La leyenda que hoy os voy a contar no tiene otra fuente de autoridad histórica
que la que el pueblo le ha ido dando al transmitirla de boca en boca.
Dicen
que el primer campanero que entró a desempeñar este noble cargo en la catedral
de Murcia, se llamaba Diego Alba. Que era un mocetón de unos 27 años de edad,
y que le gustaba tanto el vino que a la hora de tomarlo no hacía diferencia
entre rosado, tinto o blanco; joven, suave o afrutado.
Sigue diciéndonos la leyenda que sus padres, al ver que no le podían
sacar punta porque demostraba más disposición para las juergas que para el
estudio o que para el trabajo, decidieron llevarlo al convento de los padres
dominicos. Pensando, muy acertadamente, que si estos santos varones no podían
enderezarlo, no habría ya fuerza humana que fuese capaz de hacerlo. Y esto era
así porque los dominicos, en aquellos tiempos, por la austeridad de sus
costumbres, por su ilustración y por su ciencia, se habían conquistado una
especie de supremacía sobre las otras órdenes religiosas. Los teólogos más
eminentes y los más distinguidos predicadores pertenecían a esta comunidad, y
de sus congregaciones salieron hombres verdaderamente ilustres.
Los padres dominicos hicieron humanamente todo lo que estaba en sus manos
y un poquito más para disciplinar al muchacho. Le hablaron de Dios, del futuro,
del prójimo, de sus ancianos padres y del infierno donde iría a parar si no
cambiaba de actitud ante la vida, pero no consiguieron nada. El discípulo seguía
comiendo todo lo que podía escamotear de la cocina, levantándose por la noche
para asaltar la bodega y haciendo todo lo que le venía en gana sin importarle
en lo más mínimo el estudio, la religión o las reglas.
Un día, advirtiendo los frailes que educar a aquel tarambana era poco
menos que predicar en el desierto, decidieron expulsarlo. Pero el interno, al
percatarse de ello, cambió radicalmente de actitud y comenzó a tratar a sus
educadores con mucho amor y mucha lisonja. El mozo era torpe y duro de mollera,
pero había desarrollado la sabiduría del incompetente, que es aquella que toca
al corazón y los buenos sentimientos de quienes nos quieren atacar porque son más
fuertes que nosotros, para que por compasión dejen de hacerlo y podamos así
vencerlos.
El alumno había aprendido de sus maestros, entre todas las buenas cosas
que intentaron enseñarle, lo único que necesitaba para seguir sobreviviendo:
que el cristiano que aspire a la gloria eterna ha de saber alabar a los santos y
elogiar a sus superiores, ya que escuchar piropos ajenos es gratísimo no sólo
para oídos humanos sino también para los divinos.
Y tanto aduló a sus superiores, y tanto les lloró; y tanto se dolió
ante ellos de sus debilidades humanas y de sus quebrantos satánicos, que al fin
convinieron los religiosos en darle de baja en la orden 
y proporcionarle el elevado cargo de campanero de la torre de la catedral
que recién habían terminado de construir. Estamos hablando, pues, del año
1794, ya que la torre se comenzó a construir en 1521 y, después de varias
interrupciones que tuvieron como objeto que los sillares fuesen asentando, se
terminó en 1794.
Este cargo estaba dotado de dos zagales subalternos que ayudaban al
campanero durante el día. El empleo no era, pues, nada despreciable, cuando el
que lo ejercía, además de seis reales de sueldo, casa y comida gratis, tenía
bajo su dependencia gente a quien mandar. Pero nada de esto se daba de balde. En
este empleo había que trabajar muy duro, pues si hubo en Murcia un oficio que
reclamara actividad y desvelo, ese fue el puesto de campanero de la catedral.
Mucho más en aquellos primeros tiempos en los que abundaban las fiestas
religiosas, sobrevenían grandes riadas y, por si fuese poco, existían grandes
epidemias cuyos muertos había que anunciar repicando las campanas. También se
debían de notificar las horas, las medias y los cuartos; las bodas y los
bautizos; y se echaban las campanas al vuelo cuando llegaba a la ciudad algún
dignatario de la iglesia o algún noble señor.
Diego Alba, el campanero de la catedral, a pesar de haber conseguido,
gracias al arte de la lisonja, un oficio bien remunerado con gente para mandar
—un trabajo que hubiera sido el sueño de cualquier murciano sensato—, siguió
bebiendo sin tope y sin medida. De día podía el hombre permitirse el lujo de
dormir la tajada porque disponía de dos subalternos, pero de noche no, porque
en cuanto caía la tarde se quedaba completamente solo. Y así fue como, no fue
una, sino muchas las noches que permanecieron en el más profundo de los
silencios; ni horas, ni medias, ni cuartos de hora se oyeron en la ciudad... La
gente estaba indignada, y con toda la razón. Porque sin conocer la hora, ni el
huertano sabía cuando tenía que levantarse, ni el señor cuando acostarse, ni
el cura cuando comenzar la misa, ni el lechero cuando ordeñar... El oficio de
campanero reclamaba los cinco sentidos porque la ciudad entera dependía de la
rectitud, sensatez y puntualidad del empleado que lo ejercía. Aunque, si este
oficio demandaba seriedad y desvelos, no es menos cierto que no estaba exento de
peligros...
Y así fue como lo que tenía
que suceder sucedió. Una noche, el campanero subió a la torre para anunciar
una novena en honor de San Fulgencio. Había que voltear la campana que lleva
por nombre Bárbara, que es campana de volteo, mientras que tirando de unas
sogas se hacían repicar las campanas Pilar, que es la más pequeña de las
cuatro grandes, ya que tiene un diámetro de un metro cincuenta centímetros, y
la que siempre se ha llamado Águeda, que es la más grande de las cuatro, pues
tiene un diámetro de dos metros veinte centímetros y pesa cuatro toneladas y
media... Pues, como decía, en una de estas vueltas, el campanero, que por los
efectos del vino no podía mantenerse quieto, fue cogido por las aspas de la
campana que estaba volteando y salió volando por el aire como si tuviera alas,
y atravesando la tronera que da albergue a la campana que lleva por nombre
Concepción, no paró de revolotear hasta estrellarse en uno de los tejados de
las cuatro casas que se hallaban entonces en la que hoy conocemos como la calle Oliver.
La novena no llegó a celebrarse. La gente que había ido con el piadoso
ánimo de asistir a ella, se agolpó en la mencionada calle para observar de
cerca el difícil rescate del cadáver del campanero, y sobre el incidente hubo
toda clase de comentarios maléficos. Sin faltar una vieja que dijo que ella había
visto bajar al campanero volando a lomos del diablo.
Uno de los asistentes, un hombre de unos cuarenta años de edad, de
escasa talla, más delgado que un suspiro y bronceado por los rayos del sol que
todos los días calientan la huerta murciana, que ganaba el pan de cada mañana
manejando una azada como peón de quien quería darle trabajo. Un desafortunado
que echaba los bofes trabajando más de doce horas diarias para adquirir un
salario de risa que sólo le daba para ir pasando la vida a tragos, y que era
conocido con el apodo de: «el listo», con una voz muy potente para hacerse oír
de todos los asistentes, dijo: «Avecinaos, esto no ha sio cosa del dimonio
sino del vino. Poique el vino más güeno, pa´l que no sabe mearlo es un
veneno».
Y,
desde entonces, este dicho que la gente de Murcia convirtió en refrán, ha
perdurado hasta nuestros días.