Hasta
El año 1251, en que el escapulario fue entregado a la Orden de los
Carmelitas, de las manos de la Virgen a san Simón Stock, este
símbolo no fue más que una especia de delantal que los monjes
vestían sobre el hábito religioso para desempeñar las diversas
faenas del monasterio o convento que albergaban. El escapulario,
al ser usado en el duro trabajo diario, era aceptado y conocido
por los monjes como «la cruz de todos los días».
Este delantal o escapulario
que los monjes se ponían para no mancharse durante sus duros
trabajos, era una prenda muy parecida a la «sobrevesta» que los
caballeros usaban sobre la armadura. Un atavío de tela tan ancha
por delante como por detrás, y en cuyas dos partes se podía lucir,
bordado a todo color, el escudo de armas del caballero.
El fervor
religioso que las cruzadas infiltraron en toda la Europa
cristiana, encaminaron a las personas sencillas, es decir a
aquellos que no eran nobles ni caballeros, a querer participar
también, de alguna forma, en la revolución cristiana.
Fueron
muchas, muchísimas personas, las que, sin dejar por ello de ser
laicos, quisieron unirse a las diversas órdenes religiosas para
que su lucha tuviera un sentido más cristiano y oficial.
Como es
natural, ante una avalancha tal de solicitantes, la Iglesia,
después de sopesar los pros y los contras, decidió acoger a estas
tropas que gratuitamente venían a ofrecer sus donaciones y
esfuerzos. Enseguida fueron conocidos bajo el nombre común de
«Confraternidades».
Las
órdenes religiosas, con el permiso papal, comenzaron a dotar a
todos los laicos que se lo solicitaban de un vestuario simbólico
que en adelante les serviría para participar en algunos de sus
actos, en todos los trabajos y, como es de suponer, en la
manutención y mejoras del convento donde solicitaban su ingreso.
También le era obligado al solicitante, para llevar a cabo más
firmemente su apostolado, aprender la catequesis para predicarla
después: «Porque el Confraterno, esté donde esté, siempre
tendrá trabajo a mano. Aunque sólo sea decir unas palabras de
consuelo a un pobre anciano, o enseñar a algún pequeñuelo a hacer
la señal de la cruz...»
Este
simbólico vestuario constaba de las siguientes partes del hábito
del monje: capa, cordón y escapulario (delantal de trabajo).
Sin
embargo no todas las órdenes estuvieron dispuestas a que personas
que no fuesen monjes ya consagrados o aspirantes a serlo, pudieran
compartir con ellos rezos, predicaciones, capítulos y trabajos, es
decir, todo aquello que venía a romper la intimidad de un grupo
bien avenido y compenetrado que dedicaban sus vidas al rezo y a la
contemplación.
La Orden
del Carmelo fue una de ellas. Y así, aunque esta orden no pudo
evitar, para no romper su voto de obediencia, dotar, a cuantos de
ella lo solicitaban, de capa y cordón, cosa que no les comprometía
a nada, sí que se lo pensaron mucho antes de suministrar el
escapulario, ya que el escapulario era el pase que necesitaba
cualquier laico para entrar al convento en las horas de trabajo.
Los Carmelitas salieron de este aprieto disminuyendo el
escapulario, de forma que, sin dejar de ser un delantal de lino
marrón, sirviese sólo para llevarlo colgado en el cuello, y no
para prestar servicios dentro del convento.
Y aquí es
donde hace su aparición san Simón Stock, Padre General de la Orden
Carmelita, de quien se comienza a decir que la Virgen del Carmen
le hace entrega personalmente del escapulario en el año ya
reseñado de 1251, en Ayslesford, condado inglés de Kent, donde el
santo residía, diciéndole: «Este debe ser un signo y un
privilegio para ti y para todos los carmelitas, ya que quien muera
con un escapulario no sufrirá los castigos del infierno».
Al poco
tiempo, el escapulario de los Carmelitas, se había convertido en
un signo amparador. Todo el mundo lo solicitaba para llevarlo
colgado al cuello. Se había corrido la voz de que el escapulario
era una especie de talismán que libraba a quienes lo llevaban
colgado al cuello de las intervenciones diabólicas, del mal de
ojo, del pecado... Pues no en vano la Virgen se había comprometido
personalmente a librar de las penas del infierno a quienes
murieran con uno colgado al cuello.
