BIOGRAFÍA DE BERTRÁND DE BLANCHEFORT, SEXTO MAESTRE DE LA ORDEN DEL TEMPLO DE JERUSALÉN

 

Antonio Galera Gracia

 

INTRODUCCIÓN

 

Dejando aparte esas mentes privilegiadas que saben a ciencia cierta que el Maestre del que hoy nos ocupamos no fue el sexto de la Orden, sino el quinto porque aseguran que lo han leído en unos supuestos Expedientes Secretos, y que además, una vez elegido, lo primero que hizo fue llevar al castillo de su propiedad a sus hombres para que comenzaran a sacar de sus entrañas el oro y las  muchas riquezas que bajo su suelo habían dejado enterrados los visigodos durante el siglo quinto d.C, tesoros que sacaron de allí cargados en más de seis carros. Y aseguran además, que no existe duda alguna de que don Bertránd fuese pariente del papa Clemente V, tendremos que decir que, o bien no sabemos nada después de tantos y tantos años de investigar sobre la Orden del Templo, o bien hemos perdido el tiempo investigando.

 

Cierto es que el padre de nuestro Maestre se apellidaba Blanchefort, y la madre del papa Clemente V también. Pero no es menos cierto que el primero había vivido en el siglo XII y la segunda en el siglo XIV. Mucho tiempo transcurrido para llevar en la mente un árbol genealógico por muy estudioso que uno sea de la mencionada Orden del Templo.

 

En el Archivo Histórico del municipio de Saint-Germain-d'Estheuil, en el Médoc francés, existe un libro de acristianamiento en el cual se dice que el niño Bertrán de Goth, hijo de don Bèrand de Goth, señor de Livran y de doña Brayde de Blanchefort, señora de Veyrines fue acristianado el día 3 de febrero del año del Señor de 1264.

 

Como vemos, tanto el padre como la madre del papa Clemente V, provenían de la nobleza francesa. El padre era el señor de Livran, es decir, vivía y tenía en posesión el castillo de Livran, donde nació el Papa. Se sabe que este castillo era muy antiguo; que, al morir el padre, fue heredado por Clemente V por ser el hermano mayor de tres hermanos (dos varones y una hembra), y que al no poder vivir en él por el estado tan ruinoso en que se hallaba, decidió, en el año 1305, mandar construir otro castillo en la ciudad de Villandraut para poder habitarlo rodeado de modernas comodidades. Tal vez este detalle haya dado lugar a que en la mayoría de las biografías del Papa se afirme que nació en esta ciudad.

 

Cuando el papa Clemente V murió, en tan extrañas circunstancias, sus hermanos heredaron sus posesiones. Y tal vez porque la necesidad les obligaba, vendieron ambos castillos con todos sus territorios para repartirse el dinero.

 

La madre no le iba a la zaga al padre, pues como vemos, era la señora por heredad de una pequeña localidad llamada Veyrines. Un lugar que pertenece al departamento de Aquitania y que esta situado en el pintoresco valle de Dordoña en el suroeste francés.

 

Con todo lo señalado, no vemos por ningún sitio que doña Brayde de Blanchefort, llevase ese apellido por ser pariente en algún grado del padre de nuestro Maestre, porque de basarnos solamente en ese detalle, podríamos afirmar con la misma autoridad, que todos los Blanchefort que habitan en el mundo, son parientes del Papa Clemente V.

 

AÑO DE SU NACIMIENTO Y MUERTE

 

Aunque hay enciclopedias, investigadores, historiadores y profundos estudiosos de la Orden del Templo, que nos dicen que no se puede afirmar el año de nacimiento de don Bertrán de Blanchefort, sexto Maestre de la Orden del Templo de Jerusalén, porque no existe documento registral que lo acredite, nosotros, habiendo creído en todo tiempo que quien pone todo su empeño en buscar un dato casi siempre obtiene el premio de encontrarlo, en el Archivo Histórico de Reims (Francia), cajón de Obituarios (libros parroquiales donde se anotan las partidas de defunción y soterramiento). Años desde 1159 a 1170, encontramos un asiento en el cual se dice —en latín—, que don Bertránd de Blanchefort, freire de la Orden de los del Templo, falleció el día 2 de enero del año de la Encarnación de Nuestro Señor Jesucristo de 1169, a los 68 años de edad.

 

Haciendo las operaciones correspondientes, llegamos a la conclusión de que si el sexto Maestre de los del Templo falleció en el año 1169, á los 68 años de edad, es obvio que nació en el año 1101. Ahora lo que no sabemos es el día ni el mes, pero podemos prometer y prometemos, que seguiremos buscando para encontrarlo. También sabemos por el mismo documento que era hijo de Lord Godfrey y de doña Agnès.

