A
principios del siglo XVI los Gremios de artesanos comienzan a encontrarse sin
chiquillos que se incorporen a sus diferentes oficios. La causa está motivada
porque hasta el momento los aprendices entraban en los talleres sin disfrutar de
ninguna clase de sueldo. Y como en aquella época cualquier ayuda era
imprescindible para la supervivencia de una familia, los padres empleaban a sus
hijos en oficios más rentables y más productivos.
Para
hacer frente a este gran contratiempo que deja al maestro sin la más básica
ayuda y al oficio sin posibilidades de continuidad, los Gremios se reúnen y
deciden regularizar el oficio de aprendiz dotándole de sueldo y de otros muchos
beneficios. Es decir, subscriben un documento donde el sueldo y las obligaciones
son iguales para todos los aprendices en la mayoría de los lugares de la península
ibérica, pero dejan libertad para que el vestuario sea, si no igual, sí
aproximado al estilo de vestir de la región que se habita.
En
el Reino de Murcia, el documento subscrito dice que el aprendiz de un carpintero
debe ser equipado por su maestro del siguiente vestuario: un ferruelo, 
un sayo, un zaragüel, dos camisas, dos pares de zapatos de cordobán y
un sombrero de fieltro. El ferruelo era una capa corta que llevaba un
cuello grande y vuelto sobre la espalda, hombros y pecho que se llamaba valona;
el sayo era una especie de casaca hueca, largo y sin botones; el zaragüel
unos calzones anchos y sin bragas, que sujetaban con una correa a la que
llevaban prendida un escarel para enganchar la espada.
Y
debe recibir igualmente de su maestro o patrón en calidad de préstamo, un cajón
con las siguientes herramientas: una azuela, una sierra, una escuadra, una
barrena, una juntera (garlopa), un cepillo, un formón, un compás, un martillo
y una cantidad prefijada de clavos.
El
maestro pagará al aprendiz 300 reales por el trabajo de un año, que no era un
sueldo precisamente escaso, pues un real de plata tenía el valor de 34 maravedíes,
o sea, 10.200 maravedíes al año. Se hará cargo de su manutención y le dará
albergue en su casa, y si el aprendiz enferma, el maestro estará obligado a
prestarle la debida asistencia médica mandándolo al hospital si el mal se
agrava.
Pero para
recibir todas estas mercedes, el aprendiz tendrá que observar las siguientes
obligaciones: Cumplir bien y fielmente todos sus deberes; servir con honradez y
disciplina las tareas que le sean asignadas; aprovechar todas las horas de luz
del día, pues bastantes fiestas hay al año para no aprovechar las horas de luz
en los días de trabajo; desempeñar su trabajo poniendo en él todo su esmero y
escrupulosidad, cuidando de no desperdiciar los clavos, de no malograr los filos
de las herramientas y de no rajar ni astillar la madera. Además de todas estas
obligaciones, el aprendiz también se ha de comprometer a acompañar a la mujer
del maestro cuando ésta salga de casa. Esto se hacía porque en aquellos
tiempos las mujeres que andaban solas por las calles eran muy vulnerables. Les
robaban fácilmente los dineros que llevaban para la compra, e incluso, a veces,
la compra misma.
El tiempo
de aprendizaje estaba determinado en dos años, pero si el maestro juzgaba que
el aprendiz no estaba suficiente preparado, podía alargarlo hasta tres, cuatro
o cinco años; pero en ningún caso más de cinco años. De tal forma que si en
este periodo de tiempo no hubiera el aprendiz profundizado suficientemente en el
arte de la carpintería a juicio de su maestro, para comprobar la supuesta
ineptitud del discípulo o, en caso contrario, los intereses del propietario del
taller, que pagando los honorarios de aprendiz podía disfrutar de un un
oficial, el discípulo tenía que ser trasladado a otro taller de relacionadas
características, donde comprobarían, bajo palabra de honor y durante otro año,
la torpeza o destreza del aprendiz de carpintero.
Después de
este periodo de aprendizaje, el meritorio era ascendido a oficial. Y desde este
momento dejaba de vivir a cuenta del patrón. Tenía que comprarse la ropa,
buscarse casa, casarse o ir a comer a tabernas; y lo único que poseía en
usufructo y que todavía seguía siendo del maestro, era la caja de herramientas
que tenía que seguir cuidando como si fueran las suyas propias.