nuevo Testamento fueron
todos educados en el judaísmo. Y habrá que recordar el rechazo que esta religión
siente hacia todo lo que proviene de la mujer por el hecho biológico de tener
la menstruación. Rechazo que viene directamente de Yavé. Así lo afirma la
tradición judía: «Yavé habló a Moises, diciendo: Habla a los hijos de
Israel y diles: Cuando dé a luz una mujer y tenga un hijo, será impura durante
siete días; será impura como en el tiempo de su menstruación. El octavo día
será circuncidado el hijo, pero ella quedará todavía en casa durante treinta
y tres días en la sangre de su purificación; no tocará nada santo ni irá al
santuario hasta que se cumplan los días de su purificación. Si da a luz una
hija, será impura durante dos semanas, como en el tiempo de su menstruación, y
se quedará en casa durante sesenta y seis días en la sangre de su purificación.
Cuando haya cumplido los días de su purificación, según haya sido hijo o
hija, presentará ante el sacerdote, a la entrada del tabernáculo de la reunión,
un cordero primal en holocausto y un pichón o una tórtola en sacrificio por su
pecado...»
A la luz de lo expuesto, vemos como la mujer es despreciada social,
religiosa y moralmente entre los israelitas y queda arrinconada y relegada a
servir en una categoría muy inferior a la del varón. Éste, por el contrario,
sigue siendo el centro y la cima de la Creación. A diferencia de ella, al varón
le estaba permitido ser polígamo y repudiar a la mujer cuando creía que ésta
era un poco torpe.
Todo lo expuesto nos lleva a
pensar que tal vez pudo ser este el motivo por el cual se decidiese cambiar el
nombre de Madre Tierra por el de Espíritu Santo, pues en ambos casos su
significado es el mismo. Incluso si nos decidimos a penetrar en el sentido que
al Espíritu se le da en la religión judía, y por lo tanto en el Antiguo
Testamento, de donde estamos seguros fue tomado por
quienes decidieron cambiar el nombre, vemos que allí el espíritu es
llamado «ruah», que se presenta casi siempre como viento. Un viento que
a veces es impetuoso y otras veces suave como un murmullo. También se presenta
como aliento, hálito de vida que transforma la carne del hombre y le da ser...
Y a lo que hay que dar más importancia, según mi opinión, es que «ruah»,
en hebreo, es nombre del género femenino.
El evangelio de los esenios es
un texto que a pesar de que el papa Benedicto XVI haya admitido ya en varias
ocasiones que Jesús de Nazaret pudo haber sido educado entre estos hombres
santos, sigue siendo hoy en día considerado como apócrifo.
Etimológicamente,
el término apócrifo viene del griego «àpócrnfoV»
y significa «cosa escondida, oculta». Y se utilizaba en la antigüedad
para designar los libros que pertenecían a una secta secreta, o a los
pertenecientes a grupos que se iniciaban en algún misterio oculto. Entre los apócrifos
romanos se pueden citar, por ejemplo, los libros
Sibilinos y el Ius Pontificum.
Pasando el tiempo, el término apócrifo vino a significar: «libro de
origen dudoso».
Más tarde, cuando los cristianos hicieron suyo este vocablo y lo
pusieron en circulación, comenzaron a conocerse como apócrifos todos los
escritos sagrados de autores desconocidos que eran, o que podían ser,
sospechosos de herejía. Por esta razón, el término apócrifo, comenzó a
conocerse como: «escrito sospechoso de herejía no recomendable».
Visto de esta
forma, se pueden considerar como libros apócrifos todos los escritos que
tocando temas análogos a los de la Biblia no hayan sido aceptados por la
Iglesia. Para ello se argumenta lo siguiente:
[1]
Sacado del libro titulado: «El evangelio de la hermana de Jesús». Antonio
Galera. Trirremis 2002.