 

VIDA ANTES DE INGRESAR EN LA ORDEN DEL TEMPLO

 

Como ya se ha dicho anteriormente, don Bertrán de Blanchefort, Maestre de la Orden del Templo de Salomón por la Gracia de Dios, nació en el año 1101 en Guyenne, en la Occitania francesa. Debido a que esta Región estuvo bajo dominio inglés hasta el año 1259 en que fue firmado el Tratado de París por parte de Enrique III de Inglaterra y Luis IX de Francia. Se sabe que su padre era inglés porque ostentaba el título de Lord, y su madre francesa.

 

Era el segundo de cinco hijos: un hermano que heredó por nacimiento ser el dueño de todo lo que pertenecía a la familia, él y tres hermanas que fueron naciendo después. Como es natural y lógico, don Bertrán, por ser el segundo de los hijos varones, para crearse un futuro en el cual pudiese vivir holgadamente, tenía que elegir entre la Iglesia o las armas. Sus padres, que eran extremadamente religiosos, e inculcaron en sus hijos el amor a la religión cristiana, le aconsejaron que eligiera ser sacerdote. Dentro de la iglesia un noble podía vivir sosegadamente y ascender velozmente si se sabían tocar los botones adecuados.

 

A los once o doce años, que eso no he podido saberlo todavía con certeza, nuestro joven ingresa en el monasterio de los monjes benedictinos de la ciudad donde vive. Viste el hábito de postulante de San Benito y allí, viviendo en aquella comunidad cerrada, donde el silencio se impone, y el estudio y la oración se aúnan con el rudo trabajo de la huerta y de labrar la tierra para alimentarse, comienza a descubrir que le falta algo. No es que se sienta mal siendo aspirante a monje, no. Él estaba dispuesto a vivir en comunidad el resto de su vida, pero sentía en su corazón que le estaba entregando a Dios solamente la mitad de lo pedido. Necesitaba servirle con la oración, pero también deseaba hacerlo con la espada. Incluso Lucas, capítulo 22, versículo 36, como si estuviese apremiando a los cristianos de aquellos tiempos para que dejaran su actual vida y partiesen para las cruzadas, aconseja lo siguiente: pues ahora, el que tenga bolsa, tómela; y el que tenga alforja, también. Y el que no tenga espada, si no tiene dinero, venda su manto y compre una...  La ilusión de nuestro futuro maestre era servir a Nuestro Señor siendo monje y también guerrero.

 

Los hagiógrafos y los Santos Padres de la Iglesia coinciden cuando aseveran que los caminos de Dios son inescrutables. Que el Sumo Hacedor, en su infinita bondad, insufló, dentro de cada una de nuestras almas, uno o dos carismas diferentes conforme nos fue creando para que, por medio de ellos, nos sirviésemos los unos a los otros. Coinciden también en afirmar que nuestra sociedad sería perfecta si cada uno de nosotros descubriera el carisma que lleva dentro y lo pusiera al servicio de su prójimo. Quien deja este mundo sin descubrir su carisma —dicen los hagiógrafos y los Santos Padres—, muere sin haber conocido la verdadera felicidad... Pero esto no fue lo que le ocurrió a nuestro joven. Como los caminos de Dios son Inescrutables, como ya se ha dicho antes, ocurrió lo siguiente:       

 

Un día se alberga en el monasterio un monje del cister que había sido liberado por sus superiores para que fuese de ciudad en ciudad predicando y convenciendo a señores, caballeros y ricos hombres de que había que ayudar con buenos y sustanciosos donativos para hacer frente a los elevados gastos de las Cruzadas. Y requiere también de ellos que, aquellos que puedan permitírselo, recluten hombres, formen tropas y partan hacía la Tierra que vio nacer y morir a Nuestro Señor Jesucristo para defenderla y liberarla de los infieles. Haciendo este noble servicio a la Iglesia, aquellos que la ayudaran alcanzarían de inmediato la remisión de sus pecados y la vida eterna.

 

En los tres días que el mencionado monje del cister está allí hospedado, el joven Bertrán lo acosa a preguntas. Preguntas que el monje contesta. Le cuenta con pelos y señales de qué forma se enfrentan los cristianos a los infieles, y de la necesidad que Cristo tiene de que lleguen más y más soldados para luchar contra los árabes y hacer prevalecer en aquellas Santas Tierras la religión verdadera. Le habla también de algunas órdenes militares que por allí se han ido creando, cuyos caballeros  han adquirido el derecho de ser monjes y soldados.