Los
Carmelitas, que siempre se distinguieron por pertenecer a una
orden seria y amante de la verdad, hicieron pregonar, mediante las
prédicas que sus monjes iban dando de pueblo en pueblo y de ciudad
en ciudad, que aunque el escapulario carmelita era un buen remedio
para no padecer las penas del infierno, lo más importante de él
era que, quienes lo llevaban, tenían siempre abierta la
comunicarse con Cristo a través de su madre la Virgen María. Y de
esta forma, y a través de los años, el escapulario se ha
convertido en uno de los signos Marianos más importantes de la
historia cristiana.
Los
vínculos que el escapulario tuvo con el Temple son muy sencillos.
La mayoría de la gente sabe de la gran devoción que San Bernardo
sentía por la Madre de Nuestro Señor Jesucristo. Y quienes saben
eso, saben también que el santo Abad de Claraval fue quien movió,
desde su principio, los hilos espirituales y religiosos de la
Orden del Temple. En muchas ocasiones, y en nuestra agradable
búsqueda de documentos que nos sirvan para robustecer nuestra
colección, nos hemos encontrado con oraciones del temple que están
dirigidas a la Virgen, o donde Ella interviene de alguna manera.
Como ejemplo de lo que afirmamos, veamos esta carta escrita en el
año 1270 por el maestre Bermudo Menéndez, dirigida a sus
caballeros: «Tenedlo siempre presente, siquiera de un modo vago
y confuso en todo momento. Unid vuestra intención y voluntad a la
suya. De tal suerte que cada acto y cada súplica del día se haga
con Ella. No debe ser excluida de ninguna cosa: sea que roguéis al
Padre, al Hijo, al espíritu Santo, o a algún Santo, hacedlo
siempre en unión de María, y Ella repetirá vuestras mismas
palabras ante su Hijo y os protegerá. Y Ella y vosotros abriréis
vuestros labios al unísono. Ella tomará parte en todo. Si esto
hacéis, ya no estará meramente a vuestro lado. Estará, en cierto
modo, dentro de vosotros, y vuestra vida será una entrega continua
a Dios de cuanto poseéis en común entre vosotros y Ella:
Jesucristo.»
Aquellos eran tiempos de símbolos.
Sólo sabían leer y escribir los sacerdotes diocesanos, los monjes
y los escribanos. Así, pues, para que la gente supiera qué era lo
que se vendía en los diversos establecimientos, se fueron
inventando distintivos: los panes se veían en carteles que
colgaban en las puertas de las panaderías, los barriles en las
puertas de las tabernas, las camas en las hospederías... Los
santos eran simbolizados con el número en que se celebraba su
onomástica, san Antonio, por ejemplo, fue representado con el
número 13, y la Virgen del carmen con el número 16. Incluso el
diablo, como todos vosotros sabéis, tenía su simbología numérica,
el 666.
El número con que la
iglesia designó a la Virgen del Carmen, el 16, fue muy importante
para los templarios porque, según la ciencia numérica de los
pitagóricos, ciencia que ellos dominaban, el número 16 les
revelaba algo muy importante: la esencia divina, compuesta por el
1 o único Dios, y la doble trinidad, representada por el
seis 6: Dos veces Padre, dos veces Hijo, dos veces Espíritu
Santo. La superabundancia de los auxilios del Padre, la
superabundancia de los auxilios del Hijo y la superabundancia de
los auxilios del Espíritu Santo.
Para terminar hemos de
decir que desde el año 1251 los templarios, además de tener
presente a la Virgen en sus vidas y en sus oraciones, tal como les
fuera enseñado por san Bernardo, tuvieron como distintivo
protector, sobre todo cuando tenían que entrar en batalla, el
escapulario de la Virgen del Carmen... Y puede que incluso el
último Gran Maestre y sus dos lugartenientes, fueran quemados en
la hoguera llevando, cada uno de ellos, un escapulario al cuello.