Múltiples
son las ocasiones, y a veces muy repetidas, en que nos empeñamos en dar a
conocer hasta el hartazgo las crónicas históricas que adornan nuestra capital
y olvidamos que en otros pueblos menos destacados existieron joyas de una
importancia histórica que son dignas de ser descritas y conocidas.
En Churra,
cuyo nombre le venga a esta preciosa villa de Murcia, como a los numerosos
pueblos que se esparcen por España ostentando el mismo nombre, de haber sido en
sus principios lugar donde se criaba una clase especial de oveja llamada «churra»,
un animal vivo y resistente capaz de buscar alimento en las condiciones más
adversas, existió una soberbia ermita que fue edificada a finales del siglo XVI
por orden de don Diego Sánchez, y cuya advocación respondía a la de Nuestra
Señora de la Encarnación. 
Por los
pocos documentos que de esta admirable ermita quedan, podemos saber que era de
dimensiones pequeñas, pero grande, muy grande en su valor histórico. Y podemos
saber también que era tan sencilla en su construcción como la humilde casa que
la madre de Jesús compartiera con su marido José en la ciudad de Nazaret. Era,
pues, una recogida pieza que convivía con el encanto del paisaje que la
rodeaba, con la frescura de su sencillez arquitectónica y con la devoción
sincera de la gente humilde que a ella acudía para oír Misa o pedir algún
milagro.
Por los datos que hemos manejado,
parece ser que la ermita se componía de dos piezas claramente diferenciadas:
Una nave principal que daba albergue a la capilla mayor donde se veneraba a la
Virgen, y una pequeña sacristía. Construido el edificio bajo un estilo
bastante peculiar, estaba alzado con ladrillos morunos, adornado de columnas y
arcadas esbeltas, y techos abovedados. 
Desgraciadamente, y como siempre suele
suceder con los pueblos más desamparados, la ermita fue envejeciendo a través
del tiempo y al final sólo quedaron de ella unas maltrechas ruinas que han
permanecido allí hasta hace unos pocos años. Y esto ocurrió a pesar de que
fuera voluntad del su creador, don Diego Sánchez, que la ermita estuviese
siempre en pie y convenientemente reparada. Compromiso que hizo extensivo a sus
herederos, con la voluntad expresa de que cualquier cosa que pudiese faltar,
fuese en el acto pagada de las rentas que para ese menester había legado,
rentas éstas que eran dos tahúllas de moreras, y dos de nogales y olivos, que
podrían ser hipotecadas en caso de que sus herederos no cumplieran su legado.
En aquellos
tiempos, finales del siglo XVI y XVII, se construyeron muchas ermitas bajo la
advocación de Nuestra Señora de la Encarnación, y ello fue debido al hecho de
que en la Encarnación se encontraban unidos indisolublemente Cristo y María.
La madre y el hijo, el símbolo más antiguo y más profundo del amor humano.
El Hijo de
Dios nacido de la Virgen María se hizo verdaderamente uno entre los rudos
habitantes de los lugares despoblados. Así pues, mediante el misterio de
Cristo, en el horizonte de la fe que la Iglesia les simbolizaba, los hijos
comenzaron a ver en sus madres el símbolo del amor, y las madres se rompían
diariamente la cabeza pensando qué podrían echar a la olla, de lo poco que tenían,
para alimentar a los suyos y seguir siendo así, no sólo el símbolo del amor,
sino el emblema de la multiplicación de los panes y de los peces. 
Y ya, para
terminar, he de decir, que como yo admiro a quienes se ocupan de la difícil
investigación y posterior difusión de la historia de su pueblo, quiero
alentar, desde estas páginas, a la profesora Concepción Belda Navarro para que
siga espulgando en las entrañas históricas de la placentera Churra.