 

Cuatro días después de haber abandonado el monje del cister el monasterio para ir a otra ciudad a predicar, el joven se despide de sus Hermanos y, sin pérdida de tiempo, comienza la carrera para ser un buen caballero.

 

A los 26 años de edad, siendo ya caballero bendecido e investido, sintiendo su vocación de soldado más sujetada a su cristiano corazón que nunca, abandona su patria, sus padres, sus hermanos y sus amigos, e imitando a otros muchos caballeros que antes le habían antecedido, embarca hacia Jerusalén.

 

Recibido allí cordialmente por los cruzados franceses, entra por primera vez en batalla. Es solamente una pequeña escaramuza que dura muy poco tiempo. Pero es suficiente para que allí, sobre la Tierra Santa que había prometido defender como cruzado, luchando codo a codo junto a ellos, conozca a los caballeros templarios. Era una Orden que solamente estaba constituida por nueve caballeros, que no vestían hábitos comunes. Vestían muy pobremente porque llevaban las ropas que las gentes por caridad les daban. La cruz que llevaban sobre el pecho, igual que la de todos los cruzados, era de trapo bendecido por algún clérigo. Los miembros de esta Orden, según pudo saber el joven Bertrán posteriormente por respuestas que le dieron a las preguntas que hizo, se habían unido hacía cosa de unos 8 ó 9 años, con la bienaventurada idea de proteger a los peregrinos que desde otras regiones ultramarinas llegaban allí para rezar ante la tumba de Nuestro Señor Jesucristo. Aquella hermandad de hombres había sido conocida hasta hacía poco como la Orden de los Pobres Compañeros de Cristo, pero ahora se la conocía como la Orden del Templo de Jerusalén porque el rey Balduino II les había hecho entrega de un bajo que se encontraba sobre el atrio donde en otros tiempos había estado ubicado el Templo que se construyó por orden del sabio Rey que le dio su nombre.

 

El rey de Jerusalén Balduino II, necesitando hombres para defender su reino de las incursiones musulmanas, tal vez haciendo verdad aquel refrán que dice que nadie da nada sin esperar algo a cambio, le escribe a Bernardo, abad de Calaraval, que era el único que podía convencer a los templarios para que, además de seguir haciendo la respetable obra por la cual se habían constituido, ayudasen al rey en cuantas batallas o invasiones fuesen requeridos por el monarca.

 

El 16 de octubre del año 1126, tres años antes de ser aprobada como Orden por la Iglesia y entregado el hábito blanco y la Regla, el rey Balduino II, rey de Jerusalén, concede, a los ya conocidos como caballeros del Templo de Jerusalén, con el permiso y la bendición de san Bernardo, el alto honor de constituirse en una milicia para que puedan prestar servicio de armas al reino de Jerusalén y ayudar a cuantos príncipes y reyes llegan a la Ciudad Santa para defenderla de los continuos ataques enemigos. Esta carta se puede encontrar escrita en latín, en el Archivo Histórico de Reims. Privilegios Ordini Cisterciensis. Registro número 116. Año 1126.

 

El joven Bertrán, que todavía siente en su espíritu la llamada del sacerdocio y se acuerda muy a menudo de su estancia en el monasterio de los benedictinos, seducido por el sagrado trabajo que están llevando a cabo en Jerusalén los recién conocidos como los Caballeros del Templo, se une a ellos porque de esta forma ve fundidas sus dos vocaciones: la de monje y la de soldado. Ingresa en el mes de julio del año 1129, seis meses después de haber sido reconocida la Orden como tal en el Concilio de Troyes que se celebró el día 13 de marzo de 1129.

 

SIGUIÓ REFORMANDO LA ORDEN

 

Siguiendo el ejemplo de los Maestres que le habían antecedido, en cuanto fue investido como Maestre comenzó a cambiar todas aquellas cosas que no estaban acorde con su concepción cristiana, ni con la forma en que debían vivir sus Hermanos. Lo primero que hizo fue enviar una misiva al papa Alejandro III en la cual le suplicaba que diese su superior permiso para suprimir en la Orden el título de Gran Maestre que hasta el momento se había estado empleando —como era costumbre en aquellos tiempos en todas las órdenes militares—, y lo trocase por Maestre por la Gracia de Dios. Petición que le fue concedida.

 

La segunda diligencia que llevó a cabo fue comenzar a reformar la Regla. Veamos su modificación más importante. El primer capítulo que corrigió fue uno que él particularmente tenía muchas ganas de cambiar. El que al ser modificado tomó el número XXI, cuando antes había tenido el IX.

