De todos los símbolos existentes en el mundo, la bandera
es, sin lugar a dudas, el más prestigioso y amado por todos los seres humanos.
Mediante sus colores quedan simbolizados en ella la unidad, la grandeza, la
soberanía, la patria, la dignidad, el honor, la unión, la independencia... Un
sin fin de calificativos cuyos valores tienen la fuerza de unir
incondicionalmente a todos los moradores de una nación, con independencia de su
raza, ideología política o religiosa, de riqueza o pobreza, de sexo o de edad.
Ninguna, absolutamente ninguna bandera, es merecedora del más mínimo desprecio
porque a quienes se desprecia con este absurdo acto no es al rey, al emperador o
al presidente de la nación, ya que, aunque también es su bandera, los
mandatarios son efímeros y prescindibles; es a todos y cada uno de los
ciudadanos del país que la bandera representa a quienes se menosprecia.
Desde el año 1785 en que el rey Carlos III instituyó
que la bandera de nuestras tropas fuese de tres listas: encarnada, amarilla y
encarnada, hasta el año 1834 en que la reina Isabel II, mediante decreto de 13
de octubre del mismo año, determinó que todas las banderas fuesen iguales en
dimensión, forma y colores a la bandera de guerra antes mencionada, nuestra
bandera, prescindiendo de algunas breves fechas, ha sido siempre, con
independencia del régimen que la haya honrado, el símbolo bajo cuyos colores
han estado conviviendo los españoles. Y durante todo este tiempo, no hubo ni un
solo español que no se sintiese ofendido ante el desprecio, ofensa o
desconsideración que se hubiera hecho a su bandera.
La
bandera sobrevive a regímenes, presidentes, reyes, políticos, emperadores...,
pero convive siempre junto a los ciudadanos que día a día se van renovando.
Por ello, no es bueno que dirigentes políticos cuyos actos repercuten en su país,
menosprecien el paso de otras banderas, pues, quizás, este acto le pueda
reportar algunos votos, pero también logrará con ello el odio de todos los
pobladores del país menospreciado. Y así es como, queriendo o sin querer, un
político puede llegar a dañar, tanto los intereses de su país como la imagen
de sus ciudadanos, llegando a dar carácter de verdad a aquella frase que dice:
«Terrible es el error cuando se perpetra en nombre de un pueblo»; por ello,
aunque el dirigente no pueda evitar cometerlos, sí debe poner constantemente
atención para tratar de evitarlos.