| JOSÉ MARTÍNEZ CAMPOS. ¿Cómo pudo ser Jesús al mismo tiempo divino y humano? | 
Apreciado amigo José, como quiera que con la siguiente aclaración queda contestada tu pregunta, permíteme que te dé a conocer un trozo de la conferencia que tuve el honor de impartir ante la Comunidad Cristiana de Lisboa (Portugal), el día cinco de julio de 2004. En los primeros siglos del cristianismo se dio la dificultad de aceptar la plena realidad de la humanidad de Cristo, porque se temía oscurecer su divinidad. El contacto con la materia era considerado casi instintivamente como degradante. Hoy padecemos la tentación contraria. Hay una dificultad creciente en aceptar la divinidad de Jesucristo. Es muy posible que esta dificultad provenga de la sensibilidad contemporánea por el valor que representa la persona humana, y la repugnancia instintiva hacia todo lo que puede disminuir su dignidad. Y así se piensa erróneamente que la realidad humana de Jesús queda como puesta entre paréntesis al ser asumida por el Verbo de Dios. Habría que dejar claro que siendo el hombre el ser que fue creado para el misterio, siempre orientado hacia un infinito, su plenificación ocurre en la entrega de ese misterio infinito. Y no hay entrega mayor del hombre a Dios que la que se da en el misterio de Jesús. Entrega que no supone la disolución o absorción de lo humano, como pensaban los monofisitas, sino su constitución en plenitud inimaginable para el mismo hombre. Algo parecido ocurre con la aceptación de lo maravilloso que con tanta frecuencia aparece en la vida de Jesús. Los relatos de la infancia abundan en apariciones angélicas e intervenciones sobrenaturales. Pero también el resto de la vida de Jesús, aún siendo tan humana, está transida de elementos extraordinarios: los milagros son frecuentes en el Evangelio y ocupan un lugar importante en la proclamación del kerigma primitivo. Hemos de aprender a descubrir el sentido de estos elementos maravillosos que se dan en la vida de Jesús. Su finalidad no es arrancarnos de lo cotidiano para transportarnos hacia una atmósfera desconectada de la vida corriente, sino al contrario: pretende orientarnos hacia el sentido de lo común y desconocido. Las maravillas de los evangelios de la infancia nos hacen pensar que la salvación brota de lo sencillo, y la gloria de la pequeñez humana (de la Virgen, los pastores...) en la que Cristo se encarna. Los milagros de Jesús provocan nuestra decisión ante su persona, inauguradora del Reino; un Reino que no supone la eliminación de las cosas materiales creadas, ni la huída de lo cotidiano, sino la integración de todas esas cosas, respetadas en su valor propio, en el plan unitario de Dios. Afortunadamente somos hoy más conscientes de que la proclamación de la Resurrección de Jesús es el núcleo del mensaje cristiano. Del misterio pascual brota la fuerza y la alegría que son características de la postura cristiana ante la vida. Si Jesús resucitó nosotros también resucitaremos... Muchos cristianos han sido formados como si el misterio de Jesús terminase prácticamente el Viernes Santo, considerando la Resurrección como una mera confirmación apologética de su divinidad, y estudiando la vida de Jesús como sucesión cronológica de hechos de los que se desprenden aplicaciones espirituales para la vida. Nuestra vida humana es un continuo crecimiento y progreso. Desde que nacemos hasta que morimos estamos en continua evolución, tanto en el desarrollo corporal como en nuestra manera de pensar y de ser. El joven deja atrás y casi olvidada la forma de ser y pensar del niño. Lo mismo ocurre al adulto en relación a sus años anteriores. Pero toda esta etapa es necesaria, imprescindible, para que se sedimente la siguiente. Lo mismo ocurre con nuestro crecimiento acerca del misterio revelado. Necesitamos repensar, replantear y reformular nuestra fe. No porque nuestra fe anterior resulte falsa, sino porque es ininteligible desde nuestra actual manera de pensar. Máxime si encontramos esa fe formulada con el vocabulario actual de la doctrina de la iglesia que siempre escapa a nuestro entendimiento. Quienes leen el Evangelio quedan sorprendidos por dos expresiones correlativas que se repiten continuamente en el lenguaje de Jesús. Cristo llama a Dios con el nombre de "Padre" y a sí mismo con el de "Hijo". Jesús nos desvela que que Dios no es un Ser lejano para el hombre sino que es Padre de todos los seres creados. Si tratamos de determinar el sentido exacto de esta paternidad de Dios que permite a Jesús llamarlo "Padre", nos damos cuenta inmediatamente en la lectura del Evangelio que Jesús nos dice que a Dios hay que tratarlo y considerarlo como Padre. Y es precisamente Jesús quien nos desvela este importante misterio. Antes de la venida de Jesús al mundo nadie se atrevía a pronunciar el nombre de Dios por temor a ser castigado. En los labios de Jesús la palabra "Padre" tiene un significado nuevo. Él nos demuestra que ser hijo de Dios es gozar de unas relaciones de privilegio. Se trata de unos hijos que tienen unos preferencias que nunca antes habían gozado. Esta relación nos coloca por encima de los ángeles del cielo y nos convierte en seres privilegiados con autonomía para elegir entre el bien y el mal; pero nuestra decisión, lamentablemente, siempre tiende hacia el lado del mal, sin darnos cuenta que no tenemos otro mundo y lo estamos destruyendo, que tenemos otros hermanos a los que estamos matando de hambre y que el terrorismo y la inmolación personal son fórmulas despreciables porque Dios nos dotó de verbo para que el verbo obrara milagros. IMPRIMIR EL TEXTO IMPRIMIR LA PÁGINA 
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