 

EXPLICACIÓN DEL PORQUÉ: Desde que la orden del Templo se constituyó, esto fue en el año del Señor de 1118, hasta aproximadamente el año 1140 en que ya se había extendido por casi toda la Europa cristiana, los soldados, suboficiales y hermanos servidores vestían un hábito blanco exactamente igual al de sus superiores los caballeros. Esto dio lugar a que los hermanos sirvientes, soldados y suboficiales que, evidentemente, la mayoría de ellos estaban casados porque no habían hecho la profesión ni acatado los votos, fuesen confundidos con los caballeros profesos. Lo que dio lugar a que se levantasen contra ellos críticas bastante desfavorables que no eran buenas para la orden porque estos sirvientes bebían y se portaban groseramente con las mujeres.

 

Para dar solución a este grave problema que llevaban sufriendo desde el comienzo de la Fundación de la Orden, el Maestre Bertrán de Blanchefort reunió el Consejo Capitular de Jerusalén, y llegaron al unánime acuerdo de añadir un nuevo capítulo a la Regla, éste fue el XXI, cuyo enunciado dice: «Que los fámulos no traigan vestidos blancos ni capas». Y cuyo texto denuncia primero y ordena después lo siguiente: «...Vestían en otro tiempo los fámulos, sirvientes y armigueros vestidos blancos, de donde vinieron insoportables daños, porque de las partes ultramarinas se levantaron ciertos fingidos Hermanos casados que decían ser profesos, no siendo así; de aquí resultaron tantos daños y tantos agravios contra la orden militar, que causaron mucho escándalo. Y así, hemos acordado, que los dichos fámulos del Templo usen vestidos negros...»

 

NUR AL’DIN, EL AZOTE DEL MESTRE BLANCHEFORT

 

Como caballero del Templo, durante su estancia en Jerusalén, participó en numerosas batallas y en todas ellas dio muestras de su ardor guerrero y de la extraordinaria instrucción y aprovechamiento que había recibido de sus hábiles maestros de armas en Francia.

 

Sin embargo, a pesar de su extraordinaria destreza como luchador, al igual que les ocurría a todos los cristianos de aquellos tiempos, confiaba más en la protección y amparo que el verdadero Dios le podía proporcionar por el hecho mismo de arriesgar sus vidas en su Santo Nombre y por orar frecuentemente, que en las estrategias que todo oficial debía de llevar bien pensadas y estudiadas para combatir y derrotar al enemigo. En la batalla que ha pasado a ser conocida como la «del lago de Merom», que tuvo lugar en junio del año del Señor de 1157 —cuando todavía no hacia ni cinco meses que el caballero Blanchefort había sido elegido Maestre de los templarios—, bajo un calor insoportable, llegaron al lugar de la batalla y acamparon junto al lago.

 

Para infundir ánimo y bravura en el corazón de los soldados, por órdenes superiores, cada oficial debió de narrar a los hombres que estaban bajo su mando, las hazañas bélicas que Josué había llevado a cabo en aquel mismo lugar contra las tropas de los gabaoneses de la coalición del Norte, con cuya victoria había allanado el camino para la total ocupación de la tierra prometida. La historia era tan parecida a la que ellos estaban viviendo en aquel momento, que no hubo ni un solo soldado que no se sintiese invencible por creer que Dios iba a estar con ellos y los iba a encaminar directamente hacia victoria sin apenas sufrir bajas... Y realmente así era. La historia de Josué con la que ellos estaban viviendo en aquellos momentos, eran increíblemente muy parecidas... Las crónicas de esta guerra nos dicen los siguiente: «Salieron con los templarios otros ejércitos. Una gran muchedumbre de soldados, caballos y carros. Al llegar al lugar de la cita, todos se reunieron y acamparon junto a las aguas del Merom, con la idea de combatir y derrotar a las tropas que venían mandadas por el general enemigo Nur al’Din».

 

Josué, tal vez porque llevaba los deberes hechos, venció a sus enemigos. A los cristianos le ocurrió lo mismo que años antes les había ocurrido a los hombres que seguían a Pedro el Ermitaño: confiaron más en la cruz que en la espada, y lo pagaron muy caro. De los 15 mil soldados que se enfrentaron a las tropas de Nur al’Din, catorce mil cuatrocientos setenta y ocho fueron muertos o quedaron gravemente heridos sobre la ensangrentada tierra del campo de batalla. El resto, cinco mil doscientos veintidós, fueron hechos prisioneros y encerrados en lugares estratégicos a la espera de recibir un buen rescate por ellos.

 

Pasados dos años y medio, la noticia de que don Bertrán de Blanchefort se encontraba cautivo de los árabes con más de 75 soldados del Templo, llegó a oídos del joven Manuel I Comneno. Y como este le tenía gran aprecio a esta Orden porque tiempo atrás había sido favorecido por ellos cuando decidió hacerse presente en las cruzadas, pagó su rescate y los templarios quedaron libres.

 

Siete años después, en el año 1164, nuestro Maestre aparece en la historia acompañando al rey de Jerusalén y conde de Jaffa, Aimery I, en su viaje hacia Egipto. Un mensajero trae al rey noticias de que el general Nur al’Din, aprovechando la ausencia real en Jerusalén, se dirige con numerosos soldados hacia la rica ciudad de Antioquia, punto estratégico para dominar Siria y las rutas comerciales. El rey ordena al Maestre de los templarios que regrese sin pérdida de tiempo con todos los hombres que le acompañan, y preste ayuda a las tropas que ya han ido a presentar batalla al general árabe.

 

Don Bertrán de Blanchefort se dirige hacia allí ebrio de venganza. Esta vez, el general Nur al’Din tendrá que pagar bien cara la derrota y la vergüenza que él y sus hombres tuvieron que soportar en el lago de Merom. Las tropas templarias, después de atravesar el río Orontes, y de dejar a la izquierda Alepo, se dirigen hacia Harem (una ciudad Siria que se encuentra cerca de Alepo), y se ponen a disposición de los cruzados que al encuentro del general árabe se dirigen. Llegan animados y arengados por su supremo jefe, pero, aunque muchos de ellos dejan su vida batiéndose valientemente en la batalla, son nuevamente derrotados. Los templarios dejaron allí más de cincuenta muertos, entre caballeros y soldados. Y tuvieron que transportar en carros, hasta la ciudad cristiana más próxima, más de setenta y siete heridos graves, muchos de los cuales murieron en el camino por no poder soportar el viaje.

 

Dos años y medio después, en el año 1168, nuevamente entra en escena el general árabe Nur al’Din. Habiendo llegado a sus oídos, por parte de los espías que tenía infiltrados por todos los lugares donde habitaban cristianos, de que el Maestre se hallaba ausente y se había llevado con él un gran número de caballeros y soldados para escoltar al rey de Jerusalén, toma un buen número de soldados y se hace presente en la estratégica fortaleza de Tyron, que había quedado bajo la autoridad y custodia de dos caballeros. Cada uno de ellos tenía bajo su mando a 20 soldados entre sargentos y soldados. Eran en total, cuarenta y dos hombres. Aunque la mayoría de historiadores hayan dado por cierto que estos cuarenta y dos hombres entregaron la fortaleza sin oponer resistencia, se sabe por documentos y epístolas que nosotros hemos estudiado, que estos templarios, al mando de sus dos oficiales, se esforzaron en la defensa del lugar. Y esto debe ser cierto, porque de cuarenta y dos hombres que comenzaron a defender la fortaleza, solamente quedaron tres. Que se sepa, un sargento y dos soldados, a quien, por orden de Nur al’Din, les fueron perdonadas las vidas. De nada les sirvió a estos soldados mantener la vida. El rey fue menos indulgente. Creyendo que no habían hecho lo suficiente para proteger tan estratégico lugar, ordenó que los tres soldados del Templo fuesen ahorcados y sus cuerpos quedasen expuestos ante el publico durante cuatro días para que sirviesen de escarmiento.

 

El Maestre don Bertrán de Blanchefort, quedó muy afectado por este acto con el cual él no estaba de acuerdo, pues se sabe que le dijo al rey que ya eran suficientes los cristianos que dejaban la vida en el campo de batalla luchando contra los herejes, para que encima tuvieran ellos que matar a sus propios soldados. Llevando ese dolor en su corazón, y creyendo que aquellos hombres que estaban bajo su potestad y su mando, habían muerto porque él no había sido lo suficientemente valiente para enfrentarse al rey y pedir que si no los perdona, hiciese la merced de ahorcarlo a él junto a sus hombres por tener tanta culpa como ellos, en apenas ocho meses de sufrir y de rezar por las ánimas de sus Hermanos, entregó su vida siendo el 2 de enero del año de Nuestro Señor Jesucristo de 1169. El día en que se festejaba la fiesta de San Basilio el Magno, aquel que, tal como él, había enseñado a sus monjes a estimar la meditación, la oración, la obediencia y la caridad fraterna.